Dudas y graffitis (II)
Primero de julio de 2257.
Bogotá, Colombia.
Ahora bien, si nos parece poco aceptar los decretos de la Constitución ya hemos perdido. ¡Es cierto! ¡No necesitamos el derecho al libre pensamiento! Hace mucho hemos olvidado su significado.
Ricardo Rodriguez. Periodista, docente y activista. Asesinado en dudosas circunstancias en 2247.
No muy lejos de donde un extraño joven había estado observando desde lo lejos un graffiti, Catalina apreciaba el paisaje cuando una oscura mariposa se posó sobre su hombro. Ahuyentó al insecto con un manotazo mientras chasqueaba la lengua.
Me van a dejar plantada, concluyó la mujer.
Aunque tenía la espalda recostada a una pared de la estación, el frío capitalino que ya le había calado hasta los huesos confirmaba su agüero. Los rayos del sol que comenzaban a asomarse perezosamente por las calles se reflejaban en sus lentes oscuros, mientras la monstruosa ola humana de la hora pico, que usaba como pantalla de humo, comenzaba a mermar dejándola cada vez más expuesta.
Dio un vistazo a un par de policías, trataban de quitar la obra de Yurin, una popular artista de Noche, reconocida en grupos insurgentes de toda la Zona Administrativa por su activa participación de inteligencia.
—El ojo que llora la pérdida —lo había llamado su creadora.
La pérdida de qué, quiso preguntarle Catalina, ¿del arte? ¿La justicia? ¿O algo más? Extrañamente las palabras nunca habían salido de su boca.
Lanzó un gesto disgustado ante aquel vil acto, quitarle la vida a esa obra de arte. ¿No les había bastado con derrumbar los museos por la Orden del 2049? ¿O quemar en hogueras los tesoros nacionales de la literatura hace medio siglo? El eco de las espátulas le dio la respuesta.
Había oído que décadas antes la ciudad ostentaba el título de Ateneas suramericana, sin embargo ahora se componía de una sosa colección de edificios de cemento carecientes de hermosura bañados con alguno de los tres colores legales de los cuales estaba asqueada. Se preguntó si acaso el Consejo temía a los colores.
Probablemente, concluyó esbozando una sonrisa sin sabor, deben de tenerle pavor a lo que representan.
Suspiró, ya se había hartado de observar el panorama a la espera de su contacto de la Guarnición. Revisó el reloj de su muñeca, confirmando una hora de atraso de la Sardina. Normalmente se habría ido hace media hora, pero la repentina aparición de un apasionado del arte que había detenido su paso en medio de la multitud la paró. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que veía a alguien apreciar una de esas obras? La respuesta fue una dolorosa puñalada. Pasaría otro día por esos lares si eso significaba obtener algún tipo de comunicación con aquel cómico personaje.
Las sedes de Noche estaban en alerta máxima con la repentina aparición de Trece. Aquel personaje en la red cuyo nombre se componía por la hora de su aparición, un fantasma que había conseguido que por la deep web se esparciera una nueva tendencia.
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El bizarro mensaje había aparecido tan solo un minuto en todas las pantallas del Edén, el Cuartel General de la Cuarta Sección de Noche, desde entonces los miembros de la base insurgente se hundían en una tortuosa espera. ¿Qué tipo de atacante cibernético había sido capaz de burlar la protección de una leyenda viviente como Felipe Calderon, hacker más longevo de toda Noche? Y ¿qué significaba ese mensaje? ¿Con qué fin se había hecho? ¿Era una advertencia o un saludo amistoso?
—Sea lo que sea necesito que veas a la Sardina —le comentó su Comandante firmado su permiso de salida.
Una parte de si había agradecido aquel temperamento desconfiado de Alexander Lopez que insistía en mantener un ojo en los contactos insurgentes de Noche. No estaba hecha para pasar tanto tiempo en una base herméticamente cerrada a más de mil metros bajo tierra, a pesar de lo cálido que podía ser el lugar, los techos de cemento y acero hacían sentir como un pájaro enjaulado que pronto olvidaría cómo volar.
Volvió a mirar a la multitud, parecían tan absortos yendo y viniendo. Ni siquiera se habían reparado en aquel graffiti, nunca se fijaban en qué o quiénes les rodeaban. A veces Catalina se preguntaba si la culpa de aquella indiferencia la tenía el sistema o el mandamiento cachaco nunca dicho de solo estar pendiente lo de uno.
Por esa razón a pesar de ser la décima en la lista de más buscados en Colombia y un miembro del ranking de los treinta más buscados en latinoamérica le era fácil salir a la calle. Solía dar un paseo matutino cada semana en una hora pico para intercambiar información con aliados de Noche y tomar un poco de luz solar.
Se incorporó para continuar su recorrido. No sólo ya se había aburrido en demasía, sino que para colmo sentía que alguien la observaba: tombos.
Chasqueó la lengua. Solo existían dos razones por las que el cuerpo policíaco de la Guarnición fuera capaz de notar su presencia: La habían fichado hace un rato o alguien la había delatado. Pero, ¿quién?
La Sardina. Susurró una maliciosa voz que apartó de un manotazo, su contacto sería muchas cosas pero una sapa.
Fuera como fuera estaba dando mucha papaya en un lugar tan público. Ella era Catalina Wolf alias Mil Caras, Teniente Primera de uno de los escuadrones más temidos de la Noche. Reconocida por la División E como una experta de inteligencia capaz de haber salido ilesa después de una infiltración en la Guarnición, podía darse el lujo de salir a la calle gracias a un considerable número de cirugías plásticas y una innegable capacidad para crear una nueva piel comenzando por hábitos tan mundanos como la forma de caminar o un nuevo acento al que añadía un repertorio de vocabulario propio de su personaje.
Aquel día se había tomado la libertad de ser ella. Volviendo al aporreado tono rojizo (más tirando a cobre que rojo) que le había dejado su última tinturada y usando una simple gabardina oscura para protegerse del clima capitalino. Dejó que el acento que delataba su crianza fuera del país hiciera aparición mientras murmuraba para sí misma.
No se movía guiada solamente por el deber, le agradaba la Sardina. Era un personaje peculiar entre entre los aliados de Noche, Catalina casi la consideraba su camarada. No solo intercambiaban información relacionada a la organización insurgente, Mil Caras adoraba hablar con ella. Tenía una gracia natural para conseguir la atención de la gente con solo palabras, pertenecía a una extravagante especie incapaz de conformarse con las respuestas simples y su inusual pasión por conocer el pasado siempre le había parecido entretenida.
Por otra parte debía de cerciorarse personalmente del verdadero estatus de Noche frente al público. Mientras que los guardianes del orden solo se limitarán a llamarlos bandas pequeñas o delincuentes juveniles ante los ciudadanos sería mejor, el Comandante se lo decía a diario, un problema diminuto siempre podía ser omitido y lanzado al cajón del olvido.
Una mancha demasiado notable será eliminada sin compasión.
Catalina lo tenía claro. El ejército de resistencia aún no podía hacer su movimiento, la desgracia que asesinaba y condenaba a medio continente a una vida de desdicha conocida como Constitución Latinoamérica del 2050 era una cosa a la que fácilmente la gente se había acostumbrado.
Empezó a caminar, usando a la multitud como distracción para alentar a los policías que le pisaban los talones. Eran por lo menos cuatro, chasqueó la lengua. Podría haberse encargado fácilmente de aquellos agentes con un par de movimientos, pero se había prometido a sí misma no ser imprudente. El Comandante le había dado su voto de confianza.
—Tara —murmuró mientras guardaba sus manos en los bolsillos de su lechosa gabardina—, triangula mi posición.
Vio una notificación de recibido del asistente virtual, luego los lentes de sus gafas mostraron toda una pantalla llena de datos sobre sí misma confirmando la identidad de su usuario con una breve lectura de voz. Su ubicación en el mapa capitalino se resaltó como un parpadeante punto azul en medio del laberinto que constituía Bogotá y las puertas escondidas para llegar a las alcantarillas que conducían a su base eran calaveras.
No podía arriesgarse a elegir una conocida por miembros de Noche, los demás pagarían sus platos rotos si la policía fichaba algún camino las entradas insurgentes y no iba a arriesgarse a hacer eso. Un Wolf siempre protege a los suyos, se recordó.
—Tara, llama a Kelvin —siseó haciendo que el lente derecho de sus lentes, mostrará la figura un teléfono azul y abajo del dibujo el nombre Kelvin.
Se chocó con un par de hombros mientras se abría paso. Dobló en una esquina en un intento por alejarse del lugar mientras maldecía a su camarada entre dientes. Sus piernas intentaron moverse en automático ante el peligro, pero una parte racional de su cabeza le confirmó la existencia de un dunkle a sus espaldas, si empezaba a correr no solo tumbaría su fachada. Corría el peligro de que los policías notarán el traje con exoesqueleto debajo de su oscura gabardina y pidieran refuerzos.
—Kelvin, responde —dijo para sí misma, mientras se mordía el labio, sabía que a aquel ritmo tendría que acabar con esos guardianes.
Acarició la navaja en su bolsillo derecho preparándose para sacarla de su escondite de ser necesario.
¿Dónde se había perdido Kelvin justo cuando más lo necesitaba?
Se manchó la chaqueta con el café de un practicante con el que chocó por andar perdida en sus pensamientos. A lo lejos oyó una maldición del pobre diablo. Después de continuar con aquella infructuosa persecución de un par de minutos que sintió como horas, al fin su lente derecho mostró la imagen de su camarada. El moreno parpadeó un par de veces mientras su cerebro reiniciaba funciones, los orbes avellana que el hombre llamaba ojos le observaron recelos por unos segundos hasta que la reconoció.
—¿Catalina? ¿Qué pasó con la Sardina?
—Después te cuento. —La urgencia en su tono dibujó una delgada línea de desconfianza en la frente de su amigo—. Dame las entradas abandonadas para entrar al Edén.
—¿Pa' qué necesitas eso? —cuestionó Kelvin alzando una ceja, mientras recogía su largo y oscuro cabello en una cola para poder «concentrarse».
—Tombos.
Oyó el dramático suspiro de Kelvin desde el otro lado.
—Cata, el Comandante esperaba el informe para hoy.
—Esperaba —corrigió Catalina antes de que la figura de camarada desapareciera de los lentes. Tan solo treinta segundos después en estos apareció el mapa de la ciudad con varias coordenadas resaltadas.
Comenzó a dar vueltas por las esquinas de la ciudad. Primero necesitaba perderse, si continuaba por la ruta que había elegido (una cosa simple en que terminaba en el rincón de la zona sur). Primero llegaría a la próxima estación del subterráneo antigravitatorio, tomaría la escalera para poner distancia entre sus perseguidores aprovechando los vestigios de la hora pico y pagaría el pasaje con un movimiento muñeca en que su reloj pasaría por la taquillera. Apenas tomara el tren habría escapado de los policías.
Se movió entre la multitud de la metrópoli con la maestría digna de una veterana, movimientos ágiles y calculados que solo un conocedor de la capital sería capaz de usar hicieron aparición.
No obstante, cuando volteó a ver sobre su hombro, para asegurarse de haber perdido a los policías, se encontró con una bizarra escena: La ciudad se había apagado. Los hologramas surcaban Bogotá habían desaparecido, las luces cercanas parpadearon como si estuvieran a punto de quemarse y un repentino chillido reemplazó el himno nacional que resonaba en las calles.
Catalina se detuvo en seco cuando alcanzó a ver por el rabillo del ojo como el mundo se reducía a una imagen de cuatro caracteres.
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