Inicio
El metal rechinó, las luces parpadearon y los monitores se apagaron. A causa de la fricción, el casco sufrió microroturas por las que empezó a filtrarse el calor. Las placas de protección, que aislaban la zona habitable de la energía atemporal, comenzaron a derretirse.
Woklan abrió los ojos, pestañeó varias veces para aclararse la visión, se tocó la frente y miró la palma de la mano.
—Sangre... —susurró.
Levantó la cara del suelo y quedó paralizado al comprobar cómo este se hallaba cubierto por un gran charco rojo.
«¿Qué demonios ha pasado?».
Apoyó las palmas y las rodillas en las planchas de titanio ensangrentadas, cogió impulso y se puso de pie. Mientras el sonido de su respiración se adueñaba de la sala, el tejido del mono de trabajo dejó escapar el líquido que no podía absorber y una lluvia de gotas rojas descendió creando pequeñas ondas en la superficie del charco que cubría el suelo.
Recorrió la estancia con la mirada buscando a los otros miembros de la tripulación, pero lo único que vio fueron las marcas que los cuerpos habían dejado por las paredes y por el techo. Parecía como si algo o alguien hubiese pintado trazos rojos con ellos sobre la fría superficie metálica.
—Dhagmarkal —pronunció con voz grave un ser invisible cerca del oído de Woklan.
Las luces de la sala parpadearon a más velocidad, los monitores mostraron la imagen de un rostro desfigurado carente de ojos y los altavoces reprodujeron un molesto ruido de fondo. Al cabo de unos segundos, se escucharon también alaridos y súplicas.
Las cuerdas vocales del crononauta se paralizaron; a través de las pupilas se apreció cómo el pánico lo había poseído; por ellas se pudo vislumbrar cómo este había destrozado los diques impuesto por la razón y cómo, desde el rincón más oscuro del inconsciente, se había abierto paso reclamando como suya la totalidad de la consciencia de Woklan.
«Dhagmarkal» escuchó cómo se repetía el nombre en su mente.
Quiso contestar y preguntar, gritar y sollozar, maldecir y suplicar. No obstante, no pudo más que caer de rodillas y quedarse petrificado.
Durante el reino del terror, que duró un par de minutos, estuvo inmóvil; más que un ser vivo parecía una extraña estatua esculpida con una aleación de miedo y angustia.
Cuando parecía que el corazón no podría soportar por más tiempo la presión, los altavoces se apagaron, las luces cesaron el parpadeo y la imagen del monitor dejó paso al logotipo de La Corporación.
Cerró los párpados y al abrirlos vio cómo la sangre había desaparecido.
—¿Qué demonios? —reaccionó instintivamente preguntándose a sí mismo en voz alta.
Permaneció medio minuto sin mover un músculo. Pasado ese tiempo, intentó poco a poco darle una explicación lógica a lo sucedido. Quiso creer que su psique le había jugado una mala pasada, aunque, por más que trataba de convencerse, en el fondo no entendía qué había ocurrido.
«¿Qué demonios ha pasado?».
Mientras se interrogaba en busca de respuestas, la compuerta de la cabina se abrió y Zafaer le saludó moviendo la palma.
—¿Qué haces arrodillado? ¿Estás rezando? —Al acabar de hablar, esbozó una sonrisa.
—Yo...
Duklar apoyó la mano en el hombro de Zafaer, lo echó a un lado, caminó hacia Woklan y le preguntó:
—¿Otra vez?
Él no entendía nada, ¿qué quería decir?
Woklan lo miró a los ojos e intentó hablar. Sin embargo, pese a que las cuerdas vocales querían moverse, su mente fue incapaz de ensamblar una frase coherente y plasmarla en sonido.
Duklar se paró a un metro de él y aseguró:
—Siempre es así. —Las facciones dejaron de reflejar paz y una macabra sonrisa se le dibujó en la cara—. ¿Por qué lo hiciste? —repitió varias veces la pregunta mientras se hincaba la uñas en la mejillas.
—¿Qué...? —Woklan retrocedió caminando arrodillado.
Duklar destrozó la carne de los mofletes y la lanzó al suelo. Soltó una carcajada, se clavó una navaja en la sien y recorrió el contorno de la cara con el filo. Al acabar, tiró con fuerza y se arrancó la piel del rostro.
—¿Por qué no lo hiciste? —Avanzó con la sangrienta máscara en la mano, se la enseñó y lo miró fijamente: el blanco tras las córneas se tiñó de rojo.
Woklan reculó hasta que las suelas y la espalda chocaron con una pared. Ya no podía alejarse más y eso le aumentó tanto el ritmo cardíaco que empezó a sentir pinchazos en el corazón. Agarró el mono a la altura del pecho, apretó la tela azul y la separó del tórax.
—No puedes huir —aseguró Duklar, antes de relamerse los dedos ensangrentados—. Nadie puede hacerlo. —Le lanzó la máscara de piel a la cara y rio.
Zafaer también empezó a burlarse. Las carcajadas no parecían humanas, sonaban roncas, entrecortadas y hacían vibrar la sala.
«¡Dios, ayúdame!» suplicó.
Una ráfaga de aire caliente le golpeó la nuca y oyó cómo alguien le susurraba en la oreja:
—Dhagmarkal.
Las luces y las risas se apagaron. Escuchó unas pisadas que no sonaron muy fuertes, buscó en la oscuridad el origen, pero no fue capaz de ver nada más que negrura. Pasado un minuto, dejó de oír el ruido de los pasos.
—¿Sabes qué es esto? —la pregunta sonó con fuerza, rebotó por la estructura y creó una decena de ecos.
Unos fogonazos de luz blanca iluminaron a la chiquilla que había estado corriendo descalza. Era una niña de unos siete años. El cabello rubio y sucio le caía cubriéndole la cara. Su vestido blanco estaba hecho jirones y en él había marcas de palmas ensangrentadas.
Al mismo tiempo que elevaba la mano y lo señalaba, el cuerpo ascendía unos centímetros y las puntas de los dedos torcidos de los pies quedaban rozando el suelo. Después de que las uñas gruesas y amarillentas arañaran la superficie varias veces, voló con rapidez hacia él.
Woklan quiso levantarse, pero una fuerza sobrehumana le presionó los hombros y se lo impidió. Intentó mover los brazos y luchar, aunque fue inútil. Dos manos con un tacto que le heló la piel le agarraron las palmas y las muñecas.
La cara tapada de la pequeña se paró a un palmo de la del crononauta. El tronco de la niña se alzó y quedó en posición horizontal. Una ráfaga de aire apartó la melena del rostro. La corriente no paró de soplar y las puntas del cabello se movieron: parecían pequeños látigos azotados a cámara lenta.
—¡¿Que queréis de mí?! —la pregunta emergió con fuerza de la profundidades del alma de Woklan.
—Nada —contestó la chiquilla.
No pudo apartar la mirada de las cavidades oculares vacías de la criatura. Estas se iluminaron y le mostraron un reflejo deformado. En él, en vez de lágrimas transparentes recorriéndole la cara, tenía pequeñas gotas de ácido deslizándose por la piel, hundiéndose en ella, creando surcos que corroían la carne y el hueso.
Mientras un fuerte olor de combustión química salía de las cuencas vacías y le producía arcadas, por la boca de la niña sonaron con tanta fuerza los gritos de su versión reflejada que hicieron que la cara le temblara.
La criatura le sujetó la cabeza y acercó la nariz sin cartílago para olfatearle la frente. Unos hilos densos como cables de titanio pero suaves como algodón surgieron de la garganta de la pequeña y le cubrieron el rostro.
«Dhagmarkal» escuchó mentalmente mientras los filamentos se le introducían por la nariz y por la cavidad bucal.
Los pulmones y el estómago no tardaron en hincharse. Sintió mucho dolor. Quería luchar por su vida, revolverse y quitarse de encima a esa maléfica criatura. Sin embargo, por más que lo intentaba, no podía defenderse. Se había convertido en una marioneta en manos de una titiritera diabólica.
Cuando estaba a punto de perder el conocimiento, la niña se desvaneció. También lo hizo la presión en los hombros y las manos que le sujetaban las muñecas y las palmas.
Agotado, se desplomó. La frente no chocó contra el suelo porque pudo cubrírsela con el antebrazo. Nada más que se apoyó en ella, la tela de la manga se empapó con el sudor de la piel.
—¿Qué...? —Se tuvo que callar para tomar aliento—. ¿Qué demonios está pasando? —terminó la pregunta en voz alta porque necesitaba oírse; esas palabras, en medio de la locura que estaba viviendo, le trajeron un poco de serenidad.
Alzó la cabeza y fijó la mirada en la compuerta de la cabina. Al verla sellada, se preguntó:
«¿También habéis sido una alucinación? Duklar, Zafaer, ¿dónde estáis?».
El fuerte mareo y los pinchazos en las sienes se suavizaron pasados un par de minutos. Durante ese tiempo, estuvo tirado en el suelo, echando la respiración sobre la aleación plateada mientras el sudor le goteaba por la barbilla y caía sobre el metal.
Se levantó, caminó hacia la sala de control, llegó al mecanismo de abertura y tecleó una combinación. Cuando la compuerta se abrió, una sirena lo obligó a taparse los oídos con las manos. Gritó, las palmas no conseguían protegerle los tímpanos del ruido. Entró encorvado, respirando con celeridad. Hizo un gran esfuerzo y se irguió. Chilló y lanzó una patada frontal contra la palanca de control automático. La suela resbaló por el metacrilato y no consiguió apagar la alarma.
Se acercó, inspiró con fuerza por la nariz, separó las manos de las orejas y las llevó con rapidez al mecanismo. Los pitidos se le clavaron en los oídos produciéndole un fuerte dolor. El tímpano derecho reventó, encharcando de sangre el canal auditivo. Un hilillo rojo brotó y resbaló lentamente hasta llegarle al cuello.
—¡Para de una vez! —bramó mientras tiraba de la palanca hacia abajo.
Aunque la sirena dejó de sonar, por el tímpano que no explotó escuchaba un fuerte zumbido.
Tuvo que agarrarse al asiento del piloto para no caerse. La cabeza le daba vueltas y le costó sentarse delante de los controles. Cuando se repuso, comprobó la posición de la nave en la línea temporal. Si bien la mayoría de aparatos marcaban que la estaba surcando a gran velocidad, uno le mostró que en realidad orbitaba una formación rocosa, una que flotaba en medio del limbo que sirve de nexo a todas las épocas.
Intentó hacer un análisis con los escáneres, aunque solo obtuvo una imagen borrosa. Quiso cambiar el rumbo y dirigirse al cuartel general en la ciudadela del final del tiempo, pero la nave se negó a obedecer.
Se frotó la cara con las palmas y pensó qué podía hacer. Le dolían mucho los tímpanos y pese a que el mareo en parte había desaparecido, aún lo sentía con fuerza.
«Tengo que ir hasta la cápsula de sanación».
Antes de levantarse, comprobó con un análisis la estructura de la nave: el casco estaba agrietado, no obstante, no había indicios de un colapso inminente.
Se puso en pie y caminó apoyando una palma en la pared. Atravesó con cierto temor la sala donde había tenido esa siniestra experiencia. No sabía si era sugestión, pero sentía una presencia detrás de él. Se detuvo un par de veces a comprobarlo; no había nadie siguiéndole.
Entró en la estancia de sanación, programó una cámara de recuperación, se adentró en ella y una puerta transparente selló la cápsula.
Antes de que los párpados se cerraran, escuchó un fuerte castañeo de dientes y contempló cómo un anciano ataviado con un traje negro hacía chocar su dentadura de piezas deformes repletas de caries. La pudo ver con claridad porque el hombre no tenía labios; parecía como si se los hubiesen amputado.
El corazón quiso acelerarse, sin embargo, las drogas surtieron efecto y no pudo evitar caer en los dominios de Hipnos.
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