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Capítulo 06

La Capital de Pangea, tal como había escuchado, era todo un espectáculo visual; tenía la forma de un perfecto círculo donde se desarrollaba la vida de cien mil habitantes –lo suficientemente adinerados para permitirse vivir cerca de la monarquía- y estaba protegida en su totalidad por muros de diamante y septum.

Los trenes no tenían permiso para ingresar a la ciudad pues las calles eran estrechas y sólo podían transitar bionaves –pequeños autos que flotaban sobre el suelo, a unos veinte centímetros del mismo y se alimentaban de desechos tanto biodegradables como no-. Más aún, las estaciones luirían marginales ante tanto lujo a pesar de ser sumamente modernas. Los ferrocarriles realizaban un recorrido por su perímetro y luego partían nuevamente hacia los estados.

No obstante, en la zona aledaña al castillo se encontraba una única estación que era de uso exclusivo para la realeza y algunos nobles de la elite. La parada era profundamente limpia y más lujosa que cualquiera de las que había visitado en veinte años, pensada para el confort de sus visitantes y no tanto para ser parte de la rutina diaria. En su puerta, nos esperaban una docena de guardias Wang, portando sus brillantes armaduras de septum rojo –en contraste del común verde- y una expresión inviolable. Me indicaron subir a una bionave que aguardaba junto a la acera.

La estudié con recelo ya que era la primera vez que abordaba una pero procuré no lucir muy afligida. Tenía pleno conocimiento de que las bionaves que circulaban por las pulcras calles de la Capital eran más seguras que cualquier otro medio de transporte habitual, no obstante las alarmas en mi cerebro no dejaban de sonar.

Primera fase del plan: Lucir como ellos. Estado: en proceso.

Había leído que la Capital se había construido en forma de círculo para que las fronteras estuvieran todas a la misma distancia del castillo de los monarcas. Tal como rezaban los libros, todas las calles desembocaban en la plaza Central donde se encontraba el castillo principal de la familia Wang. Mientras más cerca residieras del mismo, mayor poder adquisitivo podías presumir.

En la periferia los hogares eran edificios muy similares a los de Ayman, la única diferencia radicaba en la cantidad de pisos. Ningún edificio en el lugar, por decreto Wang, podía superar los diez pisos. A medida que nos acercábamos al centro, donde se encontraba el hotel donde iba a pasar la noche y los edificios de Gobierno, las casas se volvían más ostentosas y grandes. Sin querer y como un reflejo innato calculé la cantidad de personas que podían vivir en cada una de ellas. Diez, veinte, cincuenta, cien... mil quinientas para el caso del castillo.

El hotel Xin no difería mucho del resto de las construcciones y se adaptaba perfectamente al aire señorial que recorría las calles. Su entrada era un gran arco dorado adornado con hojas de oro, algunas piedras preciosas junto con perlas y brillantes que en su conjunto simulaban flores. El lobby estaba compuesto por un gran mostrador de madera de marfil y mármol de Carrara, donde esperaba un señor canoso, con una enorme sonrisa en su rostro que parecía haber provocado estragos en la piel de sus mejillas. Contaba con lujosos sofás color escarlata y dorado, el suelo de un hermoso tono blanco y una enorme escalera que se dividía en dos en el centro.

La habitación era mucho más grande que mi hogar y la decoración muy similar al resto del lugar. Parecía una exageración pero tenía su encanto, Bill hubiera estado encantado con el lugar. Incluso podía imaginarlo soltando información a diestra y siniestra sobre cada material y particularidad arquitectónica.

Pensar en él me recordó a mis padres y un vacío enorme se instaló en mi pecho, donde juraba que se encontraba mi corazón. El resto de la noche, pese a haber intentado conciliar el sueño, mis ojos no se cerraron por más de unos minutos. Me hallaba exhausta físicamente pero mi mente se encontraba más despierta que nunca en donde bailaban una y mil posibilidades para llevar a cabo mi plan con sus probables resultados.

A la mañana siguiente, Adeline –la horrorosa mujer del tren- vino por mí a las nueve, trayendo junto a ella el desayuno más grande y variado que había visto en mi vida. Vestía, como el día anterior un traje costosísimo pero el color era rosa pálido provocando que el tono de su piel luciera casi transparente.

—Sírvete con gusto –fueron sus palabras, mientras examinaba mi habitación.

Me decidí por un croissant relleno de jamón y queso amarillo, una taza del té más delicioso del planeta y un poco de zumo de frutas que hacía bailar a mis papilas gustativas. No entendía como alguien podía desayunar salmón o pato, pero preferí no preguntar por miedo a obtener una respuesta que no fuera de mi agrado. Adaptación.

—Nos esperan en diez minutos –me informó Adeline, con su fingida sonrisa amistosa-. Ve a lavarte, dejé en el baño algunas prendas para ti.

Asentí e hice lo que me ordenaba. No me sentía con ganas de discutir aunque me hablara como a una niña pequeña y no como a una mujer de veintiún años. Podría patear su trasero si me lo proponía pese a que estaba segura que nunca haría algo así.

Lavé mis dientes con el cepillo automático que me habían facilitado, peiné mi cabello en una coleta alta y me coloqué la ropa que habían comprado para mí. La misma era muy sencilla, simplemente un pantalón blanco de lino y una remera de mangas del mismo color, muy similar a la que usaba mamá en el Centro de Salud.

Supuse, entonces, que su finalidad no era favorecerme –siendo que el blanco era el color que mejor me sentaba dado que contrastaba con mi piel morena- sino mantenerme cómoda para los estudios médicos.

En una bionave, más pequeña que aquella en la que había arribado, nos dirigimos al Centro de Salud, sumidas en un profundo silencio. Al igual que el resto de la ciudad, el hospital era lujoso y brillante, y estaba vacío. Toda la urbe lo estaba pues se encontraban en la nave esperándonos para partir. Unos pocos rezagados, que podía contar con los dedos de mis manos, aún rondaban en la Capital asistiéndome.

Me ingresaron a una habitación completamente blanca y aséptica, en el centro había una cápsula de lectura corporal que solo los mejores centros de salud de Pangea poseían, la misma era sumamente costosa y podía operar casi totalmente sin intervención humana. Sólo había que encenderla y decir en voz alta cuáles eran los requerimientos.

—Evaluación corporal, restablecimiento de células muertas, reinvertir infertilidad, colocación de anticonceptivos duración un año, reparación de problemas genéticos. Más.

Observé a los sanadores con desconfianza. ¿Más? Más no sonaba como algo prometedor.

—Ingresa a la cápsula, Aanisa.

Caminé hacia la misma, sus puertas de diamante claro se abrieron para mí y se cerraron a mi espalda. Me detuve en el centro, tal como me indicaron los sanadores. Mis pies se elevaron del suelo y mi cuerpo con ellos, me alcé un metro y luego quedé recostada en el aire. Mis ojos se cerraron automáticamente y todo se volvió negro.

Desperté nuevamente en mi habitación de hotel, acostada en la cómoda cama tamaño king. Mi cuerpo se sentía ligero pero fuerte, sentía mi piel suave y tersa. Me sentía casi como nueva.

—Al fin despiertas, estaba preocupada.

La voz de Adeline me despertó por completo, recordándome donde estaba. Me senté y la observé, su rostro seguía portando esa fingida sonrisa que estaba sacándome de mis casillas.

—Come algo, aún nos queda una parada muy importante.

—¿Dónde está mi comida? –pregunté, mi voz sonaba mucho mejor que antes como si los sanadores se hubiesen ocupado también de mejorarla.

—Debes pedirla, no sé tus gustos.

Rodé los ojos y me puse de pie, junto a la cama había un microordenador donde podía comunicarme con el hotel. Seleccioné la opción comida y evalué todas las alternativas. ¿Caviar? ¿Qué significaba eso? Finalmente me decidí por una grasosa hamburguesa con papas fritas y un refresco, muy pocas veces podía comer algo como eso y estaba segura que desde que abordara B-shop mis posibilidades de comer algo similar iban a ser nulas pues debía someterme a una dieta más sofisticada y estricta.

Cuando cumplí doce años viajé a casa de mis abuelos y, como regalo de cumpleaños además de un hermoso cuaderno, elegí mi cena. Entusiasmada escogí una hamburguesa recordando las múltiples películas de la vieja era que había visto, donde todos eran felices comiendo una. En ese momento no lo comprendí pero años después me di cuenta que esa cena les había costado a mis abuelos un mes de salario pese a que nunca se habían quejado. Sin embargo, un mes de salario no era nada para los reyes.

Comí en silencio, observando una película hecha en su totalidad por y para nobles e intentando no pensar en cómo era mi vida antes del sorteo. Necesitaba estar fuerte tanto física como mentalmente para poder seguir adelante no sólo con mis planes sino también con mi vida. Me sorprendió no extrañar mucho a mis padres pero tan solo había transcurrido unas horas desde la última vez que la tristeza me invadió.

Luego de comer, tomé un baño el cual demoré tanto como Adeline me lo permitió para asegurarse que cumpliera con la agenda que llevaba cargada en su microordenador de oro. Volví a colocarme las prendas blancas y dejé mi cabello suelto para que el mismo se secara con el aire. Nos dirigimos entonces al castillo, en donde nos esperaba Zeta en el primer piso.

Zeta era un hombre de treinta años con el cabello de un curioso color azul, su piel intensamente blanca como si nunca hubiese sido expuesto al sol, era delgado y alto, sus ojos de un bello color azul y gris. Era, sin dudas, el ser humano más agradable que había conocido en la Capital y mi estilista personal por pocas horas.

—Necesito tiempo a solas con ella, Adeline –su voz era suave y despreocupada, muy a tono con su apariencia.

La mujer se retiró sin muchos ánimos y por primera vez en dieciocho horas pude respirar con normalidad.

—Eres muy bella, Aanisa –comentó Zeta, observándome de pies a cabeza y girando alrededor de mí-. Tu cabello es hermoso, de un color muy agradable aunque un poco descuidado, tu piel tiene el tono más bello que había visto ¡y esas curvas, niña!

Sentí mis mejillas arder pero procuré no avergonzarme en demasía. Sabía que era una muchacha atractiva, mis padres lo eran y los genetistas se habían encargado de que portara los mejores genes de mis progenitores. Aun así, nunca me había sentido más alagada que con Zeta.

—Cuando termine contigo parecerás un ángel. Anda, ven –me animó, invitándome a sentar frente a un espejo- empecemos con ese cabello.

Zeta cortó mi cabello, me aplicó maquillaje permanente claro –el que me aseguró que cambiaba cada día, combinando con mi ropa y que nunca me vería muy cargada puesto que lo había configurado sólo para mí-, eligió montones de prendas que me calzaban a la perfección, me obligó a probarme zapatos-zancos y me hizo jurarle que practicaría con ellos hasta manejarlos perfectamente.

Zeta iba a viajar también, pero en clase económica por lo cual era poco probable que nos encontráramos alguna vez. Iba a trabajar tanto como pudiera para poder pagar su pasaje, inclusive si eso significaba tratar con los nobles más desagradables de Pangea. Realmente era una persona admirable a pesar de su decisión de abandonar su hogar de origen.

—¡Luces bellísima! –exclamó, emocionado.

En todo el proceso de cambio no me había permitido verme al espejo pues él afirmaba que el impacto era mejor de esa forma. Sabía que mi cabello estaba más corto, podía sentir la diferencia en su peso. También llevaba falda y una bella camisa, ropa que nunca me había permitido usar pues no era muy útil para trabajar ni para asistir ancianos. Podía sentir que estaba diferente y me intimidaba un poco saberlo, quería seguir siendo la misma persona. No quería ser una noble más.

—Voltéate.

Tal como lo indicó, giré sobre mi propio eje y me observé en el espejo. Mi rostro lucía brillante, mis labios tenían un suave color rojo, mis mejillas portaban un sonrojo artificial que parecía bastante real, mis párpados llevaban una suave sombra gris y mis pestañas se encontraban rizadas. Mi cabello estaba más corto, unos quince centímetros por debajo de mis hombros; poseía un brillo hermoso, natural. Vestía zapatos bajos y una falda campana color rosa viejo, llevaba una camisa blanca y una chaqueta gris.

Lucía como yo, de eso no cabía duda, pero mejor adaptada a la situación. Zeta se había lucido y de alguna manera había leído mi mente.

Primera fase del plan: Lucir como ellos. Estado: completo.

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Como cada domingo, aquí un nuevo capítulo. Espero que estén disfrutando la lectura =)


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