3
A los veinte minutos por reloj, Andrew apareció con dos bolsas enormes, lo que me dio a pensar que este chico había invertido todo su salario en sacarme de apuros.
Valorando su estrategia, cualquiera que fuera, había logrado mi propósito.
Abriendo la puerta de mi lado, hizo entrega de mi pedido al colocar la compra sobre el asiento libre a mi lado.
Ansiosa como niño en navidad, rompí el papel de decoración y quité la tapa de la primera caja para hacerme de un par de zapatos estupendos. Negros, de punta redonda, elegante plataforma y tacón alto y fino, eran decorados con unos diminutos brillantes en su capellada que los hacían lucir con clase y sofisticación.
― Vaya, son estupendos — acariciándolo como a un tesoro, me deleité con ese maravilloso par.
― Me alegro. Supuse que eran los indicados.
― Me has dejado sorprendida con tu eficiencia. Te han sabido asesorar — tras poner marcha, hizo una confesión inesperada:
― Ninguna vendedora me ha asesorado, yo mismo los elegí.
― Pues te felicito. Has hecho un buen trabajo —lo elogié, como pocas veces hacía con alguien.
― Gracias, señorita Van Der Groitt. Tengo cierta...experiencia en lo que les agrada a las mujeres finas e imponentes como usted — soltó a la ligera sin sospechar que me clavaría la daga de la duda.
― ¿Lo dices porque has trabajado con otras mujeres como yo: empresarias exitosas?
― No precisamente, sino porque he tenido citas con mujeres como usted — confesó y por el rabillo de mi ojo, pude ver sus mejillas encendidas.
Una sonrisa maliciosa curvó mis labios, pero sin agregar nada más al tema, continué con el segundo paquete.
― ¿Y esto? Yo no pedí nada más.
― Un bolso a juego. Supuse que no sería una mala idea tener uno que combine con la nueva adquisición — recorriéndolo visualmente, era un encanto. El bolso y mi chofer también, de hecho.
― Debes haber gastado un dineral. Prometo recompensarlo de inmediato —a punto de llamar a Phoebe para que efectuara un depósito a la cuenta del chico, su respuesta me sorprendió.
― No es necesario. No pagué ni un centavo.
Retrayendo el rostro, le pregunté a qué se refería con eso, ¿acaso lo había robado?
― La vendedora fue muy amable y evidentemente mis encantos masculinos funcionaron para persuadirla.
― ¿Persuadirla? ¿De qué?
― De que mi jefa es una mujer de negocios muy importante y despiadada que amenazó con despedirme si no le conseguía esos zapatos y ese bolso.
Dibujé una letra O grande con la boca, pero en lugar de montar una escena y regañarlo por describirme de ese modo ante una empleada cualquiera, eché una carcajada voraz que sorprendió a propios y extraños, la cual hizo eco en el interior del coche.
― Eres audaz Andrew y eso me agrada. Los intrépidos siempre tienen mi admiración.
― Ha sido una mentira blanca. Prometí que el día de mañana usted en persona iría a saldar la deuda.
― Desde luego que será así.
Disipándonos del momento de bizarra complicidad, miré mis uñas prolijas para ahondar un poco más en su vida privada. Quizás no era tan malo conocer alguna que otra cosilla más de mi empleado. Era agradable en sus modos, bastante verborrágico y más culto de lo que imaginaba.
― ¿Está casado, Andrew?
― No.
― ¿Nunca lo estuvo?
― Estuve cerca, pero no.
― Lo imaginé — resoplé en un suspiro sin pensar que él escucharía.
― ¿Perdón?
― Perdón, ¿qué?
― Que la he oído bufar.
― Los animales bufan. Yo no.
― Me pareció escuchar que tenía algo que agregar a mi comentario —insistió eligiendo sus palabras con mayor esmero.
― Pues...era de imaginar que un hombre como usted le escape al compromiso.
― No he dicho eso — corrigió mi teoría—. Solo quise decir que no me he casado porque no soy de los que caen en los formalismos solo por convención social. He estado muy enamorado y no necesité de un papel para confirmar cuánto quería a mi chica.
Entendiendo su punto, callé, dándole la derecha en completo hermetismo.
Con una frustrada boda el mismísimo día de mi cumpleaños número 23, yo conocía de decepciones amorosas. Contrayendo matrimonio con un profesor de la universidad veinte años mayor que yo, bastó poco menos de un año para darme cuenta que su compromiso conmigo era puro oportunismo. Él solía invitar a alumnas suyas a nuestro apartamento con mayor frecuencia de la deseada, con la excusa de ayudarlas en sus tesis.
Adquirido con el dinero de mi herencia, ese piso en el centro de Boston, era el escenario perfecto para el desfile de jóvenes con aspecto de sabihondas y perras en la cama.
Infiel incurable, el divorcio fue un suplicio: él se negaba a firmar los papeles alegando que yo no podía abandonarlo a su suerte; su glaucoma había empeorado con los meses y era excusa suficiente para generar lástima y contemplación económica al tribunal de justicia.
Lo que tenía de brillante, lo tenía de manipulador.
Llegando al hotel, le pedí colaboración a mi chofer. En el elevador, tanto las bolsas como nosotros dos ocupábamos la cabina por completo.
Al llegar a la última planta, la del penhouse destinado a mi morada, me acompañó hasta la puerta.
― Gracias Andrew por la gentileza — le señalé mis zapatos nuevos, los cuales ya estaban en mis pies.
― Estoy para servirle, señorita Van Der Groitt. ¿Quiere que la ayude? —sin soltar las bolsas, preguntó.
― Puedo sola. Gracias —me mostré orgullosa.
― Entonces, será hasta mañana.
― Hasta mañana — inclinando su cabeza se marchó dejándome con las bolsas a mis pies.
Al día siguiente las cosas en la oficina no habían cambiado. Codo a codo con mi asistente, tras una pausa laboral, le solicité que me comunicara con Brandon Potter sin especificarle que era mi investigador privado.
― Necesito reunirme con usted para entregarle lo pactado — hablé en relación a su paga —. Esta tarde, a las 6, en "Gregory's Coffee"— lo cité al moderno sitio a poco de las locaciones se "Entropía".
― Perfecto.
Con un sabor agridulce en la boca, colgué y llamé a Ilse desde mi teléfono personal.
― ¡Hola hermanita! ¿Cómo es posible que te hayas hecho un tiempo para hablar con tu hermana menor? — fue irónica, pero era esperable; ya estaba acostumbrada a sus reproches —. ¿Continúas de paseo por Londres o estás de regreso en USA?
― En USA y con un nuevo empleo.
― Vaya que eres indispensable para el sistema...
― Soy eficiente y eso es valorado hoy en día por tanques empresariales como éste.
― ¿Y dónde te estás hospedando?
― En el "Mandarín Oriental" de Nueva York. Estoy tras unos asuntos financieros de "Entropía" pero nadie puede saberlo.
― ¿Estás trabajando para "Entropía"? — su aullido fue fatal para mis oídos —. ¡Eso es genial! Su última colección fue fascinante. ¿Tienes acceso a su línea de compras? Quizás te hagan descuentos y... —sonó entusiasmada. Con pocas pulgas, corté su ímpetu.
― Por ser una hippie a la que poco le importa la moda, estás bastante informada. Y no, no estoy aquí para conseguir saldos.
― Helen, que no sea fashionista y consumidora como tú no significa que viva en una caja de zapatos. Yo también tengo mi lado chic— recalcó, con su espíritu bromista habitual.
― Ilse — retomando el verdadero motivo de mi llamado, mi tono cambió por completo —, necesito pedirte un favor. Uno grande.
― ¿Tú? ¿A mí? — dudó. Sabía que era importante; yo jamás pedía ayuda a nadie.
― He encontrado a mi madre biológica.
Un minuto de espeso silencio me dio a entender que ella estaba procesando la información hasta que finalmente, un suspiró anticipó su opinión.
― Tú sabes lo que pienso al respecto — largó con pesadez.
― Sí. Sé que siempre has considerado una pérdida de tiempo y dinero el hecho de que busque quién fue la persona que me abandonó.
― No vale la pena llenarse de resentimientos. Papá y mamá fueron quienes te educaron, te cobijaron en su casa y a su modo, te dieron amor. ¿Para qué ir más allá en el tiempo?
― Porque necesitaba saberlo. Necesitaba saber quién fue la perra maldita que deja a un bebé indefenso en la puerta de un hospital en medio de una tormenta de nieve en pleno octubre.
― ¿Y qué información conseguiste? Ella está... ¿viva?
― No, ya no.
― Oh, vaya decepción. Lo siento mucho...
Inspiré profundo. Sólidamente. Resignada. Desilusionada con mi búsqueda.
― Esta mujer ha fallecido hace diez años. Averigüé su nombre y dónde fue sepultada.
― Helen, ¿acaso piensas...?
― Sí. Pienso ir y pararme frente a su lápida para contemplar su nombre en silencio e insultarla al viento.
― No lo creo necesario. Pero si es importante para ti, pues te apoyo.
― Gracias Ilse, pero no es solo apoyo lo que necesito de tu parte.
― ¿Entonces...?
― Quiero que me acompañes. No quiero ir sola.
Otra vez un espeso mutismo se apoderó de nuestra plática. Ella nunca había estado de acuerdo con mi obsesiva búsqueda; Ilse desestimaba que saber sobre el paradero de mi madre biológica aliviase mi dolor. Y estaba en lo cierto.
― Helen...yo...no lo tomes a mal...pero...no me siento a gusto yendo a esos lugares tétricos. Me dan cierto.... miedo.
― Miedo hay que tenerles a los vivos que nos maltratan, nos estafan y juegan con nosotros sentimientos.
― Hermana, sabes a lo que me refiero. Cuando fue el entierro de nuestros padres, casi me descompongo en el responso. No soporté siquiera escuchar de pie las palabras del padre Phillipe.
Lamentablemente, no podía obligarla. Cada palabra que decía me recordaba al horrible momento en que la policía nos avisó que un terrible accidente tenía a mi padre en coma y a mi madre en la morgue, esperando a ser reconocida oficialmente.
Tiempo después, pericias mediante, se conoció que una presumible discusión dentro de su coche pudo haber desencadenado una mala maniobra de mi padre, provocando que el carro impactase de lleno contra el muro de contención de una carretera en las afueras de Boston, donde teníamos nuestra enorme casa.
Con 22 años yo cargaba con el peso de tener que organizar todo lo respectivo al funeral y contener a mi hermana, desbordada y presa de un ataque de nervios.
Llorando a gritos, temblando como una hoja, Ilse no podía contener sus emociones. Yo, de semblante triste pero recio, con apenas alguna que otra lágrima cayéndose de mi rostro, era la mayor y la más responsable. La que debía ser de hierro y no flaquear.
Ese mismo año me casaría con Dylan, mi profesor, en un intento desesperado por tener a alguien que me contuviera tal como lo hacía mi padre.
Refugiándome en mi almohada, perdiendo mis lágrimas en la ducha, hice mi duelo. Nadie había visto mi dolor verdadero. A nadie le había demostrado fragilidad, aunque mi corazón estaba destrozado.
― Helen, por un mes estaré en Cataluña, en un retiro espiritual y donde se impartirán clases de Kundalini yoga. Hay un instructor especialista en meditación y en temas relacionados con las regresiones y vidas pasadas. ¿Te interesaría viajar conmigo? Quizás te sirva para sanar...
― Gracias Ilse, pero bastante tengo en esta vida como para preocuparme por las otras anteriores.
― Aunque seas gruñona, deseo verte. Puedo tomarme un vuelo a NY mañana mismo y esperar a que me recojas por el aeropuerto —rolé los ojos, su comodidad era insultante.
Asintiendo en silencio, finalmente acepté con la palabra.
― Mañana estaré ocupada hasta tarde, pero puedo enviar a mi chofer por ti para que te lleve hasta el hotel donde estoy hospedada. Podrías quedarte hasta el día siguiente y luego, regresar adónde sea que estés viviendo ahora —dije, teniendo en claro que Ilse pasaba parte de su tiempo en mi apartamento de Boston y parte en lo de alguna de sus amigas tan o iguales de hippies como ella.
― ¡Es una idea fantástica! — se la oyó feliz.
― Desde luego que sí. Es mi idea — jugué con el sarcasmo y ella rió del otro lado de la línea.
― Tienes que relajarte un poco, Helen. Necesitas tomarte tiempo para ti; eres joven, atractiva, poderosa...pero deberías pensar en tener una familia.
― Tener hijos y un esposo no es sinónimo de felicidad. Tú sabes que no me ha ido nada bien con ese tema. Las relaciones amorosas no son lo mío.
― Haberte dejado arrastrar por un impulso adolescente y matrimoniarte con un idiota, no clasifica. Nuestros padres acababan de morir y Dylan te deslumbró con sus conocimientos sobre Marx y esos tipos aburridos. Ahora eres más adulta y tienes el suficiente ruedo como para identificar a los oportunistas buenos para nada. Me agradaría verte en pareja, con planes de a dos...
― No quiero pensar en eso — corté de cuajo su discurso repetitivo hasta el hartazgo —, nos vemos mañana. Tengo cosas que requieren prisa.
― Ya, ya...adiós —se despidió, dejándome con una horrible sensación de vacío una vez más.
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GRACIAS POR LLEGAR HASTA AQUI!!!!! ESTA HISTORIA ESTÁ A LA VENTA!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
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