
Capítulo 21
Aidan.
La tengo frente a mí, con una cara... que me deja en claro que no soy bien recibido. Compruebo lo que me temía, desde que me dejó en visto, hace más de tres horas: sigue enojada; y no la culpo. Lo eché a perder todo, como hago siempre, como lo he hecho desde el primer día cuando nuestros ojos se encontraron en ese salón.
– Aidan, qué gusto –dijo al abrazarse a mi torso, y enterrar su barbilla en mi estómago–. Te extrañé muchísimo, hermano.
– Y yo –le confieso, al mirar a Zoé en lugar de a Rachel.
Es cierto, la extrañé demasiado, pero ahora que compruebo que mi agobio no era debido a su ausencia sino a la de mi amiga, me sentía menos desgraciado. Suena horrible, pero así soy yo.
– ¿Cómo te fue? –le pregunto para cambiar mi atención hacia mi hermana.
– Mal, pero Zoé me hizo sentir mejor.
– Sí, ya me di cuenta.
No puedo evitar sonreírle con todos mis dientes, cuando recuerdo el movimiento que hizo con sus caderas. Parecía la mismísima Shakira. Sólo he visto a Zoé bailar así una vez; fue cuando cumplió los trece, mientras sus curvas se ocultaban entre trapos y suéteres disimétricos, mi masa muscular aumentaba y todos a mi alrededor me invitaban a fiestas universitarias.
Ese día había sido terrible, pero ella me hizo sentir mejor, cuando intentó hacerse la graciosa. Ahora lo recuerdo, estaba intentando hacerme reír, por eso se movía así, como una loca. No recuerdo por qué ese día fue precisamente malo, o por qué hablaba y lloraba al mismo tiempo (debió ser por culpa de mi padre). Pero lo que sí sé, es que llegué en un mar de lágrimas y palabras a su casa, soltando un montón de cosas que asfixiaban mis pulmones, y dejaba escapar tan solo con verla. Porque era eso lo que necesitaba: a Zoé. Ella era mi ancla, es mi ancla. Es la única que consigue calmarme en momentos de crisis. Momentos como estos.
– Hola.
¿<<Hola>>? Vamos, Aidan, no seas idiota. Viniste a disculparte, no a saludarla como si acabaras de salir de un examen.
– Hola –responde, simulando su enfado, pero no suena muy convincente.
– Hola.
¡Carajo! No puedo dejar de comportarme como un maldito robot.
La mirada de mi hermana, oscila entre ambos, al reparar en mis respuestas y en la mirada asesina de Zoé.
– ¿Por qué no se saludan? ¿Están enojados? –nos pregunta, y realmente luce preocupada de que estemos distanciados.
Al verla con un semblante consternado, Zoé decide cambiar su actitud por una menos fría.
– No, no estamos enojados. Ya te había dicho que sólo estamos cansados.
Me gustaría creer eso, que estamos cansados, y que todo esto, toda esta incomodidad que sentimos, es debido a un sueño que compartimos. Pero no, y aunque Zoé me asuste como no tienen idea, debo ser valiente y disculparme por lo que dije. Aún no cabe en mi cabeza como pude llamarla así. Ella no es esa clase de chicas, está lejos de ser ellas. Y no es comparación, al menos no en el mal sentido. Pero ella es mejor, muchísimo mejor que cualquier hocicona que compre mi tiempo y lo desperdicie en falsas conversaciones.
Rachel me mira, sin creerse la mentira de Zoé, y tiene razones para no hacerlo, es pésima mintiendo.
– No es cierto.
– Sí, es verdad –le ayudo, ¿qué más puedo hacer?
– ¿Seguros? ¿Están bien?
– Ajá –se limita a decir. Conociéndola, puede que su voz la delate. Sus ojos de por sí lo hacen.
– Sí, estamos bien. –Y una parte de mí cree en eso, que estaremos bien.
¡Ah! Tengo que arreglar esto de una buena vez o si no me arrepentiré para siempre.
– Bueno... –acepta de mala gana, y con una pizca de recelo.
Tengo que hacerla cambiar de actitud. Al menos, tengo que evitar que alguna de mis dos personas me odie.
– Oye, mira lo que te traje, monita.
De mi mochila saco un afelpado amigo, con un lazo rojo en el cuello, y un moño en la cabeza con una estúpida tarjeta. No suelo ser el tipo que escribe notas, pero por Rachel o Zoé, sí me creo capaz. Mi hermanita suelta un chillido cargado de alegría, en cuanto Stella (versión peluche), se deposita en sus manos.
No es la gran cosa, para mí; para ella debe ser el quinto elemento. O, al menos eso es algo que diría Zoé.
– ¡Es un chasco! –espeta, al pronunciar la palabra en español. Lo hace mejor que yo.
Tanto Zoé como yo compartimos una sonrisa de complicidad. Por un milisegundo, olvidamos el pasado y volvemos a ser los de antes.
Reina la armonía, cuando mi hermana salta a mis brazos y rodea mi cuello. Al hacerlo, Stella cae de sus manos de tanta emoción y, despertamos a Samantha entre tanto ajetreo. Había olvidado que estaba dormida en el sofá.
– ¡Me encanta! –vuelve a gritarme. Sus carcajadas contagian a Zoé.
Sam se frota los ojos, y suelta un eructo. Sí, un eructo de esos calificados para olimpiadas. Entre la incomodidad, volvemos a ser los de antes. Entre las muecas y gestos divertidos, volvemos a ser los de antes. Entre los murmullos y chitidos, volvemos a ser los de antes.
Me imagino que tenemos seis otra vez.
– ¡Ay! –dice, y se levanta del sofá, nerviosa y a la vez cansada–. Joven Aidan, no esperaba verlo. ¿Tan pronto regresó?
Los tres reprimimos una carcajada.
– Ajá.
Se le va el color de la piel.
– ¿Su madre está...? –pregunta, como si estuviera aguardando el susto de su vida.
– No, descuida, no está aquí.
Sus facciones se relajan.
– Ah, qué alegría –suspira.
Rachel corre hacia Samantha, y le presume el obsequio que le he dado. Se lo pone justo en las narices, y demasiado cerca de los ojos que no tiene tiempo a procesar la alegría de mi hermana. Salta sin cesar mientras grita lo feliz que está, y Sam intenta seguirle el ritmo.
En medio de la armonía, me atrevo a mirar a Zoé, y aunque ella rechace mi sonrisa, no me desanimo.
Intento comunicarme con ella por telepatía, pero no responde mis disculpas. Tengo que encararlo, tengo que mirar de frente al problema y ser valiente. Me metí en esto y yo debo sacarme solo.
– Oye, Rachel, porque no vas con Sam y le ayudas a preparar la comida, ¿sí?
Y le pido ayuda a Samantha, para sacarla de aquí y dejarme a solas con Zoé. Si tengo que pedirle perdón debo hacerlo de una vez.
– Vamos, cariño.
Se la lleva tomada de la mano. Desaparecen en el pasillo hasta dejarnos a solas en la sala. Las oímos cerrar la puerta de la cocina.
Y así es como estamos: a dos metros, con el silencio rodeándonos, y la mirada en todas las esquinas de esta casa menos en su objetivo; ella de brazos cruzados; y yo con la vista en mis zapatos.
– Me marcho –dice, y a mí, se me olvida respirar.
– No, no, por favor –le pido.
La intercepto y quedamos a escasos centímetros. Le veo los ojos, está conteniendo un sollozo. Conociéndola, debe estar enterrándose las uñas en las palmas de las manos. Conociéndome, no tardaré en sufrir un ataque de nervios si no digo lo que llevo guardando desde esta mañana.
– Yo... Eh...
Le tomo las manos, pero la bendita palabra no escapa de mis labios. Temo pronunciarla. Temo que si la digo, ella se enojará o terminaré por estropearlo porque..., lo quiera admitir o no, todo lo que intento remediar: se quiebra.
Es como dijo Maddy: <<A la única chica que el Gran Aidan James Hugh no puede volver a coger: es su amiga>>. Y tiene razón, toda la razón. Sus palabras se quedaron incrustadas en mi cerebro. No quería, pero tuve que grabarme lo que decía acerca de mí; porque sólo así, puedo mantener un margen de cero posibilidades con mi mejor amiga.
Y su cara, su bonita cara que no muestra el menor rencor, es lo que me mata. ¿Por qué no me odia?
– Es que...
¡Carajo! ¿Por qué cuesta tanto pedir perdón?
Noto su impaciencia por la bendita palabra, pero tanto ella como yo, o, quizás nadie en esta burbuja, sepa cómo pronunciarla. No lo sabemos porque no nos cueste trabajo decirlo, sino porque es demasiado fácil. Y ahí es en donde no sabemos si la persona quien lo dice, verdaderamente, lo siente.
Mientras dejo que los balbuceos se apoderen de mí, mi cuerpo reacciona porque sí. La rodeo con mis brazos hasta que su pecho se junta con el mío, hasta que su corazón aminora el dolor del mío, hasta que su respiración se vuelve mía, hasta hundir mi boca y ojos en su cuello. Aspiro el aroma de su pelo; frescura pura. Es hipnótico. Se me escapa una lágrima, pero no dejo salir otra. Yo no lloro.
No me dice nada. Mejor así. No le digo nada. Sólo la abrazo. Sólo quiero mantenerla entre mis brazos un minuto más, una hora entera si es posible; aunque sé que no me bastaría hasta un año, quiero tenerla acurrucada a mi lado mientras la mantengo confinada entre mis brazos. No me controlo, y le beso la mejilla.
<<Lo siento Zoé>>. Creo que estoy enamorado de ti, amiga. Por favor, correspóndeme a pesar de que no sepa cómo hacer que lo nuestro funcione. Creo que te amo.
Llega un momento, en el que no aguanta más y, al igual que yo, no sabe qué decir o qué hacer a continuación, para liberarnos de esta burbuja en la que nos metimos a costa de saber las consecuencias.
Me abraza con el mismo cariño y amor subrepticio que yo le tengo a ella.
Sin conocer el motivo, me besa. Y dejo que lo haga.
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