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Capítulo 4

Aidan.

Despierto gracias a la turbulencia, me quito los auriculares y escucho a una de las aeromozas decir que estamos pasando por una tormenta. Descubro que mi lista de reproducción terminó hace una hora. Vuelvo a reproducir todas desde la canción que estoy escuchando y cierro los ojos. El internet falla y mis canciones se detienen. Me desconecto completamente y cierro Spotify.

Para distraerme, voy a mi biblioteca y descubro que tengo tres mil setecientas fotos con Zoé desde que la conozco, y veinte videos de ella gastándome bromas o citándome alguna de las muchas frases que le gusta leer de sus historias de amor. En la mayoría de las fotos, estoy con un mechón de su pelo encima de mis labios. Me encanta ocuparlo como mostacho, y que ella intente pelear conmigo al respecto. Cada vez que nos tomamos una fotografía, hace hasta lo imposible por arreglarse el cabello, por quitárselo de la cara y por salir sin sus inusitados lentes de marco negro. Es muy gracioso verla arreglándose ahora que lo pienso.

El avión aterriza a las cinco de la mañana. Tomo la apestosa bolsa que atrajo las quejas de los pasajeros y bajo del avión. Inhalo la brisa del océano. Escucho el despertar del mar, y la imagen de Zoé gruñendo debajo de su almohada, por escuchar el ruido de las olas azotar con fuerza los muelles, asalta mi cabeza. A esta hora debe estar apagando la alarma de su celular con la intención de levantarse, pero sin poder conseguirlo.

—Disculpa, ¿te vas a mover? —me pregunta una bajita pelirroja.

Está cruzada de brazos y con una cara de pocos amigos. Tiene mal genio. Si Zoé estuviera aquí, me diría que es una cherry bomb.

—Claro —mascullo, haciéndome a un lado de la fila del... ¿baño de mujeres?

Carajo, ¿cuándo me formé para ir al baño? Y peor aun el de mujeres. Con razón la chica me lanzó una mirada curiosa cuando pasó por mi lado.

Me muevo hacia la salida, visualizo a Fred, y a la estúpida tarjeta que tiene mi nombre grabado como si fuese alguna estrella de cine. Ésta es obra de Rachel, sólo a mi hermana se le ocurre poner mi nombre debajo de un logotipo de Jake 'el perro', como si fuese el actor que hace la voz del personaje.

Fanática de Adventure Time.

Me acerco a él, mostrando la sonrisa más fingida que le puedo ofrecer a su veterana cara, y diciéndole «Hola».

Fred ha estado bajo los servicios de mi padre desde que tengo diez años. Es el único al que le confío mi propia vida, y es al que recurro cuando la cago a lo grande en un problema. Limpia todos mis desastres. Espero que éste no sea otro que tenga que arreglar sí algo sale mal.

El hombre tiene sesenta años y es alcohólico; puede con la simple tarea de recoger al primogénito de su jefe de un aeropuerto repleto de extranjeros, y acompañar al grupo de niñas exploradoras de mi hermana dos veces a la semana. El hecho de que sufra cancer de pulmón, y que tenga que recogerme a las cinco de la mañana, significa que no me preocupo por él lo suficiente; excepto Zoé, ella siempre se preocupa por Fred, por mi hermana, por todos, menos por ella misma; pero eso es porque ella creció con una figura paterna, al menos por un tiempo, como para darse una idea de cómo es el mundo, sin la necesidad de ser una persona terrible para sobrevivir en éste. Yo no, yo tuve que tomar desiciones desde muy joven; ayudar a mi madre a no suicidarse desde los diez años, es un ejemplo.

Zoé tiene suerte, demasiada, incluso le alcanza a compartir un poco de su suerte conmigo. Eso es ser un buen amigo.

El viejo de traje fúnebre inspecciona mi camiseta sucia y pantalones rasgados por las rodillas. Su mirada es desmedida.

—Te ves como una mierda, niño —dijo con su característica voz ronca.

Según Zoé, su carraspera se asemeja a la voz de José José.

—Buenos días —le respondo con total indiferencia.

—¿Qué tienen de «buenos»? —pregunta entre una tos seca y a la vez flemosa.

Me encojo de hombros, y Fred se cubre la boca con un pañuelo de bolsillo. Lo dobla, al reparar en la flema que escupió, y lo guarda en su bolsillo trasero.

—Y me dices a mí «mierda» —respondo como el buen niño portado que soy.

—Cierra ese hocico ahora mismo, muchacho. —Tose como si la vida se le fuera en ello—. O si no te... —Tose—: te pateare las pelotas.

Le pongo los ojos en blanco a su espalda. Claro, no va a ayudarme a llevar mi bolsa de basura. Escupe mientras intenta llegar al final de la escalera. Se agarra del barandal y, por poco trastabilla en el segundo escalón durante su descenso. Intento ayudarlo a bajar las escaleras, pero, como ya es costumbre entre nosotros, me lo prohíbe.

—¡Con una mierda, muchacho! ¡Estoy viejo, no lisiado! —Su garganta colisiona y vomita una flema asquerosa.

Esta vez, se limpia la comisura de la boca con su corbata. Va al asiento del conductor, y yo guardo la bolsa en los asientos traseros. Voy del lado del copiloto, y subo los pies al tablero del auto mientras Fred se pone el cinturón de seguridad. Me lanza una mirada asesina cuando repara en mi desagradable actitud.

—¡Quita tus pinches pies del tablero, Aidan James Hugh! —brama, tose y escupe fuera de la ventanilla del auto—. ¡Muestra un poco de respeto! ¡¿Crees que este auto se pagó en efectivo?!

No le respondo. Le obedezco sin rechistar, sólo porque ha estado tosiendo demasiado, y porque he tenido suficiente maldiciones con la maldita y última noche que pasé en Ibiza con esa tal Tania, Sonia... O, ¿Soledad? Me da igual cuál haya sido el nombre de esa niñita.

¡Maldita sea! No puedo creer que haya sido tan idiota, como para no haberme dado cuenta de que era menor de edad. Bueno, tal vez sí lo sabía, pero aun así decidí ignorar lo obvio y tirármela de todas maneras, sólo porque se veía igual que Miranda. Carajo. Más le vale a esa chica no decir nada acerca de mí o de lo que estuve haciendo las últimas horas que me pasé hundiéndome en ella. No me acuerdo de cuánto le conté, o si le dije lo suficiente para buscarme en redes sociales, pero espero no haberle dado mi número de celular en medio de mis lagunas mentales. Lo último que necesito es que me venga con que quiere ser mi «amiga de Facebook». Qué no mame.

Espero haberla asustado lo suficiente como para dejarle en claro que conmigo no se juega. Yo no soy paciente, con dos personas tengo que serlo porque las quiero, pero con el resto del mundo: no. Me dan igual los demás, excepto ellas.

Todavía no recuerdo cómo el nombre de Zoé, escapó de mis labios. Aún estoy intentando encontrar una manera de regresar a los viejos hábitos, sin recaer en ellos; sin recaer en ella.

Vuelvo a intentar marcar su número, pero en cuanto veo el apodo Daffy Duck, me detengo. Ni siquiera estoy seguro de lo que le voy a decir si llego a contactarla. ¿Qué le digo?

Una voz ronca irrumpe mis preocupaciones.

—¿Qué hiciste, muchacho?

—¿De qué hablas?

—Nunca pasas demasiado tiempo callado, salvo cuando sabes que hiciste algo malo y no me lo quieres contar. Así que te vuelvo a preguntar: ¿Qué hiciste?

—Nada. Además, no me quedo callado cuando hago algo malo —me defiendo.

¿O sí? ¿Me quedo callado cuando hago algo malo? Zoé siempre me dice que sabe cuándo miento o algo anda mal conmigo; creo saber a qué se refiere.

El semáforo está en verde. Pasamos un tope, atisbo la heladería que tanto nos gusta a Zoé y a mí, y pienso en las últimas semanas que pase sin ella a mi lado. Sólo tenía ganas de hablar con una persona, pero no con una cualquiera, sino con mi amiga, la única que en realidad sabe cuál es el peor lado de mis secretos. No Fred. Él ni siquiera se puede imaginar lo que pienso cuando a veces las cosas se ponen... mal. Sí, «mal» es el término correcto cuando me pongo un poco inestable, pero es mejor que el diagnóstico del psicólogo.

—¿Y bien? —me presiona con esa voz ronca que me intimidaba de niño.

—Nada. —Huelo la camiseta que visto, y pienso en una mentira—: Sólo me preocupa que a mi hermana le moleste... mi olor... Cuando Rachel me vea va a pensar que he estado durmiendo en la playa las últimas noches. —Bueno, sí es una de las cosas que temo cuando la vea, pero no es la razón principal de mi conflicto.

La dirección de sus arrugas cambia cuando me sonríe. Es raro verlo con una sonrisa, cuando está en mi compañía, usualmente me enseña el dedo del mal o me suelta alguna blasfemia que yo no logro entender. A la única persona que conozco, que puede sacarle una sonrisa de oreja a oreja, es Zoé. Cuando está ella, la personalidad de Fred cambia de anciano cascarrabias, a abuelito cariñoso. Es una putada saber que hasta un viejo como él se encuentra sumiso bajo sus encantos.

—No querrás decir: "cuando Zoé me vea" —dijo, al poner comillas con ambas palmas en el volante.

Vuelvo a ponerle los ojos en blanco.

—No. —Me molesta que piense que dependo de la opinión de mi amiga para sobrevivir.

Sin embargo, siempre he dependido de ella, y la he necesitado desde que tengo uso de razón en nuestra amistad. Incluso el primer día que la vi con ese suéter tejido a mano, esos lentes y tenis desgastados, supe que mi lugar es a su lado. No sé cómo, pero mi cuerpo sólo lo demandó cuando la escuché hablar por primera vez en nuestro salón de mariposas.

Tenía un acento extraño, un poco menos remarcado como el de los otros niños; y su piel y cabello eran diferentes al de las demás niñas de mi salón. Pero, lo que realmente captó mi atención, al menos la suficiente para dejar de dibujar en mi pupitre, fueron sus ojos. Jamás había visto un color tan brillante, y una mirada tan penetrante como la suya en mi vida. Necesitaba que me mirara, quería su atención, al menos la suficiente como para que ella me sonriera. Me gustaron sus frenos. Esa fue la primera vez que vi un aparato como ese en los dientes de una niña, y también, la primera vez que me agradó recibir una sonrisa de parte de una niña.

—¿La has estado cuidando como acordamos? —le pregunto, sabiendo de antemano su respuesta.

—Siempre.

Intento no esbozar ninguna sonrisa, pero por la cara que pone el viejo, sé que he fallado.

No estoy seguro de lo qué pensé, cuando le pedí a Fred que cuidara de Zoé mientras yo estaba ausente; sólo quería asegurarme de que estuviese a salvo.

—Está un poco... diferente —comenta, y mi cuello gira como si tuviera un resorte.

—¿De qué hablas?

—Me refiero a... que ha cambiado... Ya no es la niña de suéteres tejidos y pantalones holgados que conociste. —No me da los detalles que necesito, pero sí despierta mi curiosidad. ¿De qué me perdí?

Aunque me parezca extraño no imaginarla con toda esa ropa tejida a mano, tampoco me la imagino con alguna de esas faldas cortas que se ponen las chicas de su talla.

Con las piernas que tiene...

—Ya la verás cuando llegues a clases.

—Claro.

Me rindo con la maldita ley del hielo y le escribo por Messenger:

Buenos días, Daffy Duck. Ni pienses que voy a ir a recogerte, y que ni se te ocurra ponerte esa escandalosa falda.

No tengo idea de por qué le escribí eso; pero la manera en cómo se le iluminaron los ojos al viejo al hablar de mi chica, no me dio buena espina.

Tal vez exagero con mis demandas, pero Zoé es mi amiga, y tengo todo el derecho de preocuparme por ella y por su vida. Me quedaré con Zoé hasta que escoja a qué universidad irse. Además, el único escenario que se me ocurre con ella siendo "diferente", sería uno en el que se pusiera esa minifalda tipo escocesa que tiene escondida detrás del armario. Una vez, la modeló para mí, y desde ese momento le prohibí que no saliera con ella a las calles. Estaba demasiado corta para una niña de quince años que nunca antes había tenido novio, y demasiado escocesa para convertirse en acto de burla. Se veía muy bonita, pero también muy graciosa. Me burlé de ella, y no tardo en ir contra mí y sacarme la lengua a modo juguetón, mientras los dos nos reíamos de la estúpida posición en la que nos encontrábamos; ella: rodeándome con sus piernas; yo: acariciando ligeramente sus muslos. En ese tiempo, Miranda era mi novia; y Zoé, mi amiga. Bueno, sigue siéndolo, pero es más complicado ahora que sé cómo luce sin toda su ropa puesta.

Pero, ahora que pienso en ella, metida en esa minifalda que me resultaba divertida en otros tiempos, e imaginándola mientras se ríe o se acerca para luego jugar conmigo, hace que se me apriete el pantalón y quiera salir del maldito...

—¿Podrías darte prisa? —le pregunto al quitarme la camiseta.

—¿Por qué, niño? ¿Quieres compañía mientras te desnudas? —bromea.

—Vete a la mierda. —Desabotono mis pantalones.

—O..., ¿acaso desperté tu curiosidad? —Detengo mis movimientos. Me muestra sus dientes, en un intento de sonreírme; luce como el Hannibal ése.

No le respondo más que con una mirada asesina y continúo con mis movimientos. No tengo dónde poner el celular, más que en mi boca. Lo sujeto con mis dientes.

—¿Intentas cargarlo? –Se ríe sin cesar de su propio chiste, y me lo quedo viendo como el buen amigo que me trata.

—Cállate. —No se me entiende por tener el aparato entre los dientes.

—Zoé se hubiera reído —dijo en un acto desesperado por llamar mi atención.

Le pongo los ojos en blanco al ruco éste, por segunda vez, y sin que él lo note. Me está empezando a cabrear que tenga tantas libertades con decir su nombre. Me quito el celular de la boca.

—Ya estuvo bien con nombrar a Zoé, ¿no?

Fred suelta la risotada más jocosa y prolongada, que le he escuchado hasta ahora, cuando sabe que he caído en su juego.

—No te pongas celoso —dijo al terminar el arranque innecesario de risas.

Cabrón —mascullo.

—¿Qué dijiste?

—Dije carbón.

Sus ojos son como dos agujeros negros.

—No te pases de listo, muchacho —me advierte, conduciendo por el vecindario. ¿Por qué estamos en un vecindario?

—¿No se supone que tienes que llevarme a la escuela?

—Eso hago.

—No, me llevas a casa de mi madre.

No odio a mi madre. Sé que hizo lo mejor que pudo considerando cómo salieron las cosas en su matrimonio, pero quedarme a solas con ella, es algo que realmente me pone incómodo.

—¿Por qué me llevas a casa de mi madre?

Fred escupe en el cenicero y confirma:

—Porque apestas.

—Dime algo que no sepa —me encojo de hombros.

—Eres un cabrón —dijo, al pronunciar en español la última palabra.

Lo miro rascarse la barba. Unas cuantas canas caen en su corbata. Me mira, sin atisbos de duda y tono irónico.

—¿Qué? ¿Crees que Zoé es la única que habla contigo en español? —me sonríe.

Me rio por la nariz, negando con la cabeza. Cuando Zoé habla conmigo, suele utilizar palabras que no entiendo para humillarme; por eso me vi obligado a aprender un poco de su vocabulario, especialmente las groserías.

—Lo supuse. —Me pongo una camiseta limpia.

—Voy a recoger a Zoé por ti mientras te das una ducha.

—Ajá.

—¿Quieres que pase por ti o te vas caminando?

Aparca en la entrada de mi casa, la casa de mi madre.

—Pasa por mí después de dejarla en la escuela.

Abro la puerta del copiloto y recojo la bolsa de basura. No me despido, pero eso es algo normal entre nosotros. Al pie de los escalones, toca la bocina del auto y giro sobre mis talones.

La cara rugosa de Fred, se aparece al bajar la ventanilla.

—¿Quieres que le diga a Zoé porqué no pudiste ir tú en persona? —bromea.

—Cállate.

Se ríe de mí, al arrancar el auto y doblar la esquina. Subo los peldaños, meto la llave en la cerradura de mi casa y entro. Huelo el enigmático aroma a vainilla, que mi mamá insiste en sustituir con incienso, y voy directo al sótano que yo sustituí con mi cuarto.

Mi casa otra vez, lo único que puede hacerlo menos irritable, es saber que voy a pasar mi último año con ella, con mi Zoé.

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