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2 | Carne, sangre y un festín

Dos días antes de llegar a Omelas

La aldea de los Amarok había despertado a los gritos tras el descubrimiento del cuerpo sin vida de un omega de tan solo veinte años.
Abandonado como si fuera una muñeca de trapo a las afueras del poblado, su cadáver no contaba ni con una gota de sangre.

Esa misma situación se había dado semanas atrás en otro pueblo, aquella vez había sido otro hermoso Omega virgen que era el orgullo de su manada, él también había muerto en condiciones pocos claras.
Lo único claro hasta el momento, era que detrás de los asesinatos se escondía un maldito y vil lobo sin escrúpulos ni sentimientos. Un monstruo habitaba entre ellos y se paseaba orondo entre ciudades sin ser descubierto.

Alguien debería poner fin a estos crímenes sin sentido ¿pero quién?

Nadie era capaz de adivinar que detrás de aquella cara de ángel y de esos ojos oscuros se escondía el diablo en persona.

Entre los clanes ya se había corrido la voz, las manadas empezaban a tener miedo y a resguardar a sus Omegas más jóvenes, sobre todo a los que acababan de salir de la pubertad y estaban en plena etapa de desarrollo. Esos que no habían tenido el placer de encontrar a su destinado y unirse en sagrados votos bajo la luna. Pobres diablos, nunca tendrían esa oportunidad, porque en lugar de eso, habían encontrado una muerte despiadada bajo la horrorizada mirada de la Diosa.

Quien estuviera detrás de los asesinatos se encargaba de seducir a los jóvenes porque en cada ocasión, su cuerpo era encontrado sin rastros de violación pero sí había señales de que había tenido sexo consensuado antes de su muerte.
Siempre varones, siempre vírgenes, siempre hermosos.
La escena del crimen era digna de la visión de un artista. Sádico y macabro, claro, pero artista al fin. Montaba una especie de escenografía sórdida, una especie de altar en la que se rendía culto a los restos mortales del desgraciado Omega muerto.

Con hollejos de uva mora, le había  pintado una sonrisa púrpura, vacía y aterradora, su pecho estaba vacío, abierto en dos y el corazón se encontraba prolijamente colocado entre las manos del pequeño difunto. Parecía dormido, pero no, yacía sin vida, sin sangre y sin corazón.

La familia del joven no encontraba consuelo ni respuestas. Nadie había visto nada sospechoso ya que a la aldea llegaban forasteros cada día e intentar identificar al asesino, se presentaba como algo bastante difícil. Seguramente se trataba de alguno de ellos, pero ¿Cómo dar con el responsable de semejante carnicería?

Los lobos armaron una especie de guardia frente al mausoleo donde descansarían los restos mortales del Omega, a la espera de que el asesino regresara, en algún lado ellos habían escuchado que el homicida siempre regresa a la escena del crimen. Pero no sería esta la ocasión, Jungkook y Yoongi ya estaban muy distantes de allí, casi llegando a Omelas.

Cada vez que Jungkook y Yoongi abandonaban un sitio, también abandonaban el cuerpo de un Omega inocente, sin un hálito de vida.

Pero esta última vez habían discutido entre ellos porque el hábito del asesino ya no era aceptable para una de las partes. Él no quería seguir siendo cómplice de un ser tan despiadado y lo expuso aunque le diera miedo enfrentarlo.

—No seguiré camino contigo, eso que haces es repulsivo.

—Te parece repulsivo pero bien que te gusta seducir al Omega antes de que me lo coma.

—Justamente por eso no quiero seguir, no engañaré más a nadie.

—Sí lo harás, tú también escondes intenciones no muy sanas.

—Mi necesidad no incluye la muerte de nadie.

—¿Estás seguro? Yo creo que sí.

—Yo tengo un solo objetivo. Uno. Tú en cambio haces un festín de sangre y carne sin sentido. Lo peor es que no te remuerde la conciencia.

—Cuando encuentres a tu Omega, también me lo comeré. ¿Lo sabes verdad?

—Sobre mi cadáver.

—Siempre dices esa estupidez...

—No pienso seguir discutiendo. Seduce tú a tu propia presa. Yo no lo haré más.

Alfa y Épsilon dejaron de hablar. No iban a ponerse de acuerdo porque tenían visiones distintas de la vida y por sobre todas las cosas, de la muerte.

La muerte ajena, la de un inocente cuya inocencia lo llevó a confiar en un desconocido que lo sedujo y lo envolvió en un abrazo que olía a brisa de mar.
Esa nariz nunca detectó el peligro detrás de las feromonas que lo encendieron y lo llevaron a entregar su castidad y su vida.
Ellos nunca iban a aceptar que a pesar de ser quienes eran, eran distintos, porque uno era un monstruo y el otro... también lo era, aunque luchara contra su propia naturaleza, él también era un potencial asesino.









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