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Capítulo 9

NARRADOR OMNISCIENTE 

11 de mayo - Día del asesinato

El reloj del celular marca las 20:30 p.m, e Isaac va por su bolso al acabar la jornada laboral. Muere de sed, producto del bombardeo de emociones. Primero, el desencuentro con el Sr. Brown, y luego la euforia de conocer en persona a Viktor Flender. Divaga en sus pensamientos, deambulando de uno a otro, sin tener claro qué sentir precisamente. 

Mientras procesa los últimos acontecimientos, busca la botella con agua que sagradamente lleva al trabajo. Da un largo sorbo, que espera sea capaz de arrebatarle esa cuota de nerviosismo que lo ha perseguido desde que cruzó palabra con la persona que le obsesiona y venera. 

Isaac está consciente de que su forma de amar no es la más sana, pero así como está seguro de ello, también cree fervientemente en una conexión sobrenatural que lo une a Viktor, como si se tratara de dos almas gemelas que el destino ha unido de forma trágica. Como si fuera el legado de su madre que de algún modo lo ata a un amante de brazos abiertos y gran corazón. 

Y es por lo mismo, que lleva minutos atemorizado por la idea que hace poco le ha entrado en la cabeza; de que Viktor haya escuchado las palabras que le dirigió el Sr. Brown. Se dice a sí mismo de que eso es imposible, de que Viktor subió las escaleras cuando su inspector ya se había ido, pero imaginar un escenario en que él es testigo de esa humillación le disgusta demasiado. 

No se ha dado cuenta y ya se ha tomado toda la botella. Agarra sus cosas, y aunque sabe que si sigue retardando el regreso a casa su padre se molestará, no le apetece volver a ese cuarto que más parece una prisión que un hogar, así que camina por las calles de Napdale, en busca de algún sitio que lo reconforte. 

Se tambalea ligeramente al caminar, pero se lo atribuye exclusivamente al cansancio. Al peso de esforzarse tanto para quitar el papel que tiene pegado a la espalda; el muchacho inútil que no ha sabido cómo prosperar en la vida ni ser exitoso. 

Detiene la marcha al cambiar el semáforo a rojo, y es ahí cuando advierte que Gavin Brown está parado a pocos pasos de él. 

Agradece que Gavin sea lo suficientemente despistado como para no girar la cabeza ni una sola vez. Y agradece la oscuridad que le permite pasar camuflado entre la multitud. Isaac sigue al hombre como si se tratara del conejo blanco avanzando hacia el país de las maravillas, solo que las maravillas están lejos de ser un destino real. 

Suele reprimir la rabia, pero ahora mismo quiere increparlo. Quiere gritarle que si el trabajo se le ha dado por favores a su padre entonces no lo quiere. Está cansado de esa dependencia hacia Harold, que aunque le pueda traer beneficios, lo liga de forma irremediable a él. Y últimamente ansía sentirse adulto, tener más libertad, solo que no ha sido capaz de expresarlo. Incluso pensarlo le da miedo, porque no sabe qué consecuencias habría si manifestara sus verdaderos deseos. 

Entra al bar dónde ha ingresado Gavin. A diferencia de él, su inspector sí tiene más panorama que encerrarse en un cuarto repleto de pósteres. Una mujer que ronda los veinticinco años lo está esperando en una mesa. La diferencia de edad le repugna y la infidelidad hacia su esposa solo empeora las vibras negativas que en este instante emanan hacia su superior. 

Isaac toma asiento en el sitio que le da una perfecta panorámica de la situación. No sabe si se trata de masoquismo o qué, pero de pronto, ansía ser espectador de esa felicidad de la que gozan los demás. De la que incluso parece ser más merecedora de vivir la gente más despreciable. 

No comprende por qué el tuvo que perder a su madre tan joven. No comprende por qué tuvo que lidiar años con el acoso de otro hombre. No comprende por qué pese a su edad sigue amarrado a su padre. 

Y por sobre todo, no entiende el motivo detrás de tanta rabia repentina queriendo salir a flote. 

Se asusta cuando los rostros de las personas se deforman para adquirir uno nuevo. Primero ve a su madre en cada uno de esos desconocidos, y se desorienta desviando la vista de uno a otro, queriendo grabarse cada gesto de ella, porque teme que ya los esté olvidando. Finalmente, su madre elige a la mujer al fondo del bar, siendo la única en adoptar su rostro. Y no está sola, Isaac repara en el hombre junto a ella que identifica como Viktor. 

Ambos conversan, y aunque ansía ser parte de esa conversación no es capaz de discernir las palabras. Estas se entremezclan adquiriendo significados ambiguos, e incluso su vista pierde la nitidez habitual. 

No puede seguir concentrándose, porque lo distrae el vaso que han depositado en su mesa. 

—D-disculpe, debe... ser un error. —Isaac siente que arrastra las palabras —. No he ordenado nada aún.

—No hay ningún error —aclara el hombre antes de perder su atención al ser solicitado en otra mesa. 

Tal vez la vida se ha compadecido de él, y un ser benevolente le ha dado un regalo en compensación por el daño del último tiempo, e Isaac casi querría alzar el vaso y brindar con ese ser omnipotente y desconocido por esta consideración; por permitirle conocer a Viktor y darle una bebida gratis el mismo día. 

Juega con el vaso antes de probarlo, sorprendiéndose al entrar en contacto con el sabor amargo e intenso del whisky. Y en cuanto este descansa sobre la madera, Isaac hace un mal cálculo y el vaso tambalea derramándose parte del líquido. Agradece que aún le quede más de la mitad. 

—Sr. Barnes, esta es su mesa. —Escucha a sus espaldas. 

Isaac trata de imaginar que solo se trata de un alcance de apellido, que pese a haber bebido poco tal vez ha escuchado mal. Aunque lo cierto es, que lleva años sin oírlo en el pueblo. 

—Nada de señor, aún soy muy joven para eso. Y solo Dante, por favor. 

Y entonces junta nombre y apellido: Dante Barnes

Tampoco habría sido necesario oír ese detalle, porque le ha bastado escucharlo para estar seguro de sus temores. 

El paso del tiempo ha hecho lo suyo; su voz se oye un poco más grave de lo que recordaba, pero sigue causando el mismo efecto en Isaac. 

Están espalda con espalda, no necesita voltear para comprobarlo. Lo sabe, incluso antes de que le dirija la palabra por el ligero aroma que invade sus fosas nasales. Lo reconoce, porque detesta ese olor. Ese único, hipnótico e imborrable aroma a cuero y flores blancas. Embriagador, y capaz de embaucar a quien se le acerque demasiado. Y de pronto, siente unas horribles ganas de salir corriendo de ese bar antes de recibir una dosis más alta de él. Sabe lo fácil que es caer nuevamente y lo difícil que es salir del ciclo. 

Lo conoce demasiado bien, y no quiere oír esa pregunta. La primera que le hará. Ni un hola, ni un cómo estás. A Dante le gusta ir directo al grano, siempre ha sido así. 

—¿Me extrañaste? ¿A que sí?

Ha pasado demasiado tiempo, y lo peor de todo es que aunque no quiera admitirlo a veces sí que lo ha hecho. De una manera retorcida, claro está, pero lo ha extrañado. Ese es el problema con Dante, sabe perfectamente cómo encandilar con sonrisas que simulan inocencia. Es capaz de hacerle olvidar que lo ha acosado, abusado emocionalmente de él y manipulado a su antojo.

Y por lo mismo, no quiere responderle. No puede hacerlo. Porque admitirle esa parte de la historia pese a todo lo que ocurrió entre ellos significa perder una batalla y no está dispuesto a hacerlo. 

Siente que le tiembla todo el cuerpo, y se lleva el whisky a la boca para armarse de valor y defenderse por todo el daño que le causó. Sin embargo, resulta ser peor. Se pregunta si acaso ha tomado demasiado rápido, porque se siente pesado y adormilado, como si fuera la previa a entrar en cirugía y le hubieran aplicado anestesia. 

—Te gusta ser cazador, pero de mí sieeempre huyes. —Su risa maliciosa la oye cada vez más lejana—. ¿Por eso te gustan tanto los ciervos, no? Tú sigue fingiendo que eres un depredador, cuando en verdad te encanta ser una presa, y te diré por qué, Isaac. Porque disfrutas ese leve instante en que obtienes un poco de atención. Eres adicto a esa emoción. Síguete diciendo a ti mismo que eres una víctima, pero sabes perfectamente que eres el culpable de todo. Tú nos llamas, gritas por atraernos a ti. Y luego, finges que no has hecho nada. Yo solo soy tu víctima, soy una víctima de tu amor.

Habla con tanto convencimiento que Isaac siente que se le revuelve el estómago. 

—Supe de los rumores sobre Viktor Flender... —continúa—. Debes estar emocionado, imagino. Pero no te entusiasmes tanto, dudo que tenga tiempo para ti. Idolatras a la persona equivocada, a alguien que jamás pondría sus ojos en ti. 

Se siente peor a medida que Dante sigue hablando. Ese es el problema con él, una vez que empieza no hay nada que lo detenga. Su monólogo no tiene fin. Habla para intentar convencer con palabras, para no dejar margen a refutaciones.

Así y todo, no quiere que esto acabe de esta manera. Vuelve a intentarlo. Abre la boca dispuesto a dar un discurso que ha ensayado por años, pero las palabras se formulan en su mente, mas no son capaces de traspasar sus labios. 

Y lo entiende tarde, demasiado tarde.

—Nos divertiremos mucho esta noche. 



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