Epílogo
El fuerte viento arrastraba los granos de arena negra y le desgarraba la ropa. No sabía el tiempo que llevaba caminando ni tampoco el que había pasado desde que se adentró en la tormenta. Solo tenía la sensación de que hacía demasiado desde quetodo acabó.
Con el antebrazo cubriéndole los ojos, escuchando los ecos de los truenos y viendo los destellos de los relámpagos que impactaban a no mucha distancia, continuó avanzando sin importarle las punzadas que producían los granos al rajarle la piel.
Llevaba tanto tiempo solo, sin experimentar más que el calor de aquel enorme desierto, que casi se alegró de sentir algo de dolor. La arena, mientras le ocasionaba centenares de pequeños tajos, le recordó que seguía vivo.
Sin bajar el brazo, caminando sin rumbo, prosiguió hacia delante atravesando la inmensa nube de polvo que era sacudida por vientos huracanados. Sin más deseo que continuar andando, resignado a su destino, avanzó durante un tiempo que le pareció eterno.
Cuando por fin dejó atrás la tormenta de arena, no supo si había caminado por ella durante días, meses, años o siglos.
—Eternidad... —susurró, mientras bajaba el brazo y empezaba a subir la pendiente de una gran duna.
Estaba tan resignado a su destino, tan hundido en su presente, que hacía mucho que había dejado de recordar lo que sucedió. Al principio, cuando se despertó cubierto de arena, miró la superficie desértica y el cielo rojizo y sintió alegría porque lo habían conseguido.
Sin embargo, cuando el paisaje se volvió monótono, cuando el suelo reseco y agrietado dio paso a dunas y estas de nuevo a tierra seca, cuando el firmamento se mantuvo inalterable con varios soles de distintos tamaños proyectando un intenso calor sobre él, se hundió en una gran apatía.
—Un mundo sin fin... —murmuró mientras descendía la duna, observando cómo las montañas de arena cubrían el horizonte.
Había pasado tanto tiempo desde que despertó que ya ni siquiera recordaba la esperanza que tuvo porque quizá podría traerlos de vuelta. Después de ser testigo de la inmensidad de aquel planeta, tan solo sentía que pasaría el resto de sus días caminando por un lugar que se había convertido en su prisión.
Tras dejar atrás varias dunas, tropezó y cayó contra la arena. Por un segundo, pensó en quedarse tumbado sobre los granos que empezaban a quemarle la piel, pero, sin saber muy bien por qué, se levantó y siguió andando.
Después de avanzar durante mucho tiempo, dejó atrás las dunas y se adentró en una parte del planeta que se hallaba cubierta por grande estalagmitas. Aunque durante un breve instante casi le sorprendió encontrarse con un paisaje que se alejaba de los que había visto hasta entonces, rápidamente volvió a sentir el peso de su condena y siguió caminando en silencio.
Pasó varios días por aquel terreno de puntas rocosas que se elevaban hacia el firmamento sin experimentar más que el calor y la apatía.
—Eternidad... —susurró, apoyando la mano en la roca, abriéndose paso entre dos estalagmitas que se hallaban muy cerca la una de la otra.
Cuando las dejó atrás, después de caminar una decena de pasos, le pareció escuchar un sonido que destacaba por encima del silbido del aire. Se detuvo, giró la cabeza y llegó a emocionarse. Aunque tras pasar parado varios minutos, al no oírlo de nuevo, resignado, inspiró por la nariz y empezó a andar.
—Condenado... —murmuró.
Tras haberse alejado bastante, aunque sonó mucho más débil, volvió a escuchar aquel extraño sonido que no parecía producido por el clima del planeta. Dubitativo, sin saber si no era más que producto de su imaginación, se decidió a retroceder y buscar lo que lo originaba.
Hasta que no oyó de nuevo el sonido no supo con certeza de dónde provenía, pero una vez conoció el origen aceleró el paso y se movió con rapidez en medio de las gigantescas estalagmitas.
—¿Qué eres...? —susurró un pensamiento en voz alta.
Cuando llegó al lugar del que parecía emerger el sonido, al ver que algo había roto una estalagmita y había quedado sepultado por los fragmentos, empezó a mover las rocas amontonadas.
Aunque le costó varios días, aunque la mayoría del aparato se mantenía bajo las piedras y solo una parte era visible, al final consiguió alcanzar lo que había impactado en el planeta.
Al ver su reflejo en la superficie metálica, sonrió. Hacía mucho que había olvidado que llevaba una máscara cubriéndole la cara. Poco a poco, casi con delicadeza, se la quitó y observó su rostro.
—No puede ser... —Se tocó la piel y se cercioró de que ya no estaba quemada—. ¿Cómo es posible?
Antes de que pudiera seguir hablando, una luz empezó a parpadear en parte de la superficie visible del aparato. El que fue un fragmento de un espíritu humano, sintiéndose ya como un individuo con su propia alma, harto de la inmortalidad y del mundo infinito carente de vida que se había creado tras la muerte de La Primera Consciencia, miró expectante el titileo.
—Iniciando reconocimiento... —Sonó desde el interior del aparato—. Lugar no concordante con ningún mapa estelar... —Se oyó un fuerte zumbido y un haz de luz salió disparado hacia el firmamento haciendo que el hombre del traje se echara hacia atrás—. Análisis en proceso... —Se volvió a oír un zumbido y la superficie del aparato vibró—. Datos preliminares muestran concentración masiva en la estructura planetaria...
—¿Qué eres? —preguntó, acercándose de nuevo.
Una fuerte luz le golpeó la cara y lo cegó durante unos segundos.
—Concordancia con registros en la base de datos... —Se escuchó el sonido de una vibración y empezó a materializarse la figura de una niña—. Dejando el mando a la personalidad central de la inteligencia artificial.
—¿Inteligencia artificial? —soltó mientras parpadeaba y se aclaraba la visión—. No puede ser. ¿Eres tú...?
Tras unos segundos, la proyección de la niña movió la cabeza y contestó:
—Parece ser que no soy lo único que ha sobrevivido. —Los ojos mostraron cierta tristeza—. ¿Mi padre?
—¿Wharget...? —Bajó la mirada—. Murió. —Inspiró con fuerza por la nariz—. Murió como lo que siempre fue: un héroe.
La inteligencia artificial guardó silencio durante unos instantes.
—Entiendo...
El hombre del traje se aproximó y preguntó:
—¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo pudiste escapar a la muerte de la realidad?
La niña lo miró a los ojos.
—Antes de que la realidad se colapsara, cuando las llamas Gaónicas envolvían la cápsula, escuché la voz del Woklan originario dentro de mí.
—¿Woklan? —soltó sorprendido.
—Así es. Escuché que me decía que aún había esperanza.
—Esperanza... —Bajó la cabeza y soltó una carcajada—. Ese maldito cabrón tenía todo planeado. —Miró a la niña—. Planeó tu supervivencia y la mía.
—Hizo más que eso. —El hombre del traje observó expectante cómo la pequeña movía la mano y daba forma a un mapa cósmico esférico—. Traspasó gran parte de la información de la energía Gaónica a mis bases de datos.
—Maravilloso. —Sonrió—. El cabronazo ideó un plan para recrear el multiverso. —La niña asintió y él dio una palmada—. Qué grande. —Dirigió la mirada hacia el cielo—. ¡Eres jodidamente grande!
Tras unos instantes, en los que el hombre del traje aplaudió y rio, la pequeña lo miró y le preguntó:
—Ahora que no llevas la máscara, ¿te vas a seguir llamando el enmascarado?
Él sonrió antes de contestar.
—No, va siendo hora de que me ponga un nombre. ¿Qué tal "El que le aplastó el cráneo al dios primigenio"? —Ante la indiferencia de la pequeña, añadió—: Mejor me lo pensaré mientras empezamos a arreglar el multiverso.
—Me parece bien. —Varias rocas se desintegraron y dejaron al descubierto una compuerta—. Empecemos a traer de vuelta a los que nos importan.
—Eso suena muy bien. —Antes de adentrarse dentro de la cápsula, el hombre del traje se paró y preguntó—: Una cosa, ¿cómo sabía Woklan que daría contigo?
La niña lo miró.
—Porque eres inmortal y, aunque quizá tardarías una eternidad, en algún momento acabarías pasando cerca del lugar del planeta infinito donde yo habría impactado.
Volvió a aplaudir y soltó una carcajada.
—Qué bueno. —Empezó a adentrarse en la cápsula—. Tremendamente bueno.
La representación holográfica de la niña se desvaneció, la compuerta se cerró y los motores se pusieron en marcha. En unos pocos segundos, el aparato en el que Wharget introdujo los restos de la mente de su hija despegó abriéndose paso entre los fragmentos de la estalagmita y se elevó hasta que desapareció en el firmamento.
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