Capítulo 03
Algunos días transcurrieron luego del anuncio y la esperanza de ser la elegida nunca había nacido en mí. Más aun, dudaba de la existencia del dichoso sorteo pues me resultaba sospechoso que luego de crear un gran revuelo en Pangea simplemente hubiesen decidido mantenerse en silencio. Estaba convencida –pese al dolor que ello provocaba- de que se habían marchado con su sosa nave a su nuevo planeta para nunca volver y nos habían dejado a nuestra suerte.
En los días siguientes me dediqué a seguir con mi rutina como si nada hubiese sucedido aunque por momentos me perdía observando la simpleza de nuestro hogar y la belleza que ésta constituía aún con la poca vegetación que quedaba. Observaba a la gente y la encontraba asombrosa a pesar de verla casi a diario, el cielo estaba más brillante que nunca y encontraba pequeñas raíces verdes entre el asfalto, reclamando el lugar que le correspondía en la tierra.
Podía ver una actitud semejante en el resto de la comunidad, a pesar de la desazón de saberse traicionados, las sonrisas tímidas no escaseaban. No era de extrañar que mi padre hubiese aumentado sus caminatas nocturnas para lograr conciliar el sueño pues, a pesar del cariño que le tenía a nuestro moribundo planeta, sabía que sin los nobles encargados de proteger nuestro aire, suelo y agua no pasaría mucho tiempo hasta que la vida se extinguiera.
No cabía en mí la idea de abandonar nuestro planeta y simplemente dejar de pelear. La humanidad lo había destruido pero también podía recomponerlo, los humanos siempre habían sido sumamente inteligentes y con su conocimiento nada era imposible, pero los encargados de tomar las decisiones prefirieron huir en vez de luchar.
Caminaba todos los días al trabajo, como una manera de expresar mi descontento con la decisión del Gobierno de abandonar el planeta, sabiendo que nadie iba a notarlo y en el recorrido me dedicaba a estudiar lo que me rodeaba. Sabía que las cosas se iban a poner feas en poco tiempo, sin científicos los recursos empezarían a escasear y probablemente la regeneración del aire puro se detendría; necesitaba recordar al mundo como había sido en la calma.
Prestando atención me di cuenta de que nunca me había percatado de las molduras que los edificios en su totalidad poseían cual adorno, imagino que las grandes estructuras blancas y los enormes paneles de cristal habían acaparado mi atención por completo, las plazas de la zona ostentaban hamacas y otros tipos de juegos recreativos que yacían en la soledad pues nadie contaba con tiempo para utilizarlos; la gente corría como si el mundo se acabara solo para llegar a tiempo al trabajo, no pedían permiso ni perdón, tampoco agradecían ni se miraban a los ojos.
Era como si el mundo, mi mundo, fuera uno repleto de robots y alguien llamado realidad me hubiese despertado de un sueño eterno.
Salía media hora antes de casa para realizar mi paseo y llegaba un poco tarde después. Papá me observaba con ternura y me preguntaba que había descubierto de nuevo, como si fuese un niño volviendo de sus primeros días de clases.
Un día, al entrar a la Sede Central de Fundación de Ayman quedé atontada al ver como la luz del sol se filtraba por el techo en forma de cúpula. Sabía que el mismo estaba formado por espejos de colores y tenía dibujos hechos con una antigua técnica llamada vitro pero nunca había tenido el tiempo suficiente para detenerme a observar.
Los colores formaban seres humanos alados que descendían del cielo y les daban a los humanos en la tierra cestas repletas de alimentos, sus rostros estaban repletos de goce y todos sonreían. Había animales en la imagen, algunos extintos ya y la vegetación abundaba. Ángeles. Ese era el nombre que le daba la religión a los seres alados.
La imagen había sido traída en el año uno de la nueva era de una vieja Iglesia en Italia, un país que se encontraba destruido totalmente por la Guerra y por las inundación pero que de alguna manera habían logrado mantener en pie sus monumentos y templos solo para trasladarlos a nuevos territorios antes que el agua finalmente los tapara por completo. Los reyes, quienes residían en Ayman antes de marcharse a la capital, decidieron construir un lugar dedicado a mostrar la historia del mundo siendo éste una réplica a gran escala de esa Iglesia utilizando los restos que habían tomado para ornamentarla. Se llamó Sede Central de la Historia.
—Aanisa.
Salí de mi asombro y miré a mi alrededor buscando el origen de la voz. En la cima de la escalera se encontraba mi jefe con su habitual ceño fruncido y una mirada de reproche en su rostro.
Bajé la mirada avergonzada y me encaminé tan rápido como mis pies lo permitían a la biblioteca. Fue en ese momento, al ver el rosto repleto de furia del noble que se encargaba de supervisar la Sede Central, en el que me di cuenta que no sólo habíamos perdido nuestra capacidad de elección sino también nuestra capacidad de percibir la belleza.
—¿Nuevamente en las nubes? –preguntó mi padre, al oírme entrar sin aparta la vista del antiguo libro que estaba estudiando.
Asentí con la cabeza aun sabiendo que él no podía verme y me coloqué mi uniforme. El mismo era una simple bata blanca, lentes protectores y guantes de látex, su finalidad era proteger tanto los escritos como mi salud.
Desde el día en que finalmente me había vuelto historiadora el Gobierno determinó que desaprovechaban mi potencial al hacerme digitalizar escritos antiguos que nadie consultaba y me enviaron al departamento de Investigación con mi padre, nombrándome su asistente en jefe. Lo que significaba que cuando él no estaba, yo era quien mandaba allí.
—No la culpes, Levi –me defendió Bill, un historiador-arquitecto que trabajaba con nosotros- todo es bello allí afuera.
—Nunca había notado el techo de la Sede –expliqué, abochornada mientras tomaba de la pila de libros un tomo viejo para inspeccionarlo.
—¡Ah! –exclamó encantado-. Uno de mis antepasados lo hizo colocar.
Chasqueé la lengua divertida, según Bill todos sus antepasados habían tenido su misma profesión y eran los artífices de las maravillas de Pangea. Ser historiador-arquitecto era una profesión escasa pues no todos contaban con el tiempo y el dinero para estudiar dos carreras, sin embargo Bill se deleitaba diciendo mentiras piadosas.
Su profesión era un tanto complicada, por lo que pese a sus mentiras lo admiraba. Contactaba directamente con los nobles y la monarquía, y se encargaba de construir sus viviendas como templos de Roma o Grecia. Para ello le pagaban una fortuna además de lo costoso que era poder obtener una vivienda independiente.
Pangea estaba sobrepoblada y en busca de una solución, los ministros decidieron que todas las viviendas debían ser propiedades horizontales conformadas por muros de hormigón blanco y múltiples cristales modificados para que la luz se reflejara en éstos –pero no se viera a través de ellos-, para así poder ahorrar lugar y energía. Mi familia vivía por suerte en un primer piso pero conocía algunas personas que vivían en el piso número doscientos de su edificio teniendo como única perspectiva las nubles.
Esa tarde nos quedamos trabajando hasta el anochecer puesto que Antonio –el jefe- nos había exigido terminar con los libros de Dioses griegos pues, en su inexperiencia, afirmaba que nada útil se podía obtener de ellos. Como consecuencia, mi padre me había obligado a volver a casa con él en autobús dado que, si bien la inseguridad era un cuento del pasado, afirmaba que a una chica linda como yo la podían seguir cientos de pretendientes rogando por mi mano.
Locuras que todo padre ha de soltar.
No objeté, era viernes y el sábado era nuestro día libre. Podría caminar tanto como quisiera, además todo lucía mejor a la luz del sol.
—Nisa –saludó mi madre al verme llegar y me apretó en un cálido abrazo- ha llegado una carta para ti. La dejé en tu habitación.
Sonreí y camine los escasos tres metros que me separaban de la misma. Estaba segura que era una carta de mis abuelos, quienes se habían mudado hace poco a un estado cercano: Mere. Desde hace un año todos los martes les escribía una carta contándole sobre mi semana a pesar de lo aburrida que resultaba, a la que ellos respondían todos los viernes con noticias sobre su emocionante vida de jubilados.
Las cartas habían dejado de usarse hace tiempo debido al costo que suponía comprar tinta y más aún papel, pero en algo teníamos que gastar nuestros tianes, sobre todo los abuelos Brais que eran de la nobleza.
Mi padre, enamorado de la vida desde el día de su nacimiento, había renunciado a su título en su juventud para poder ser historiador, poco después conoció a mamá, quien al igual que él era clase médium, y nunca más deseó volver a sus orígenes. Los abuelos aceptaron su decisión con gusto ya que para ellos la felicidad de su único hijo –el único que su dinero, a pesar de ser nobles, les permitía tener- era más importante que una posición social.
Debido a los problemas de la nueva era, ninguna familia podía estar conformada por más de tres miembros a no ser que se pagara una altísima suma para que el Gobierno hiciera una pequeña excepción. Un hijo podía conseguirse de dos maneras: adoptando o, la más común, dirigiéndose a un Centro de Reproducción y someterse a una extracción: un óvulo y un espermatozoide, de esa manera y asistidamente se concebía a un bebé el cual debía permanecer por nueve meses en un útero artificial hasta estar en condiciones de ser entregado a sus progenitores.
Eran escasos los casos en que se pagaba a mujeres, cuyos úteros y sistemas reproductores permanecían intactos, para alquilar sus vientres y tener un hijo de manera natural. Sólo algunos nobles que se jactaban de amar la naturaleza empleaban dicho método medieval. El único inconveniente era, además del alto costo, que los ojos del niño en cuestión podían carecer del característico color de la nobleza debiendo someterlo a temprana edad a una cirugía realmente molesta.
Mis padres habían optado por la segunda opción que todos tenían a mano sin importar el dinero que manejaran, dando así nacimiento a su única hija: mitad noble, mitad médium. Ojo azul, ojo verde.
La heterocromía era algo realmente común en Pangea. Si bien, los ciudadanos teníamos poco para elegir sobre nuestra vida, siendo condicionados por la clase social a la que habían pertenecido nuestros padres, aún poseíamos la capacidad de elegir a nuestra pareja. En consecuencia, como símbolo de la historia de nuestra familia, al gestarnos éramos modificados genéticamente para que nuestros ojos mostraran la clase social a la que nuestros padres pertenecían.
Era una horrorosa forma de separar a la población.
Entré a mi habitación y la luz se encendió de inmediato. Al igual que todos los cuartos de la clase médium era sencilla, contaba con una cama de una plaza en el centro de la misma, dos mesas pequeñas a los lados con cuadernos y un retrato de mi familia respectivamente. Poseía un armario pequeño y un escritorio con su perteneciente sillón, todos los muebles eran blancos y la decoración de un suave tono gris. Lo único que la diferenciaba del resto era una pequeña planta que había obtenido desde una semilla. Me costó una semana de sueldo obtener una maceta, tierra y agua pero el resultado era perfecto.
Encontré la carta sobre mi cama y me apresuré a tomarla. El papel del sobre era distinto, mucho más elegante y me alegré de que mis abuelos hubiesen tenido ese gesto conmigo. Aun así el papel no tenía impresión alguna más que mi nombre lo que me resultó extraño dado que para enviar una carta se debían colocar más datos.
Fruncí el entrecejo y la abrí. El papel en su interior también era elegante, de un hermoso color perla. Lo desplegué y contuve el aliento. Esa carta definitivamente no era de mis abuelos.
La misma rezaba una única palabra que logró ponerme los pelos de punta.
Prepárate.
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¡Hola! Para quienes no me conocen me presento, soy Florencia. Para quienes me conocen, sigo siendo Florencia.
Espero que la historia sea de su agrado y que les guste la manera en que está siendo narrada.
¿Quién creen que envío esa carta? ¿Para qué se debe preparar Aanisa?
Les recuerdo que actualizo los días miércoles entre las 10am y 12pm de Argentina. ¡Que tengan un bello día!
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