Capítulo 16
Zoé.
Llevo dos malteadas de chocolate con canela. La mujer que me atiende me recita los postres, y me decido por la tarta de manzana; no es mi favorita, pero no había pastel de chocolate. La pareja de enamorados tiene el último pedazo.
Mientras me termino los restos del helado con la cuchara, la risotada de una chica con el pelo alborotado y lleno de ligas: asalta mi presente, y me regresa a ese día, al último que pasamos siendo sólo amigos. Antes de que toda nuestra amistad se fuera al diablo.
(Medio día)
Hace 3 meses...
El ambiente de este lugar es perfecto. Una chica llamada Ángel nos atiende. Trae nuestras malteadas de chocolate y fresa; chocolate para mí; fresa para él.
– Okey, díganme si se les ofrece otra cosa.
Yo degusto el helado, así que es Aidan quien habla:
– Claro, muchas gracias.
Aidan me regala una sonrisa amistosa. Ni siquiera se da cuenta de que la chica tiene un pecho de talla noventa.
– Cualquier cosa, pídanlo –dijo, al acercarse y quitarle... ¿una pelusa a Aidan?, si no tiene nada. Su camiseta está impoluta.
Y aun así, no le quita la mano de encima. Sus uñas son falsas y están pintadas de blanco. Lucen como las de una bruja, en mi opinión. Una que no se marcha hasta que su jefe le llama la atención. Le dice que irá en un minuto, y, el tono con el que responde es el de una niñita malcriada. ¿Quién se cree para hablarle así a su colega? En menos de lo que canta un gallo, me cae mal; pésimo, diría yo.
– Bueno, si cambias de opinión. –Se inclina, y en su oído susurra–: ya sabes donde encontrarme.
Le sonríe pícara y... (¿Es mi imaginación o su pecho creció?), se retira, contoneando el trasero como si trabajara en un burdel los sábados por las noches. Aidan la sigue con la mirada, y se percata de lo mismo que yo: que tiene un trasero firme y levantado. El uniforme sólo resalta su figura.
Cuando Aidan toma la cuchara, me mira y sonríe sin culpas.
– Si sabes que tienes novia, ¿verdad? Es Miranda, o ¿ya se te olvidó que tienes novia?
Se ríe y resopla con la nariz.
– No, no la olvido.
– Ah... ¿y entonces?
– No sé –se encoge de hombros–. Me gusta tener opciones. Ya sabes, más de una fresa o manzana que morder –dice, al tomar la fresa y darle un mordisco–. Mm... –la degusta–, eso es lo mío.
– Ajá –me rio–. ¿Entonces qué? ¿Planeas ser Fonzie, amigo mío? ¿Quieres perseguir jovencitas hasta tener ochenta y cuatro? –bromeo.
Me mira y se chupa los dedos. Eso me provoca un ligero cosquilleo en el vientre.
– Mm... –se rasca la barbilla, como El pensa-dor–. No. Eso daría asco –concluye.
Me rio.
– ¿El qué? ¿Ser como Fonzie?
– No, el envejecer –dice, y se pone serio de un momento a otro–. Ser viejo, tener arrugas, y ser considerando un hombre que viste suéteres tejidos, no es lo mío.
– Yo visto suéteres tejidos y no me llaman vieja.
– Sí, pero lo tuyo es por gusto. Lo mío será por necesidad –dijo, al esculcar en los restos de su malteada–. Y eso de enfermarme y cuidarme la espalda o la cadera, como si fuera de cristal, no es lo que quiero para mí. Quiero divertirme, no ser precavido con lo que como o bebo. –Se rasca la nuca y prosigue–: No quiero llegar a los sesenta, eso es todo.
Mientras observo a mi amigo, sus gestos, su angustia escondida, su verdadero temor de crecer y adquirir más responsabilidades, es cuando me doy cuenta, de que puedo ser –al menos yo– la única persona que sabe esto de él.
Lo que teme en sí no es crecer, si no todo lo que equivaldrá envejecer. A Aidan no le gusta lo complicado, siempre me lo ha dicho. No le gusta comprometerse, eso me lo ha repetido hasta el cansancio. Y la verdad, no hay razón para que sea como es o piense como lo hace, él simplemente es así. Pero, aunque lo sea, aun así me gusta. Es mi mejor amigo, mi vida en cierto punto; y no cambiaría absolutamente nada de él, ni lo que piensa. Y si ser amiga suya equivaldrá una de dos complicaciones en mi vida, entonces acepto serlo.
Trata de quitarle seriedad al asunto con una broma:
– Además, ¿te imaginas al Gran Aidan James Hugh con canas y la cara hecha una pasa? –hace ese ruidito con los dientes que tanto me encanta–. Porque yo no, amor. Ah-ah. Qué puto asco.
Le da un sorbo a su malteada, y yo me rio.
– Creí que no te gustaba ser llamado así –le recuerdo.
– Sí, pero está bien si yo lo digo –le da un mordisco a su sándwich–. Cuando pasas demasiado tiempo siendo alguien, te olvidas de quien fuiste antes. Empiezas ha adquirir ese grado de responsabilidad. ¿Ya sabes? Mantienes el pedestal para que nadie te baje de él.
– ¿Y si alguien te bajara de él? –inquiero.
– No sabes lo que daría por que alguien me bajara de él –dice, y sé que está hablando en serio–. De cualquier modo, yo mismo seré quien se baje de él. Cuando me muera, creo –dice sin más, así como si nada.
Se me cae la patata a medio comer, y me lo quedo viendo con una expresión de absoluta seriedad.
– Y cuando lo haga –prosigue–, ¿podrías no llorar cómo ahora?
Me trago el nudo en la garganta, y comienzo a parpadear.
– No estoy llorando.
– Qué bien. Porque no quiero que lo hagas, nunca, ni por mí.
Me rio, y sorbo la nariz. No quiero que la conversación se torne turbia o melancólica, pero no puedo evitar llorar si pienso que mi mejor amigo está muerto.
– Eso sería imposible. De todos, tú serías por quien me arrojaría al ataúd –digo, medio en broma y medio en serio.
– Sí, y hablando de eso hazme un favor –me sostiene la mirada, como si tratara de ponerme a prueba–. No me pongas bajo tierra. Déjame libre. Quiero ir por ahí sin la necesidad de regresar a un lugar, y visitar a quien me plazca. Así que si te preguntan, no me pongas bajo tierra.
Me muerdo los labios, y entierro las uñas en la palma de la mano; a ver si con eso consigo no derramar una sola lágrima, y cumplir la promesa que acabo de hacer.
– Okey.
– ¿Okey okey? O sólo okey.
Me rio. Siempre me rio cuando estoy con él.
– Oki, doc.
Ahora él se ríe.
– Oki, Daffy.
<<Ay, cómo amo que me llame así>>. Creo que nunca me voy a cansar de escucharlo.
– Sí. Entonces ¿eso significa que seremos mejores amigos hasta que los dos cumplamos sesenta? –le pregunto, y él me sonríe.
– Claro que sí. Y aunque yo no esté contigo, créeme que serás siendo la única para mí. Mi mejor amiga, mi némesis, mi hermana, mi compañera de pleitos y conciliaciones.
Me rio. Y una parte de mí, teme echarse a llorar. Corrección, mis ojos se cristalizan al escucharlo. Y (oh, no), el nudo en mi garganta es el de una píldora enorme tragada en seco. Ay, perdón. Creo que ocupé el diálogo de Mean Girls.
– Ay, ya, me estás haciendo llorar –le advierto, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.
Aun así, no se detiene.
– Y aunque no llegue a los sesenta, ten la certeza de que los dos seremos mejores amigos para toda la vida, Zoé –agrega, llenándome de esperanza, y planteando un futuro en el que los dos seremos eternos.
– ¿Lo prometes?
Me mira a los ojos, y sonríe sólo como el viejo Aidan sabe hacer.
– Siempre.
Y sin querer, Aidan James Hugh se compromete.
Extiende y levanta su puño por encima de la mesa, esperando que selle el trato. Uno de varios que hicimos durante ese día.
Lo hago.
Y así fue como ambos prometimos estar unidos.
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