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Dudas y graffitis (I)

Primero de julio de 2157.

Bogotá, Colombia.

Por lo tanto, consideramos la libertad de prensa un mal innecesario. El ciudadano debe de centrarse en el constante avance de la sociedad, siendo ignorante de asuntos mundanales e inútiles que le hacen perder el enfoque de su labor.

Artículo 28 de la Constitución Latinoamérica de 2050.

Sabía que mentían. Un par de chistes bien pensados por el presentador de noticiero camuflaban hábilmente la falta de experiencia o conocimientos del ingeniero que haría las veces de nuevo Ministro de Educación y recibiría el chicharrón mejor conocido educación pública, la sonrisa afable de su compañera, disimulaba el horror que despertaban las nuevas cifras sobre el asesinato de líderes ambientales, y la fotografía de un Nosequién de apellido Alvarez que se había convertido en Administrador de Zona, le recordó a Eduardo Velazquez que lo había puesto por la mera costumbre. No dirían nada nuevo, nunca lo hacían.

Era el mismo informe mediocre encargado de negar las falencias del gobierno y presentar los básicos avances conseguidos por el Sistema como la última maravilla, esos que había oído desde que tenía memoria. El orden nos edificará, repitieron en unísono los periodistas festejando el próximo fin de semana sin IVA como si eso remediara una canasta familiar con uno de veinticinco por ciento en productos de primera necesidad.

El joven ignoró las palabras de la pareja y posó su atención en una pequeña ventana que se alzaba en la esquina superior del holograma. Un mensaje de Nicole, su hermana mayor.

«Me llamaron temprano, sumercé sabe, un par de incidentes. Volveré en una semana, tengo que arreglar unas cosas en Medallo. Cuídate, últimamente las calles de Bogotá últimamente no son tan seguras».

Releyó el último renglón del mensaje con un gesto extrañado, su hermana nunca se preocupaba por la seguridad. Era el genio de los Velázquez, una detective de élite de La División E reconocida en todo el país por la captura de insurgentes como los de Noche o el Frente de Liberación. Sin duda algo había pasado, Nicole rara vez le pedía precaución.

Sin embargo, aquellas preocupaciones, no le importaron. Continuó como si nada, usando la voz del noticiero para tratar de matar el silencio.

En caso de que algo interesante hubiera pasado, se enteraría por otros medios. Sus compañeros de trabajo eran fanáticos de las teorías sensacionalistas sacadas de las redes sociales y después estaba Nicole, confirmando o desmintiendo sus dudas con un amargo silencio. Al fin y al cabo, los noticieros no servían para tal cosa como dar información de calidad. Más bien, su misión se dividía en dos simples tareas: darle a la gente la satisfacción de saber algo, sin transmitirles novedades relevantes, y recordar con sutileza que vivían en Luxen, la coalición de países que existía debajo de la tutela del único sistema de gobierno que había alcanzado la perfección.

Apagó el holograma, con un chasqueo de dedos, haciendo que este se esfumara en el aire, como si se tratara una nube de humo. Salió de su pequeña residencia y emprendió camino al trabajo.

La estación Suba del metropolitano antigravedad, era un mar repleto de personal capitalino con un característico aroma a sudor, drogas medicadas y estrés. Mientras los hologramas publicitarios se deslizaban por las paredes, el himno del sistema recibía a Eduardo en la entrada de la terminal cuando reparó en la presencia de guardianes del orden en la zona.

Su deber como buen ciudadano era continuar su recorrido, pero el joven hizo lo menos pensado: detuvo su paso. Quería ver. Iba a observarles de manera disimulada, a sabiendas de que si alguien notaba lo que pretendía hacer ganaría un castigo severo.

Se mezcló entre la muchedumbre. Sus grises ojos examinaban a esos policías, los portadores de blancas y largas gabardinas, con un escudo azul en sus brazos, que los diferenciaban de la multitud. Seres cuyos rostros se componían por mecánicas expresiones hechas de hierro, la viva imagen del orden.


Ellos estaban del otro lado de la calle. Justo al frente de la estación en que se hallaba el muchacho, siendo protegidos por un oscuro holograma con forma de cinta que indicaba a los civiles un desvío y acompañados por un dunkle, un lechoso robot pilotado de seis metros con un escudo antidisturbios. Los hombres raspaban con espátulas la pintura de una pared en donde se posaba una ilegal exposición artística: un graffiti. La imagen de un ojo azulado, pero por culpa de las manchas verdes (hechas a propósito) que lo decoraban, parecía tener una segunda capa en el iris. Las pestañas eran largas, aunque no muy abundantes; poseyendo una sombra hecha con varias tonalidades de rojo, amarillo y toque de rosa.

Aquel ojo derramaba lágrimas multicolor que se mezclaban con el color de las sombra de las pestañas. Como si fuera una mujer, cuyo maquillaje se había regado por haber estado llorando.

Eduardo no pudo evitar suspirar al ver aquella obra de arte. Sabía que el arte era ilegal, este animaba a la libre expresión; eso a su vez incitaba a cosas que traían como único resultado: La falta de la paz, justicia y equidad que Luxen daba a sus habitantes. No obstante era incapaz de ver algo malo, a su parecer simplemente era algo hermoso, nada más.

—Sumercé, ¿desde cuándo tiene permiso de que le guste el arte? —Le interrogó en son de burla una venenosa voz, la portadora de un raro acento cuyo origen Eduardo no pudo descifrar.

El frío recorrió su espina dorsal mientras volteaba a mirar a su alrededor atemorizado su mayor temor se había cumplido: Alguien le había notado. Impulsado por la paranoia observó los brillantes ojos azules del dunkle a la espera de que lo enfocarán —seguidos por las miradas de los policías— confirmando su error. Sin embargo, nada pasó. Nadie lo volteó a mirar desde el otro lado de la carretera y la ola de capitalinos a su alrededor parecía igual de indiferente a lo hacía, algunos le golpeaban el hombro al pasar o le regalaban disculpas entre dientes y otros continuaban su camino sin siquiera detallarlo.

Estaba solo, parado en medio de un mar de humano en el cual su falta de rumbo le hacía sobrar. ¿Se lo habría imaginado? No, estaba seguro de ello. Pero si alguien lo hubiera notado ya lo habrían denunciado a los policías, ¿verdad?

Le dio un último vistazo al graffiti, no le era desconocido el origen de esa obra: Bajos. Salvajes de grupos terroristas como Noche que rompían la ley, los creadores del caos y guerra que renegaba del ideal sistema que había librado a medio continente de las desgracias.

Pero ¿acaso era necesario prohibir las cosas bellas hasta a quienes cumplían la ley? Chasqueó la lengua, él no era nadie para decidir eso. Su deber consistía en creerlo. Si el Concejo lo prohibía debía de ser por algo ¿verdad? Sin embargo, una cosa sí sabía: debía irse.

—Esas cosas son peligrosas —le advirtió lejana la voz de su hermana.

Lo sabía. Ya había visto las escenas, un par policías aparecían de la nada y lo jalaban a uno a una comisaría de la que salía con un ojo morado y sin Puntos Sociales. Sacudió su cabeza, como si al hacerlo pudiera expulsar aquellos pensamientos.

Pero pensar es más letal, concluyó para sí mismo retomando su camino. 

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