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Un baño de burbujas y una copa de Chardonnay hacían un buen maridaje.
Girando la copa, me dejé llevar por el agudo "La Stravaganza" de Vivaldi, intérprete que hoy había tenido el placer de escuchar mientras regresaba de la oficina.
Pensar en el vehículo me condujo, vaya juego de palabras, a mi chofer.
Varios años más joven que yo en apariencia, era un muchacho apetecible pero muy novato. Su inexperiencia en el trato y traslado de personal jerárquico podía verse a la lejanía; dubitativo al momento de abrirme la puerta, poco memorioso como para recordar el modo en que tenía que dirigirse e impuntual, lo ponían en la cuerda floja a menos de 24 horas de haber comenzado a trabajar conmigo.
Dándole una segunda oportunidad, al menos esperaría la primera semana para hablar con la encargada de personal por si requería que me enviaran otro empleado.
¿Y si tenía una familia con muchos niños que cuidar y yo lo dejaba sin empleo de un día para el otro?
Chasqueé mi lengua, el muchacho no parecía la clase de tipo con una pareja estable y una decena de críos. Bajo su traje bien podía apreciarse a un hombre de físico trabajado y no por levantarse a las 4 de la madrugada a cambiar un pañal sucio o calentar un biberón.
Con el prejuicio como estandarte y siendo uno de mis tantos puntos en contra, continué como si nada. Colocándome mi bata de seda natural color zafiro, peiné mi cabello y unté mi cuerpo con mi crema preferida, aquella con la que pretendía retardar mi envejecimiento y mantener mi piel impecable y lozana.
Completando mi ritual, me coloqué el antifaz para dormir y rogué que los gramos de Valium recomendados por mi psiquiatra hicieran el efecto de siempre y me sumergieran en un sueño profundo.
Al levantarme, ocho horas más tarde, estaba renovada. Dormir bien era la clave para mantener mi piel desintoxicada y mi semblante, descansado.
Vestida en tonos azules, con un perfecto rodete en alto y gafas ahumadas, bajé al lobby del hotel en el cual me hospedaba, con el regaño a la orden del día; ejercer mi poder desde temprano era un mal vicio del que no me podía despegar tan fácilmente.
Sin embargo y contra mi pronóstico, Andrew se anotaba un punto: perfectamente acicalado, aguardaba al lado de la puerta giratoria del acceso principal.
― Buenos días, jefa — sumaba a su score.
― Buenos días, Andrew — enarqué una ceja.
― ¿Está lista para marcharnos?
― Por supuesto — yendo por delante de él hasta el coche, sus largas zancadas hicieron que llegara en primer lugar a la puerta del vehículo color azabache para abrirme con naturalidad. Tercer punto.
Sin gesticular, acepté que en pocas horas el chico parecía haber mejorado. Nerviosismo era la respuesta a mi diagnóstico inicial.
Con el tránsito apacible y la música de Niccolo Paganini de fondo, el tiempo transcurría de lo más normal.
― ¿Le agrada? Él es uno de mis favoritos.
― No es de mis preferidos, pero tiene su toque — reconocí, hablando más de lo habitual.
En mi casa siempre se había escuchado este tipo de música. Papá solía poner el tocadiscos pasadas las 10 de la noche cuando tanto mi hermana como yo estábamos durmiendo, o era lo que pensaban, siendo el momento en que ellos desataban su furia marital.
Mi padre llevaba una botella de whisky a su biblioteca, una gran sala en tonos madera y mobiliario estilo Luis XV donde guardaba sus discos y libros de medicina. Aquel sitio estaba prohibido para las niñas de la familia; solo mi madre y la chica de los quehaceres entraban a esa fortaleza privada.
Vender aquella mansión tras su muerte fue un calvario; mientras que Ilse quería conservarla a modo de museo, yo solo quería el dinero para viajar por el mundo y olvidar los reproches de mi madre por no ser perfecta, el alcoholismo no asumido de un hombre triste como mi padre y los gemidos de la empleada doméstica mientras él se la montaba.
Y así fue: con ese dinero me formé académicamente y lo reproduje trabajando duro. Ilse tan solo siguió con su vida de hippie, estudiando alfarería, estampado sobre telas y oficios independientes que solo le servían para subsistir y no ser responsable por nada.
A menudo, yo le enviaba dinero siendo acaso la hija que no había pensado tener hasta entonces.
― ¿Señorita Van Der Groitt? — la insistente voz del chico me trajo al presente —. Ya llegamos — giró su cuerpo, advirtiéndome de ese pequeño detalle. Estaba tan absorta recordando mi complejo pasado familiar que no había prestado atención.
― Por supuesto que hemos llegado, solo me estaba tomando un segundo más de la cuenta — dije, suficiente.
― ¿Promete no enfadarse si le digo algo fuera de protocolo?
― Seee...— pasé ambas manos por mi cabeza, corroborando que ningún cabello estuviera fuera de sitio.
― Le deseo que tenga un buen día — sorprendiéndome, fue gentil. Súbitamente, fijé mi mirada en la suya.
Sus ojos celestes fueron cálidos. Una tonta emoción subió por mis mejillas. Desde la preparatoria, cuando tenía algún examen, que nadie me deseaba tener un buen día. Recordar esas simples palabras en boca de mi padre, cuando personalmente nos dejaba en el instituto en el que estudiábamos Ilse y yo, me generó un nostálgico nudo en la garganta.
Tomé aire sin demostrar desequilibrio.
― Gracias. Espero que usted también lo tenga — generosa, le devolví el buen augurio y bajé, con el ceño fruncido y pensativo.
Genevieve Graham.
Ese era el nombre de mi madre biológica.
Tras mucha investigación y demasiado dinero invertido, el detective privado había dado con ella. Excusas previas y falta de tiempo, me habían negado el acceso al bendito correo electrónico con la documentación que confirmaba su maternidad; mantuve un posible llanto a raya.
Yo había sospechado que era adoptada a poco de nacer mi hermana menor o, mejor dicho, cuando la trajeron a casa tras un dudoso viaje de mis padres a Ámsterdam, donde vivía mi abuela materna Mareen Ilse.
Era habitual que los niños de mi clase hablaran de sus hermanos e incluso, escribieran cartas a París pidiendo uno. Ver madres barrigonas en la calle cuando Azalea, la chica que cuidaba de mí me llevaba al parque, era de lo más habitual.
De a poco, ese físico asociado con la maternidad fue dos más dos: mi mamá jamás había cambiado su cuerpo como el resto de las mujeres que yo veía en comerciales o caminando por la avenida: siendo muy delgada, el embarazo jamás se haría evidente en su cuerpo.
A los doce años, cuando tomé coraje y pregunté sin rodeos si era sangre de su sangre, no quiso hablar del tema, acusando que yo miraba muchas telenovelas. Meses más tarde, mi padre se sinceró, explicándome que yo siempre sería su hija mayor, aunque no tengamos genes en común.
Tras un berrinche desconsolado de mi parte y con Ilse sobre su rodilla, las dos nos despojamos del peso de la duda sin saber que yo no dejaría ese cabo sin atar: el hecho de saber que alguien me había dejado en un hospital a poco de traerme al mundo era escalofriante; mi padre, médico, se había apiadado de esa regordeta chiquilla desamparada que pedía cariño y comida a gritos.
La historia contaba también que mi madre no deseaba lidiar con la burocracia de la adopción, pero la imposibilidad física de concebir de mi padre, era un tema insoslayable que no le dejaba muchas opciones.
El pulso me tembló por un instante más al descubrir que esa mujer que me había parido en soledad estaba muerta hacía más de diez años, lo que me negaba la posibilidad de reprochar o preguntarle algo.
Toda la incertidumbre, todo el dolor llevado dentro mío por décadas, quedarían sin respuestas eternamente.
― Señorita Van Der Groitt, en diez minutos tiene cita con Aaron Pett — Phoebe, mi asistente, recordó al consultar su agenda.
― Gracias. Dile que estoy en camino — anuncié cerrando las solapas de mi correo y convirtiéndome nuevamente en la jefa eficiente.
Entregando un listado al área de personal con empleados prescindibles me aseguraba rodearme de gente con una buena antigüedad y recursos intelectuales para llevar esta empresa a lo más alto; dejé de lado a los incompetentes, aquellos con demasiadas inasistencias y de bajo rendimiento laboral.
Reduciendo en un veinticinco por ciento la plantilla en mi sector, me ganaba el odio de varios. No era la primera vez que lo hacía, por lo tanto, estaba inmune a los insultos por lo bajo...y por lo alto.
Coordinando horarios, presionándolos para extender la jornada laboral las primeras semanas a mi cargo, las quejas no se hicieron esperar. Poco me interesaban los reclamos sin fundamentos: los enviaba directamente a hablar con Michelle Haid.
Destacando el esfuerzo de muchos, las cosas parecían encaminarse excepto por un pequeño detalle: los números. Detectando una pérdida de dinero en la división de Diseño y Compras a cargo de London Perry, personal jerárquico y de mucha trayectoria dentro de la empresa, debía trabajar en el tema.
Con la sospecha de una potencial fuga de capitales, regresé al hotel con la idea fija de delinear una estrategia para investigarlo sin levantar sospechas. Phoebe me sería de gran ayuda.
― ¿Tiene usted familia? — sensibilizada por mi reciente descubrimiento, pregunté a Andrew durante el viaje. Perdiendo mi vista en el tráfico vespertino, mi intención no era comprometerme en el diálogo sino ni siquiera tener que pensar en profundidad qué hacer con la información del correo electrónico.
― Todos tenemos una familia — respondió él, con naturalidad.
― Lamentablemente, en eso debo darle la razón — me desinflé, cansada mental y físicamente.
― Mis padres viven en Dallas. Mi padre es veterano de guerra y mi madre, enfermera. Tengo dos hermanos mayores con grandes profesiones. Yo soy la oveja negra de la familia.
― ¿Por ser un simple chofer?
― Entre otras cosas, sí — sin abandonar la atención sobre su entorno, conducía tranquilamente.
― La familia debería poder elegirse.
― De tener la posibilidad de nacer nuevamente, ¿a quién de ellos hubiera elegido otra vez?
― A mí padre —no dudé, recordando cuánto lo adoraba.
Un nudo temperamental me enredó las cuerdas vocales en una actitud impropia frente a terceros. Y mucho menos, si era un completo desconocido.
― Nos vemos mañana, señorita — como era habitual, Andrew me abrió la puerta trasera para cuando uno de mis tacones se quebró sobre el bordillo del playón empedrado de ingreso al hotel.
Desestabilizada, me sujeté de los antebrazos de mi chofer quien me sostuvo con fuerza y determinación. Mascullé un insulto que no llego a salir de mi boca. El zapato, con el tacón roto y colgando, se separaba en dos partes.
― ¿Necesita que la ayude a entrar o prefiere ir a una zapatería a comprar un par nuevo? — su ingenuidad me quitó una sonrisa nerviosa. Mientras en sus ojos podía ver una chispa encantadora, yo tenía ganas de llorar por haber arruinado estos Jimmy Choo sumamente costosos y con poco uso, adquiridos en Londres meses atrás.
― ¡Vamos ya mismo a comprar otros! — impuse —, pero tendrás que elegirlos por tu cuenta, yo no pienso bajar en este estado — mirando hacia ambos lados, corroboré que nadie hubiera sido testigo de mi bochorno.
Diligente, subió al automóvil y no preguntó el destino, sino que condujo en línea zigzagueante, sorteando el tráfico. A pocas calles del hotel, una importantísima tienda de zapatos y accesorios era la solución a mi problema actual.
― Compra algo distinguido, elegante, digno de mí. Talla 5 ½.
― Entendido — dijo autómata y bajó como cohete.
Encomendándome a su buen gusto, rogando que pudiera elegir algo decente para una mujer como yo, reparé en un pequeño detalle: no le había dado dinero.
¿Cómo se las arreglaría, entonces para complacerme?
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