Capítulo 3
A causa del pánico, las facciones de Woklan se arrugaron y una gran cantidad de sudor resbaló por la piel de la cara
—Hambre. —La voz, que sonó con más fuerza, consiguió erizarle el vello.
Casi anulado, padeciendo un tic nervioso en el rostro, tuvo que buscar en la memoria las frases que escuchó centenares de veces de boca del sargento que, quince años atrás, lo adiestró a él y a varios de sus compañeros.
«No pienses, actúa. No te bloquees, toma la delantera. Vence al miedo y sobrevive».
Tragó saliva, se levantó y contempló la entrada del templo. Más allá de una decena de metros, apenas podía ver nada del interior. Tocó un botón táctil en el cinturón y ajustó el visor del casco para observar mejor las entrañas de la construcción.
Varias columnas cuadradas se elevaban y traspasaban el techo clavándose en el tronco del árbol. Las paredes tenían grabados en una lengua largo tiempo olvidada. Al lado de las palabras, que advertían del peligro que se corría por pisar el santuario, había estatuas que representaban a seres con picos, alas de membranas de piel, colas parecidas a látigos de puntas, pezuñas y caras sin ojos ni orejas. Además, en hileras, recorriendo los muros, se hallaban decenas de antorchas apagadas.
—¿Qué demonios son esas cosas? —susurró, fijándose en una de las monstruosas esculturas.
Tras unos segundos, en los que intentó en vano dar respuesta a la pregunta de qué clase de criaturas eran, siguió inspeccionando el interior del templo con la mirada.
En el centro de la sala, apoyada en el suelo de piedra pulida y lisa, había una jaula con el tamaño justo para albergar a un humano. Del techo, caía una cadena que se fundía con uno de los barrotes.
Aunque la formación militar le ayudó un poco, la desesperación por estar solo en medio de la nada, rodeado por un inmenso desierto, delante de un siniestro templo, evitaba que en su mente surgiera el más mínimo atisbo de optimismo. Estaba perdido y lo sabía. La voz únicamente acrecentó la certeza de que, más allá de una muerte segura, iba a sufrir mucho antes de morir.
—Hambre.
La palabra volvió a producirle un escalofrío, aunque esta vez no estuvo acompañado de un sentimiento de derrota. Para él solo había dos formas de morir: la de los cobardes y la de los que caían con honor aferrados a la gloria de la lucha. Miró el desierto y preguntó en voz baja:
—¿Morir abrasado por el sol, huyendo de lo que sea que está hablando? —Centró la visión en el templo y añadió—: ¿O morir luchando? —El hecho de no acordarse de la pesadilla que tuvo y de sentir que lo que vivió en la nave fue una alucinación influyó mucho en la decisión que tomó—. Prefiero morir como un soldado.
Aunque el miedo seguía dominándolo, alterándole el pulso, haciéndole sudar mucho y produciéndole pequeños espasmos en algunos músculos, caminó con paso firme hacia el interior del templo. Cuando se había adentrado bastante, por el sistema de comunicación del casco escuchó ruido de fondo. Extrañado, exclamó:
—¡¿Qué?! —Tocó el panel de control del traje adherido a un antebrazo y moduló la señal.
—Ofi... Wha... fa.. e.. co...¿m...re...? —la frase ininteligible se repetía en bucle.
Woklan siguió ajustando el receptor hasta que consiguió escuchar el mensaje con claridad.
—Oficial Whagan, fallo en comunicación, ¿me recibe?
—¿Ordenador...? ¿Eres tú? —Se volteó, vio la nave sobre la arena del desierto y sonrió—. ¿Has vuelto? ¿Te diste cuenta de que la grabación era falsa?
—¿Vuelto? ¿Grabación falsa? ¿Qué quiere decir exactamente?
Woklan, confuso, soltó:
—Iniciaste la maniobra de despegue y me dejaste aquí.
—Imposible. Los sistemas de vuelo están dañados y no pueden ser inicializados.
—Los sistemas dañados... —Recordó lo que había sucedido hacía cinco minutos y, por un instante, dudó de su cordura. «No estoy loco» pensó. Negó con la cabeza y preguntó preocupado—: ¿Dónde están Duklar y Zafaer?
—Descansando en las cápsulas. —Woklan quería indagar sobre lo sucedido, pero la inteligencia artificial continuó hablando y se lo impidió—: He podido arreglar algunos escáneres y he detectado varias señales de vida en el planeta. Además de alteraciones Gaónicas.
—¡¿Gaónicas?! ¿Hablas de una paradoja?
—Sí, parece ser una paradoja controlada. Su núcleo se reduce a una pequeña parte del interior de la construcción.
—¿Una paradoja controlada? Es imposible —aseguró, observando los peldaños de piedra húmeda que comunicaban la primera sala del templo con una zona más profunda.
—En teoría, es probable. El profesor Ragbert expuso los parámetros para controlar una paradoja y, aunque le fue imposible crear una, diseñó los instrumentos para detectarla. —La inteligencia artificial guardó silencio durante unos segundos—. ¿No recuerda la misión?
—¿Misión? —De repente un cúmulo de imágenes le bombardearon el cerebro. Sintió tanto dolor que tuvo que quitarse el casco para tocarse la cabeza—. ¡¿Misión?! —repitió mientras la cara del general Oklen tomaba forma en su mente acompañando al recuerdo de las palabras que le dijo: «Teniente Woklan, le he escogido para que lidere una misión de vital importancia».
Sin darse cuenta, al desprenderse de la protección que lo separaba de la atmósfera que cubría el desierto y el templo, llamó la atención de uno de los habitantes de la construcción.
La inteligencia artificial notó una pequeña vibración en el suelo y le advirtió:
—Percibo el colapso de parte de la estructura. Aconsejó abandonar el interior de inmediato.
—¡¿Qué?! —exclamó desorientado.
Woklan sintió cómo el suelo temblaba e instintivamente corrió para salir del templo. Llegó al borde de la entrada y extendió el brazo. La mano traspasó los límites de la construcción y se bañó con la luz solar. El crononauta tuvo una sensación extraña, aun estando a decenas de metros casi le pareció acariciar la superficie metálica de la nave. Además, por un segundo, percibió cómo el aroma del perfume de su mujer, Weina, impregnaba el lugar. Woklan sonrió extasiado, creyó que faltaba poco para volver con ella y una lágrima de felicidad le surcó la cara. Sin embargo, para su desgracia, la realidad era que el dueño del templo no quería dejarlo escapar y solo estaba jugando con él.
Una fuerza sobrehumana lo empujó y cayó contra el suelo. El teniente se cubrió la cara con los antebrazos para evitar que impactara con la piedra. Después del golpe, apoyó las palmas, flexionó los brazos y buscó al culpable de su caída.
Al no ver a nadie, su parte racional no pudo aguantar más el envite del miedo que quería salir de la oscura reclusión en el inconsciente. Los recuerdos de la pesadilla se desbloquearon y Woklan, padeciendo los efectos de un profundo terror, pensó:
«Tengo que llegar a la nave y arreglar los motores. Tengo que salir de este maldito lugar».
Aunque lo intentó, le fue imposible levantarse. Alguien lo agarró de los tobillos y tiró de él. Mientras era arrastrado quiso aferrarse al suelo. Las puntas de los guantes se rompieron y las yemas de los dedos explotaron. Cuando se alejó unos metros de la entrada, vio cómo una parte del templo se derrumbaba y cómo los escombros sellaban la salida.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas.
Al mismo tiempo que la poca luz que recibía la sala desaparecía, un millar de risas sonaron burlándose de la desgracia del crononauta.
Quien lo arrastró, lo introdujo en la jaula, la cerró y dijo:
—Creo que cumples con los requisitos que desea el amo. —La cadena subió y dejó la pequeña prisión colgando—. Disfruta de la estancia, humano.
Las antorchas de las paredes se encendieron y la sala se iluminó. Las estatuas cobraron vida, soltaron alaridos, volaron hacia la jaula, arañaron los barrotes y golpearon con las colas el metal del que estaban compuestos.
El crononauta temblaba y respiraba alterado. Cuando un pico se introdujo en la prisión colgante, Woklan, de forma automática, lanzó un puñetazo contra la cara de la criatura.
La bestia chilló y extendió una larga lengua que se enrolló alrededor del cuello del teniente.
—Basta —dijo el ser que lo había encerrado; un rayo acompañó a la palabra y convirtió en polvo al engendro que estaba ahogando a Woklan. Sin mostrarse, manteniéndose invisible, quien lo salvó flotó alrededor de la jaula y añadió—: Yo de ti no los golpearía. Tampoco sacaría las manos fuera de los barrotes. Si lo haces, los darguers te atacaran.
El teniente, que apenas había recuperado el aliento, preguntó:
—¿Quién eres...? ¿Qué quieres de mí?
—Mi nombre no te incumbe y yo no quiero nada de ti. Es mi amo el que desea jugar contigo.
—¿Tu amo? —Al ver que no contestaba, bramó—: ¡¿Qué amo?!
Tras medio minuto, supo que, fuera quien fuera el que le habló, se había ido. Los darguers descendieron y se convirtieron de nuevo en estatuas de piedra. Después de que la última criatura quedara petrificada, Woklan comprobó la estructura de la jaula y se sorprendió al ver que los barrotes de la puerta estaban soldados.
«¿Cómo es posible? ¡Hace unos segundos entré por ahí!».
Mientras los músculos de la cara le temblaban, gritó:
—¡Sacadme de aquí!
La frustración aumentó cuando la única respuesta que obtuvo fue la de su propio eco.
Inclinó la cabeza, la apoyó en el metal y susurró:
—Una paradoja... —Contempló una de las estatuas—. Una paradoja controlada podría usarse para alterar la realidad... Quizá esa sea la razón por la que esos bichos cobraron vida. —Observó los barrotes y añadió—: Y también puede serlo de que haya desaparecido la puerta... —Hizo una breve pausa—. Sí, esa tiene que ser la explicación.
Empezaron a escucharse susurros. Tras unos segundos, las voces cobraron fuerza y le pidieron ayuda. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie.
«¿De dónde salen las...?» el pensamiento quedó interrumpido cuando sintió cómo alguien le tiraba de la manga. Instantes después, decenas de manos azules se materializaron al lado de él. Había de varios tamaños; de niños, hombres, mujeres, ancianos e incluso de bebés. Todas se aferraron con fuerza a su traje.
—Ayúdanos, libéranos, sácanos de aquí —repetían.
—¡Dejadme en paz! —gritó, histérico—. Por favor, que alguien me ayude —suplicó mientras los ojos dejaban escapar lágrimas de impotencia.
Una figura humanoide de fuego y humo negro se materializó a un metro de la jaula, contempló con satisfacción al prisionero y dijo:
—Humano, si quieres pedir ayuda a alguien, pídesela al verdadero creador: a Dhagmarkal. —Las manos azules desaparecieron.
Woklan, aterrado, preguntó tartamudeando:
—¿Quién eres? ¿Quién es Dhagmarkal?
La rabia se apoderó de la criatura de fuego.
—¡Qué blasfemia no ser conocedor del primero! ¡Mereces una muerte agónica y el sufrimiento eterno! —Movió los brazos y creó un remolino de humo que envolvió la jaula—. ¡Patético ser!
Aunque quiso aguantar la respiración, Woklan empezó a toser y no pudo evitar por mucho tiempo los efectos de la humareda. La visión se le nubló y las venas del cuello se le hincharon. Al cabo de unos pocos segundos, perdió el conocimiento y la cabeza chocó contra los barrotes.
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