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Entrevista a @Denise_83 (Parte 1/2)

Cómo y por qué esta entrevista terminó con el manoseo de ciertos coreanos y una visita a la Muerte Roja, lo leerán a continuación. 

Fox será el encargado de guiarlos por esta tortura. 

*


—Fox, escucha esto —dice Legolas desde la cama. Despliega el pergamino y comienza a leer:

—Todavía podemos ordenar refuerzos desde Rivendel —me recuerda Legolas y se acomoda entre los almohadones de plumas. Es alto, hermoso y de ojos azules brillantes y agudos, siempre vestido de castaño y verde, incluso en la cama—. Si los atacamos por la retaguardia, esto acabará en un suspiro.

—Los orcos son el único ejército que tengo a mi disposición —suelto con una mueca—. Si los matan, seré el comandante de nada y no me gusta ser el comandante de nada.

—Pensé que Rothfuss era el comandante.

—¡Ja! Es el comandante de los pendejos, eso es lo que es.

—¿Y no fue ese "comandante de los pendejos" quien negoció los términos del tratado con los orcos y del reinado sobre Mordor?

—¿Términos? —Me echo a reír—. No seas idiota. Ya sabes que esos descerebrados temen al Anillo. Bastó con que Roths se los pusiera en frente para que aceptaran nuestras órdenes.

—Pues ya no.

—Lo que pasa es que esa pinche Maga les ha lavado esos pequeños cerebros que tienen. ¿Salarios justos y seguro médico? ¡Pero si se matan entre sí!

—¿Quién es ella? No la había visto por estas tierras.

—Es Lucía (o Edith o Alejandra), no lo sé. Cortázar nunca fue muy claro al respecto.

—¿Cortázar? ¿Así llaman a las Señora de las Estrellas en tu comarca?

—Es un wey que no viene al caso —chasqueo, impaciente—. La cosa es que esa Maga es tan distraída que se mete en problemas sin querer y me apuesto que le ha pasado otra vez.

Con suma cautela —no vaya a ser que una lanza me cruce la cabeza— echo un vistazo por el balcón. Decenas de pancartas rodean Meduseld, el palacio real de Edoras, una fastuosa edificación cuyo recubrimiento de oro bien podría pagar un año de exigencias salariales. Por el momento, es mi refugio y no me quejo. Tengo comida suficiente y a Legolas, a quién también me lo como de vez en cuando. De nuestra seguridad se encargan otros cien elfos, cuya puntería mantiene alejados a los orcos de los bajos del castillo.

Busco a la Maga entre las cabezas deformes y la encuentro fácil. Tiene un vicio que la convierte en una fumarola andante. Está hablando con un grupo de orcos que llevan lanzas y la miran embelesados.

—¿Estás seguro de poder con ella? —dice Legolas que ha llegado junto a mí en un pestañeo. Tiene los pies ágiles—. Negociar no es tu fuerte. Para eso tenías a tu amigo.

—Prefiero tu compañía que la de él y puedo divertirme todo lo que quiero, porque ya no me está chinga y chinga con su interminable cantaleta: Fox, no podemos preguntar esto. Fox, borra esa pregunta. Fox, no puedes ir por ahí quemando gente. ¡Me tiene hasta la madre!

—Sé que en el fondo lo extrañas, puedes admitirlo, no soy celoso. —Me pone la mano en el hombro y sonríe—. He sido amigo de un enano y no me avergüenzo.

—Que lo extrañe su abuela, porque yo no. —Le aparto la mano, no estoy de humor para cariñitos—. Sacarlo del camino ha sido lo mejor que me ha pasado. La huelga de orcos me tomó por sorpresa, pero ya veré cómo lo resuelvo.

—Pues resuélvelo rápido, porque veo acercarse algo en el horizonte y me parece que es la mujer que esperas y viene acompañada.

—¡Qué! ¡Pero la esperaba hasta la noche! ¿Estás seguro?

Entrecierro los párpados y miro hacia el campo, pero mis ojos cansados ven una mierda comparados con los de Legolas. 

—Se acerca muy rápido —dice—. Mejor te inventas algo o los orcos la destriparán.

—Pero entonces se acaba mi diversión —me quejo haciendo un puchero—. ¿Por qué no eres un elfo bueno y hablas con ellos? No sé, diles que acabo de depositar lo de sus sueldos, pero como es día inhábil, el oro pasará hasta el lunes. Ándale. —Le miro lascivo—. Sabré compensarte como te gusta.

—Es una propuesta tentadora, pero no. —Se separa y regresa a la cama—. Los orcos no me tienen en alta estima. Soy inmortal y no quiero pasar el resto de mi existencia convertido en pedazos. —Abre el pergamino y se echa a reír. Sé que está revisando la última entrevista—. Esta dama, Andrada, sí que te asustó, ¿no es así?

—Cierra el hocico —suelto y salgo de la habitación mentando madres. En eso choco con el jefe de los contratistas enanos.

—Ya todo está listo, Señor Zorro —alardea entregándome los planos—. Ni las minas de Moria son tan intrincadas como este lugar.

—¿Y la jaula?

—Ya la probamos y quedó "chida" cómo dice usted. Eso sí, esos hombres lampiños y afeminados no han dejado de temblar.

—Pues que les lancen agua helada para que tiemblen más fuerte.

—Cómo diga, señor. —Saca un pergamino de su chaleco—. Y le entrego la cuenta antes que se me olvide.

La miro y silbo.

—Les haré una transferencia —digo alejándome.

—¡Pero Señor, es fin de semana!

—Pues lamento que no hayan terminado antes.

—Pero tengo que pagar a mis trabajadores...

—Ay, si les pagas se lo irán a beber. Mejor te pago el lunes, ¿no? Las tabernas cierran los lunes.

Ruedo los ojos y salgo del castillo. Me paro en lo alto de las escalinatas y me tapo la nariz ante el hedor que se levanta. Los orcos no saben lo que es bañarse. Se me acercan con pancartas en alto y el rumor de sus consignas se hace oír.

—Ya, ya. Ya sé lo que quieren —les advierto y levanto el anillo. Retroceden gruñendo—. Miren, les debo, lo sé y les voy a pagar, pero con la caía del peso en la bolsa y los centroamericanos cruzando el país, mis finanzas no andan muy bien. —Más gruñidos de descontento. Los orcos comienzan a subir la escalinata y retrocedo mostrando el Anillo—. Pero los voy a pagar, no sean culeros. Fulanitodetal nos dejó en la bancarrota. Ese wey apostaba todo lo que ganaba. ¡No me hagan utilizar el Anillo, porque el pinche Sauron se queda corto a lado mío!

Hasta parece que mi advertencia dio frutos, porque dejan de avanzar, pero entonces comprendo que algo más ha captado su atención.

—Te dije que se acercaba muy rápido —dice Legolas dándome un susto. Lleva el arco en la mano y una flecha preparada. Me caga que siempre se aparezca de improviso el muy cabrón. Me oculto tras de él y miro sobre su hombro—. ¿Qué son esas cosas redondas?

En la fila más alejada del castillo, esa dónde la sombra de los muros no llega y los orcos mareados se han sentado a esperar protegidos por las pancartas, se ha producido un gran revuelo. Es algo extraño de ver y hasta chistoso, pero la sonrisa se me borra cuando comienzan a estallar cerebros. Son pequeños cerebros, puntualicemos, pero cerebros al fin y al cabo.

—Son esas pinches sandías —suelto, irritado.

—¿Sandías? ¿Son una raza de hobbits?

—Son frutas, todas redondas y jugosas por dentro, pero esas que ves son sandías asesinas.

Ruedan y rebotan; y Denise las guía sobre un corcel que está hecho de sandías. Resoplo mientras los orcos se arremolinan y cambian las pancartas por hachas oxidadas. El ataque les ha tomado por sorpresa.

Como bolas de cañón, las sandías vuelan hacia orcos que no tienen experiencia haciendo ensalada de frutas. Se rompen cráneos y las frutas ahuecadas rebotan sobre las cabezas abiertas hasta que sus dueños dejan de moverse.

—¡Ay! ¡Mis orcos! —resoplo tras Legolas y lo sacudo por los hombros—. ¡Haz algo, cabrón! Me quedaré sin ejército a este paso.

Mi amante levanta la cabeza hacia las almenas, donde veinte centinelas esperan sus órdenes.

—Pero esto es divertido —dice con una sonrisa—. ¡Mira como vuela esa! ¡Y esa otra es muy violenta! ¡Oh! ¡Y mira esa pequeña! —exclama con cierta ternura. 

Ruedo los ojos. De todas formas unos arqueros no podrán hacer demasiado contra el ejército de sandías. Terminarán atravesando más cabezas de orcos que de fruta.

—Creo que la Maga acaba de darse cuenta de lo que está pasando —dice Legolas y la señala. La veo avanzar por la multitud casi danzando, como si la carnicería a su alrededor no significara nada.

Lucía (o Edith o Alejandra) habla con Denise y se enfrascan en una discusión acalorada, mientras la masacre continúa.

—¿Escuchas lo que dicen? —le pregunto a Legolas.

—Hablan con un acento extraño, un español confuso.

—Es argentino y uruguayo —le digo—, pero lo bueno que no es chileno porque no entenderías ni una wea.

—¿Qué?

—Nada, nada. Tú dime qué le está diciendo Denise.

—Le ha dicho: Maga, que los orcos esos bajen un cambio. Vo' fumá, que si todo lo demás falla quedan las sandías.

La Maga asiente, Denise silba y las frutas asesinas dejan de rebotar contra la carne. La siguen entre cadáveres hacia el castillo. Los orcos están furiosos e intentan aplastarlas, pero la Maga los calma a través de un megáfono y ellos acuden a su llamado, embelesados.

—¡Pero qué entrada! —le digo a Denise cuando comienza a subir hacia mí y la aplaudo aunque no quiera—. Sabes lidiar muy bien con las protestas.

—Nah, qué va. Es cierto que estoy acostumbrada, porque estudié en un colegio a tres cuadras de la Plaza Mayo, pero soy una persona promedio, que ama leer y escribir y vivir tranquila.

Llega a mi altura y nos saludamos de mano.

—Pues muy tranquila no estarás por la crisis que está pasando Argentina.

La expresión le cambia.

—Tengo un miedo terrible de quedarme sin trabajo de un día para el otro —confiesa—. Todo está caro y ves negocios que cierran, y gente en la calle y te enoja...

La interrumpe un sonido de golpe. Ambos volteamos para ver como la sandía más pequeña ha derribado a un orco y le está rompiendo el cráneo. Las demás le han hecho un corro, mientras la sandía bebé, que tiene un pequeño popote incorporado, bebe el líquido negruzco a grandes sorbos. Se regodea entre la sangre. Satisfecha, con el líquido balanceándose y salpicando por la abertura que tiene en la parte superior, se aleja del cadáver. Los orcos, al notarlo, montan en cólera y se arremolinan junto al camino de vísceras que la pequeña sandía deja a su paso.

Las palabras de la Maga no son suficientes para calmar el encabronamiento general. Se desata una batalla feroz, de la que huimos por los pelos encerrándonos en el castillo. Escuchamos como las sandías rebotan contra la madera reforzada y cómo gruñen los orcos y hacen resonar sus hachas. Legolas sube a las almenas para disfrutar de la masacre y yo conduzco a Denise por el salón.

—Ha resultado peor que la final de la Copa Libertadores —suelto, preocupado por mis orcos—. ¿Crees que las sandías acaben con todos? 

—Eso espero, porque tienen que ayudarme —acota mirando el techo—. Esto no es cómo lo recuerdo —añade.

—Es que mandé a hacer unas modificaciones, ya sabes, para que tuviera un look más invernal. —La llevo por una puerta lateral—. ¿No te da cierta nostalgia?

Examina las colgaduras de terciopelo y los arcos góticos, y yo la conduzco por un pasillo y por otra puerta, hacia lo que será su perdición. Cuando estoy seguro que no sabe en qué parte del castillo estamos, entro al primer salón de tortura. El de color verde y que considero sencillo. Un sonido, cómo de reloj, sale del suelo.

—Ya sé dónde estamos —murmura con cierta inquietud.

—Me preocuparía si no lo supieras —le digo con un guiño—. Después de todo, El ataque de las sandías asesinas tiene algo que ver con este lugar, ¿no es así?

—Si te referís a que lo escribí tomando como base La máscara de la Muerte Roja de Edgar Allan Poe, estás en lo correcto. Este lugar parece la abadía del príncipe Próspero.

—Din, din, din —digo con una nota de sarcasmo—. ¡Eso es correcto! Lamento informarte que tu premio por acertar no será un cheque gordo, pero si respondes bien las siguientes preguntas, lo que ganas es salir viva de aquí.

—¿Qué?

—Lo que oíste. Verás... así como en la abadía del príncipe, he preparado una serie de salones con un color y un tema. Este salón es verde y su tema es el corazón delator. Ese sonido que escuchas, el que está debajo de nosotros, evoca aquel gran cuento del viejo Allan, y representa el peligro que nos aguarda.

—¿Y qué tiene que ver con la entrevista?

—Que te iré haciendo preguntas y mientras tus respuestas sean satisfactorias, iremos recorriendo los salones sin peligro alguno. Pero si te demoras en responder o tu respuesta no satisface mi curiosidad, se abrirá una trampilla y caerás hacia una pesadilla inimaginable. —Ensancho mi sonrisa—. No quiero darte muchos detalles, pero mi buena amiga la Muerte Roja está involucrada.

No parece muy contenta. Suspira y pretende alejarse del suelo.

—Tranquila, no te achicopales. Mira que la primera pregunta es la mar de fácil y ya casi la respondiste. ¿Cómo se te ocurrió la idea de tu obra más famosa? En este caso, sería la de las sandías.

Me mira como si la pregunta tuviera truco, pero responde de inmediato. Supongo que quiere salir lo antes posible.

—Lo escribí para un concurso de Wattvampiros, y había que elegir entre tres o cuatro disparadores que daban ellos. Uno decía que las sandías que se compran para Navidad y no se comen se convierten en sandías chupasangre. Cuando lo leí supe que tenía que elegir ese. La idea era desarrollar el asunto de la forma más lógica posible y que se sintiera creíble, pero se me complicaba. Ahí vino el gran Edgar para ayudarme. Usé su cuento La máscara de la Muerte Roja. —Entrecierra los ojos escudriñando la decoración—. Es un cuento que lo tengo muy presente porque lo releo cada tanto. Copié la estructura porque me venía al pelo y le agregué frases y guiños porque soy fan de la intertextualidad. A partir de ahí se escribió casi solo. Igual lo edité bastante.

—¿Ves? No fue difícil. Has sido muy sincera y estoy satisfecho. ¡Se abrió la puerta! —digo señalando la abertura bajo uno de los arcos góticos y la cruzamos—. Debo decirte que preparar esto no fue nada sencillo. —La puerta se cierra a nuestras espaldas y se escucha un chasquido de deslizamiento—. Los salones se mueven, haciendo que volver sobre nuestros pasos sea imposible. Estamos atrapados, ¿no es emocionante? —Por su mirada parece que no—. Bueno, tal vez le encuentres el gusto más adelante. Por ahora, concentrémonos en la siguiente pregunta.

—¿Lo que se escucha es un gato? —dice mirando las paredes que ahora son de ladrillo anaranjado.

—Ojalá fuera un gatito, pero los defensores de animales me prohibieron encerrarlo con el cadáver.

—¿Cadáver?

—Sí, está intentando salir de su calabozo detrás de la pared. Le he dejado las uñas largas para que las afile con el ladrillo. ¡Mejor que hacerse una manicura!

Me echo a reír, pero ella no lo encuentra gracioso. Resoplo.

—Quiero salir de aquí, hazme la siguiente pregunta.

—¿Qué es lo que más odias de Wattpad?

Se queda pensativa, pero el sonido chirriante la apremia.

—La gente que odia ciegamente el cliché y en general la gente que es despectiva con los demás y se enoja cuando otras personas son despectivas con ella —dice apresurada—. Aunque no sé si es exactamente odio, pero me molesta bastante.

La puerta se abre develando cierto resplandor.

—Vaya que estás contestando rápido —le digo mientras corre al siguiente salón. 

La sigo tranquilo y rio cuando para en seco mirando las paredes, cuyas grietas en zigzag despliegan un brillo amarillo sanguinolento. Hay una mesa en el centro, donde he dejado un buffet con diferentes tipos de cereales. Una figura ovalada se mueve sirviéndose de todo un poco y habla en voz baja. Las paredes que se ensanchan, parecen contestarle.

—¿Quién es? —murmura Denise.     

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