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Capítulo 23

Zoé.

Y volvemos a ser los de antes.

Lloramos un montón, y nos reímos como nunca después de media hora que pasamos abrazándonos y en mutismo. Reímos y charlamos. Gritamos entre anécdotas que pasamos en el verano. Fanfarroneamos, y nos vemos como viejos amigos. Nos tomamos de las manos, y soltamos alguno que otro beso en la frente o en la mejilla. No soltamos demasiado, pero tampoco dejamos escondido lo importante.

Nosotros somos importantes.

Me siento bien. Muy bien. Siento como si estuviera cerrando alguna herida o soltando una piedra enorme de mi estómago. Incluso siento que rejuvenezco como seis años.

– ¿Y a dónde fuiste cuando nos peleamos? –me pregunta con un encogimiento reflejado en el cuerpo. Había olvidado esa postura suya.

– No me apetecía seguir en la escuela, así que me salté las clases y salí de ahí.

– ¿Saliste de la escuela? –exclama, totalmente sorprendido de mi osado movimiento–. ¿Tú? ¿Zoé Mendoza? ¿La chica que protestó contra el salto de clases en sexto grado? ¿Esa chica?

Le pongo los ojos en blanco.

– Sí, esa chica tiene un montón de valentía escondida –respondo.

– Carajo, y yo creía que no podía estar más cerca de conocerte.

Me rio, con un gesto de burla en los labios.

– ¿Y después?

– Chismoso –le digo en broma–. Después me fui, no hay detalles escandalosos en mi rutina.

– Y terminaste aquí –concluye.

– Ajá –asiento, orgullosa y confiada gracias a la agradable platica que sostuve con Rocket, (mi más reciente amigo).

Hablando de él, quizá deba llamarlo para decirle que no podré ir a la fiesta que organizó para hacer amigos en White Beach.

– Bueno, al menos no fuiste a Mercedes.

Separo mis labios, y estos producen un ruido culposo. Demonios. ¿Por qué no soy buena mintiendo?

Su expresión lo dice todo.

– No me digas que fuiste sin mí.

– Lo siento. Pero tuve que... No me dejaste de otra –lo acuso.

Se le arquean las cejas.

– ¿Yo no te dejé de otra?

– Oye, de no haberme insultado no me habría ido –le recuerdo.

Hace ademán de hablar, pero opta por quedarse callado. Hace bien. No tiene derecho a recriminar nada. Tengo la sartén por el mango. Hoy, yo tengo el control, aunque a él no le guste.

– Tienes razón –admite.

– ¿Cómo? –decido divertirme un poco.

Me pone los ojos en blanco.

– Dije que tienes la razón, niñita –masculla.

Me rio.

– No te enfades.

– No me enfado –me responde con el mismo tono que yo he ocupado.

Ahora: ambos nos reímos.

Actúa como un niño la mayor parte del tiempo, pero esa no es señal de alarma. A veces, a Aidan le encanta hacerme reír. Me lo ha confesado una que otras veces mientras estamos juntitos...

(Ejem).
No esa clase de juntitos, por cierto.

Le vibra el celular en los vaqueros, y lo saca para ver quien nos interrumpe.

– Espera, déjame ver qué quiere –dice, antes de que pueda ver el nombre en la pantalla.

– Okey.

Se levanta del sofá, y camina hacia una puerta que conecta con el sótano. (Por cierto, él sótano también es la habitación de Aidan). Entra en su cuarto, y lo escucho bajar las escaleras, hablando con la persona cuyo rostro o nombre desconozco.

Mientras lo espero, jugueteo con mi celular. En ese momento, me llega un mensaje. Bueno, mejor dicho, cuatro mensajes de diferentes números. Y todos de WhatsApp.

Los abro y los leo:

Hola ojos bonitos. ¿Irás a la fiesta en la playa? Si es así dime, quiero seguir con este acento mío.

Hola tú. Mira quien consiguió tu número. Por cierto, soy Sam.

Hola Zoé. Soy Rocket. Conseguí tu número gracias a tarjetas de malteadas gratis en Mercedes. Por cierto, un punto más y te dan una extra grande.
¿Irás a mi fiesta?

Eres una perra.

¿Qué?

Esto es raro. Los primeros tres vienen de chicos que conocí hoy, pero éste último..., no tengo la menor idea de a quién corresponda.

Qué extraño.

A lo mejor es de un tipo que intenta jugarme una broma. De esos que mandan mensajes y obtienen respuestas de chicas que piensan que les están haciendo pasar un mal rato.

Bueno, no le presto atención.
Lo elimino.

Me concentro en contestar a los chicos de mi escuela.

A Oscar le respondo qué tal vez me pase por ahí. Todavía tengo mucho que estudiar. A Sam le mando un emoticón sonriente. Y a Rocket, le aviso qué tal vez no me presente porque tengo mucha tarea. Y una vez más, me recuerdo que tengo mucho que estudiar. Le doy las gracias por la malteada, y que la pasé muy bien en su compañía. Que ojalá quedemos otro día.

Escucho a Aidan acercarse con pasos perezosos hasta tumbarse en el sofá. Tiene el celular pegado a la oreja, y responde con monosílabos a quien sea que esté al otro lado de la línea. Si no lo conociera, diría que están agotando su paciencia.

Cuelga después de un deje pesado en la voz... Sí, quien haya sido lo dejó agotado.

– ¿Quién era?

– Mi padre.

– Ah... Y ¿qué te dijo?

– Lo normal. No sabes que puto fastidio me da escucharlo.

Me acerco a él, y nuestras rodillas chocan.

– Pero es mejor soportarlo en pequeñas dosis que tenerlo a mi lado de tiempo completo.

Le pongo mala cara.

– Aidan... –Sabe que no me gusta que se exprese así de él.

Sé que, muy en el fondo, el señor Hugh ama a sus hijos. Más de una vez lo he pescado viendo los retratos de Aidan y Rachel, cuando es Día de Acción de Gracias o Navidad. Casi siempre con una copa de vino o sin ella, Robert Hugh mira las fotografías de sus hijos cuando está trabajando.

– Sí, ya sé que no debo pensar así. Pero, ¿sabes una cosa? A veces es más sencillo estar enojado con él que conmigo por lo que pasó.

Le tomo de la mano, y le doy un reconfortante apretón.

– No es tu culpa –le digo con la esperanza de que lo crea.

Me lanza una sonrisa triste, casi apática, que la mayoría calificaría como malagradecida. Pero yo lo conozco mejor.

He aquí lo que nadie sabe acerca del divorcio de sus padres:

Cuando Aidan tenía cinco años, descubrió a su padre engañando a su madre con su socia de empresas. Los observó en silencio a través de la perilla. No le contó a nadie, ni a Fred, o a mí. No dijo nada porque creyó que su padre no lo hacía con mala intención. Entones lidió con eso, como suele hacer con todo a su alrededor: dibujando. Lo dibujó, y a detalle. Claro, no pensó que su madre entraría a su cuarto a arroparlo la noche siguiente, ni que el dibujo sobresaldría de todos los demás, ni que se volvería loca y empezaría a destrozar cada recuadro que tuviera a la mano.

Al cabo de unas semanas, los papeles del divorcio ya estaban firmados. Y aunque su padre se enteró por su madre, y su madre se enteró por Aidan, él siempre pensó que había sido culpa suya el divorcio de sus padres.

Su padre nunca se enteró de que fue Aidan, quien los había descubierto en lugar de su esposa. Aunque, tampoco importaba, porque de todos modos, una infidelidad era una infidelidad, y en donde había dos corazones peleados a muerte, siempre existían otros rotos y llenos de culpa por asuntos que no les concebían. Así que no importaba.

Nunca se lo he dicho a nadie, ni a Fred, pero una vez, encontré a Robert sollozando en la habitación de Aidan mientras miraba una foto de él a los cinco años. Justo en la edad del divorcio, un año antes de conocerme. Y desde ese instante, supuse que él intuía que su hijo los había descubierto a él y a su actual esposa.

– Da igual –responde.

– No... Pero si eso te hace sentir mejor, de acuerdo, da igual.

– Gracias.

Le vuelvo a poner mala cara.

Me llega otro mensaje. Éste es de parte de Rocket. Me cae bien, súper bien, diría que podría ser un buen amigo si dejo que nuestra relación se estreche.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

– ¿<<Un amigo>>? ¿Quién? –vuelve a preguntar.

– Lo conocí en Mercedes, es súper divertido –le comento, con expresión agradable en el rostro.

– Ah –se limita a responder–. ¿Fue hoy?, ¿lo conociste hoy?

– Ajá.

Me llega otro mensaje, pero éste es de parte de Sam. Me responde con un emoticón adorable de un perro sacando un corazón de un obsequio.

Aww. Qué dulce.

Le respondo con un elefante con camiseta. Él a mí con una sonrisa de ojitos de corazón, y yo a él con un perro enseñando el dedo pulgar a modo okey.

Mientras nos mensajeamos, no puedo evitar que se me dibuje una sonrisa en los labios. No sé por qué, pero me gusta que esté al pendiente. Me gusta que cuando yo le responda un mensaje, él, inmediatamente me conteste.

– Oye, Zoé... –dice, y en su tono se esconde preocupación.

– Mm...

– Te tengo que contar una cosa.

Levanto la vista de mi celular.

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