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Capítulo 37

Zoé.

Ignorar a este ingrato no sirvió de nada. Las dos horas de Literatura fueron insoportables, tediosas, aburridas, asquerosas. No me puedo creer que no exista alguna ley en contra de este sujeto con pésimo gusto en ropa y actitud. Es un maldito.

Me cae mal, terriblemente mal. Los lémures que tiene como amigos deben ser comprados, nadie con medio cerebro se atrevería a forjar una amistad con un tipejo tan mal hablado y racista como éste.

Ha insultado a mi amigo, a insultado a Kate. No se merece ni que le dirija la palabra, ni yo ni nadie. Y encima: camina como si se creyera el dueño de todos los planetas de la galaxia.

Qué mierda.

Navarro nos explica el programa, lo que tenemos que leer durante la semana, y los propósitos de este taller. Nada que no sepa ya.

Y..., mientras nos lee su novela favorita de Tolstói, y nos explica entre líneas la Guerra y Paz, me percato de que el palurdo sentado a mi lado, no ha parado de mirarme desde que comenzó la clase. Hago lo que puedo para ignorar su presencia, su fétido aroma a nicotina y cerveza barata, pero me es imposible cuando esa asquerosa colonia envuelve todo el conjunto.

Y encima no deja de mirarme. ¿Cómo se atreve a mirarme después de la primera impresión que me dio, sin la necesidad de conocerlo? ¿Quién carajos se cree? ¿Y por qué diablos merece mis pensamientos este egoísta?

Mantengo el cruce de brazos, el mentón en lo alto, y mis ojos fijos en la pizarra. Este tipo no me va a intimidar con su presencia. Soy un hueso duro de roer; y no es por presumir, eh.

Ni siquiera lo miro por el rabillo del ojo. Y cuando puedo, pongo los ojos en blanco; a lo que él responde con una sonrisa estúpida en los labios, y una clásica mirada de chico malo. IMBÉCIL. Me muerdo el labio inferior –importándome muy poco el pinta labios–, con profunda molestia.

¡Y se ríe!

Cuando suena la campana, recojo mi mochila y salgo corriendo del salón, a una velocidad impresionante. Nunca me imaginé que la misión de mi último año sería escapar de un zorrillo.

Me escondo en el baño de las niñas. Inhalo y exhalo con dificultad, mientras me encierro en una de las casetas. Pego las rodillas al pecho, y entierro la cabeza en el espacio de mis brazos.
Okey. Puede que sí esté algo aterrada. Lo que Rocket me dijo acerca de este individuo no fueron precisamente cosas buenas. No fui prudente, debo admitirlo. Debí pensarlo dos veces antes de insultarlo o dejarle en claro que conmigo no se juega. No fue una jugada inteligente de mi parte, si tengo en cuenta que voy a estudiar en la misma escuela que él.

¡Pero él debería ir a la universidad!

¿Cómo es posible?

O sea, a parte de racista, narcisista, imbécil, idiota, imberbe...

(Disculpen el exceso).

Pero es que ¡este tarado me exaspera!

Bueno, podría seguir trabajando en mis insultos. ¡Ja!, por lo menos este Fuckboy va a servir de algo.

Lo horrible serán los trabajos en equipo. Ahí sí que tendremos problemas si me ponen a trabajar con ese desquiciado. Tendré que hablar seriamente con Navarro si llega el caso.

Recupero la cordura, y salgo de mi escondite, mirando en ambas direcciones del pasillo, para asegurarme de que no haya mofeta encerrada. Al parecer, todo bien. Abrazo mi mochila, caminando hacia el salón, y un recuerdo de mí levantándome de la silla y abandonando mi copia favorita de Jack Engelhard en la mesa: me golpea como a un rayo.

Ay, carajo. –Y lo digo en español.

Salgo corriendo en sentido contrario, y llego al taller de Literatura corriendo como loca en fuga, y los pulmones a punto de estallar.

¡Cielos!, en mi vida había hecho tanto ejercicio. Y eso que no fumo.

Voy a mi mesa, pero la decepción me aborda en cuanto mi querida Indecent Proposal no se encuentra donde la dejé. Busco debajo de la mesa, en el estante, en las cuatro esquinas del taller, en el trono de Navarro, pero nada. No hay libro.

– Maldición –maldigo mientras me llevo las manos a la cabeza.

¿Qué habrá pasado?

Mi querida Indecent Proposal no pudo desaparecer así sin nada más.

El aclaramiento de garganta... de un sujeto cuya colonia repugna mis fosas nasales, entra al salón.

Me doy la vuelta, con claro hastío reflejado en la cara. Esta expresión ha nacido gracias a ese inmaduro de Jake.

Maldita sea, él otra vez.

– Buscabas esto –dijo antes de levantar a Engelhard por arriba de su cabeza, por muy muy arriba de su inmensa cabezota.

– Maldito desgraciado –lo insulto.

Se le borra la sonrisa de idiota, por medio segundo de la cara, pero se recupera demasiado rápido, como para comprobar si le dolió o no mi comentario soez.

Suelta mi libro... Y la tensión oprime mi pecho.

– ¡No! –grito. ¡Esa copia me costó como no tienen idea!

El muy hijo de su... la sujeta con su otra mano, antes de que ésta toque el suelo. Vuelve a subirlo por encima de su cabeza, y una sonrisa burlona adorna sus labios.

– Eres un...

– Ah-ah, no y no, así no debes dirigirte a un ser humano. Creí que tú eras mejor que yo, no al revés.

Suelto un gruñido cargado de frustración, ahogada y colérica, mientras le pongo los ojos en blanco.

Me dirijo a él, envalentonada y a paso decidido, a recuperar mi copia de Engelhard. Pero el muy infeliz... estira el brazo lo suficiente, para que yo no pueda tocarlo. ¡Menos recuperarlo!

– Devuélvemelo –exijo.

Salto como un gato, y lo tomo de la gastada chaqueta de cuero, para obligarlo a bajar –aunque sea– los hombros. Pero no funciona. Es fuerte. Es altísimo. Y por desgracia: tiene músculo. Está trabajado.

– Devuélveme mi libro –casi grito, casi lloro.

– Di la palabra mágica.

– Vete a la mierda –espeto.

– Esa no es –fanfarronea.

En mi desespero, lanzo el primer golpe. Lo cacheteo, tan fuerte como me es posible. Y no me arrepiento, eh. Su mejilla se torna rosada, y por un minuto, pienso que mi falta de buen juicio será castigada con un golpe igual de severo que el mío; pero, la ganancia ante mi osado arranque de ira, es una expresión... ¿divertida? Sí, es una sonrisa igual a la del Guasón. ¿Cómo puede gustarle un puñetazo? Es un pendejete.

– Mmm... Tú sí sabes flirtear, niña.

– ¿Ah?, ¿disculpa, retrete?

Me indigna su falta de respeto, pero más el que me haya llamado niña.

¡¿Cómo se atreve?!

¿Flirtear?, ¿qué se cree esta desgracia inhumana?

¿Yo flirteando con él? Háganme el chingao favor.

Me toma la cintura con la suficiente fuerza, como para someterme, pero no para herirme. Me zarandeo, pero no me deja ir. Me aprieta, pero no me hace daño. Intento golpear su pecho, pero mis manitas no le hacen el menor rasguño.

Madre mía. Éste sí está fuerte.

Me crispo. No sé cómo, pero el muy perro hijo de su madre, me aguanta y levanta del suelo... unos centímetros. Estoy de puntillas. Los tacones no funcionan con este pendejo. Me encuentro cara a cara con su rostro, con la invisible cicatriz de su ceja, con la textura de sus labios... ¡Y sus ojos! Dios mío. No había notado lo grises que son. No hasta ahora; quizás, estaba demasiado concentrada en odiar su antipática actitud, como para interesarme otra cosa.

Es como una bruma que se forma sobre el mar, y tiene ligeras motas blancas salpicadas como un trazo de pintura arruinado.

Odio admitirlo, pero es hermoso.

Y odiaba admitir esto también, pero la vista era una condena gloriosa.

Nos miramos fijamente; él inspecciona mis ojos, y yo los suyos. No hablamos, sólo nos miramos. No se atreve a tocarme más allá de lo que tiene a favor de mi cuerpo. Pero ¿de qué diablos va?

– Suéltame –le ordeno, intentando liberarme de su sujeción.

– Y... –Se acerca a mi oído y susurra–: ¿La palabra mágica?

Maldito.

¿Cómo se atreve a faltarme al respeto de este modo?

Es un horrible ser humano, más de lo que creía. ¡Además de cobarde! Se atreve a martirizarme a espaldas de sus colegas, porque no tiene los huevos de hacerlo como yo hice frente a todos en la fiesta. Es un inseguro, patético y canalla.

Pero...

Si con eso consigo liberarme de su asqueroso aroma a nicotina, pues... ya que.

– Por favor –escupo las palabras en su cara.

– ¿Por favor qué? –insiste.

Desgraciado.

¿Me hará decirlo otra vez?

– Di mi nombre –me aprieta aún más a su pecho. Su corazón palpita con el mío–. Y esta vez, llámame Jack.

– Jodete –lo maldigo.

Nunca voy a llamarlo por su nombre. Me daría asco decirle <<Jack>>, cuando mi novelista favorito también se llama así.

– Jack –añade.

– Te odio... Jake.

– Tomaré eso como una disculpa.

– ¿Disculpa? –enfurezco–. ¿Yo a ti? Tú eres el que debe una, no, varias disculpas. Mis amigos se merecen una sincera. Tú no necesitas ninguna.

– ¿Tus amigos? Creía que sólo tenías uno.

Hijo de... –Y lo digo en español.

– Tranquila, niña –dijo. Hunde los dedos en mi cintura, haciendo que estremezca en un inconfundible mar de sentimientos.

Por un lado: le odio. Por el otro: su tacto me parece... ¿magnético?

Se acerca a mi rostro. Cierro los ojos, y escondo los labios (por sí acaso). Temo que su impertinencia llegue a tanto. Lo que menos deseo es que me imbécil intente besarme. Ruego porque su odio hacia mi persona le repugne lo suficiente para abandonar la idea.

– No hablo de Rocket –añade.

Respira en mi nariz. Está demasiado cerca. Estamos a escasos centímetros. No le tengo miedo, bueno, un poquito; me aterran sus impulsos, se nota que es impredecible. Pero no me puedo dar el lujo de ser débil, no cuando he vivido la mitad de mi vida siéndolo.

Se aleja de mí, soltándome con ese cuidado caballeroso que revuelve hasta mis entrañas, y, devolviéndome mi copia de Engelhard en perfecto estado, y de nuevo en mis manos.

– Nos vemos, Zoé.

Abro los ojos, y descubro que él se ha ido.

Recupero el aliento, en súbitas bocanadas de aire, sujetando mi pecho y organizando mis ideas.

¿Cómo carajos supo mi nombre?

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