04. El horror de la calle Císter
Dudo si conseguiré concluir este manuscrito antes de que mis perseguidores den conmigo. Ignoro si sus páginas llegarán a ser leídas, o si acaso aportarán algún beneficio. No obstante, me veo compelido a intentar dejar constancia de lo que he presenciado, de las experiencias que he vivido y de los descubrimientos que he desentrañado. La verdad, aunque sea atroz y abominable, merece ser conocida por el mundo.
Todo se desencadenó el 6 de junio de 1991, en el tiempo en que desempeñaba mi papel como aprendiz en la venerable editorial Plaza & Janés, emplazada en la primera planta de un vetusto edificio en la calle Císter, en el corazón de Málaga. Fue entonces, alrededor de las cinco y media de la tarde, que aconteció algo inexplicable y perturbador. Extraños ruidos nos alertaron de que algo iba mal. Al abandonar nuestras estancias y adentrarnos en el pasillo, constatamos que una de las lámparas fluorescentes de los expositores que daban a la calle yacía destrozada en el centro de la estancia. Al regresar a la sala de ventas, donde impartía enseñanzas a otro aprendiz, la pizarra en la que estaba escribiendo se había desplomado. Un nuevo estrépito nos hizo volcar nuestras miradas hacia la puerta principal, donde el tope del cerrojo, que llevaba tres décadas sin ser removido, se hallaba arrojado en el centro del vestíbulo. Los lapiceros con bolígrafos y algunas cortinas también se precipitaron al suelo. Atónitos, observamos cómo un mueble se desplomaba sobre una mesa, dejando en su parte superior la impronta de dos manos, como si hubiera sido empujado por una fuerza invisible.
La incredulidad se apoderó de nosotros al presenciar la escena surrealista que se desenvolvía en las oficinas. Era como si una fuerza invisible y maligna se hubiese desatado, sembrando el caos en cada rincón del recinto. Descartamos la posibilidad de un terremoto, pues ningún temblor ni signo de movimiento sísmico acompañaba el desconcierto que nos envolvía. La idea de un sabotaje también fue desechada, dado que no compartíamos el edificio con más que los empleados del banco en la planta baja.
A pesar de la desconcertante ausencia de explicaciones lógicas, una verdad ineludible se imponía: el temor, un temor irracional y paralizante, se apoderó de todos nosotros. En un silencio opresivo, ninguno se atrevía a moverse ni a pronunciar palabra. Tan solo los ruidos, cada vez más estridentes y frecuentes, resonaban desde todos los rincones del edificio, como si este estuviera siendo asediado por una entidad diabólica.
En medio de este caos, nuestro jefe, el señor Cuesta, irrumpió en escena, regresando de una reunión externa. Al cruzar la puerta, una lluvia inesperada le empapó la camisa, como si un torrencial diluvio hubiese decidido manifestarse dentro de nuestras propias oficinas. Perplejo, nos interpeló, buscando respuestas ante el inexplicable suceso. Antes de que pudiéramos articular una respuesta, otro mueble se precipitó al suelo y una lámpara osciló peligrosamente sobre su cabeza.
"¡Evacuemos este lugar!" exclamó el señor Cuesta con voz enérgica. "¡Esto es una demencia!"
No hizo falta repetirlo. Todos nos lanzamos hacia la salida, abandonando tras de nosotros el caos y el horror que habían asaltado nuestras oficinas. Descendimos las escaleras con premura y emergimos a la calle, donde nos recibió un sol radiante y una brisa fresca. Inhalamos profundamente, liberando el alivio acumulado, mientras nuestras miradas se entrelazaban en un silencio cargado de incredulidad.
"¿Qué acaba de ocurrir?" indagó uno de los aprendices.
"No lo sé", respondió el señor Cuesta con gesto grave. "Pero no tengo intenciones de regresar allí hasta que se esclarezca."
Decidimos alertar a las autoridades, y al comunicar lo acontecido a la policía, nos enfrentamos a la inicial incredulidad. Sin embargo, nuestras facciones marcadas por el pánico y la indumentaria desgarrada y manchada sirvieron como testimonio palpable. Convencidos de la gravedad de la situación, optaron por enviar una patrulla para investigar los extraños sucesos que habían asaltado la normalidad de nuestras rutinas laborales.
En tanto aguardábamos, Joaquín, uno de los empleados, se encaminó hacia la catedral en busca de romero y agua bendita, arguyendo que dichos elementos nos protegerían de maleficios o influencias nefastas. Personalmente, no le presté mucha atención, dado que mis inclinaciones no son particularmente religiosas.
A la llegada de los agentes policiales, ascendieron con cautela al primer piso. Tras unos minutos, descendieron con el mismo semblante aterrorizado que nosotros. Relataron haber presenciado fenómenos inexplicables, describiendo la sensación de una presencia invisible dentro de las oficinas, manifestándose a capricho mediante el derribo y la destrucción de objetos. Mencionaron el hallazgo de un cuchillo bajo el escritorio del jefe, guardado en una caja en otro despacho. Sus relatos incluyeron la audición de voces y risas siniestras. Anunciaron su intención de contactar a superiores y a un perito en fenómenos paranormales.
Nos instaron a permanecer en la calle, a una distancia prudente del edificio, asegurándonos que la situación se resolvería pronto. Sin embargo, las esperanzas de una pronta solución se vieron frustradas.
Al día siguiente, varios parapsicólogos se presentaron para investigar los eventos ocurridos. Entre ellos se encontraba el doctor Sánchez, un hombre de aproximadamente cincuenta años, con gafas y una barba canosa. Este distinguido individuo era reconocido como el más famoso y respetado de su campo en España, habiendo contribuido con numerosos libros y artículos relacionados con casos de poltergeist, es decir, manifestaciones físicas atribuidas a una presunta energía psíquica.
El doctor Sánchez procedió a entrevistarnos individualmente. Me formuló preguntas sobre mi vida personal, mi salud, mis creencias, mis sueños y mis temores. Explicó que, en ocasiones, los poltergeists se originan a raíz de la presencia de una persona con una carga emocional o mental significativa, actuando como un foco o catalizador de energía. Me inquirió directamente si yo era esa persona.
Respondí negativamente, afirmándole que era un individuo común y corriente, carente de traumas o problemas particulares. Aseguré no poseer ningún tipo de poder ni tener intenciones de provocar los eventos que habían tenido lugar.
El doctor Sánchez me observó con escepticismo y sugirió la posibilidad de que no fuera consciente de mi potencial psíquico. Planteó la idea de que tal vez albergara algún don o maldición oculta, y aventuró la hipótesis de que yo pudiera ser el responsable de los acontecimientos. Sus insinuaciones me causaron indignación y ofensa.
Rebatí vehementemente sus afirmaciones, negando cualquier conexión con el poltergeist. Le acusé de charlatán, cuestionando su comprensión de la ciencia y la lógica. La tensión escaló cuando el doctor Sánchez, enojado, me tildó de ignorante, necio y ciego. Afirmó poseer pruebas irrefutables de la existencia del poltergeist y de mi participación en él, asegurando haber descubierto el origen y propósito del fenómeno.
Fue entonces cuando pronunció unas palabras que helaron mi sangre.
Aseguró que el poltergeist no era sino la manifestación de una antigua y maligna entidad anidada en las profundidades del edificio. Describió a dicha entidad como un ser primordial y abominable, una criatura cósmica y blasfema, una divinidad oscura y terrible.
Y luego, pronunció su nombre.
Cthulhu.
El doctor Sánchez prosiguió con su relato, afirmando que Cthulhu había permanecido en un sueño milenario bajo la tierra, aguardando el momento propicio para despertar y reclamar su dominio sobre el mundo. Detalló cómo la entidad había seleccionado el edificio de la calle Císter como su morada temporal, aprovechando la proximidad de la catedral y el poder de sus símbolos sagrados. Según él, Cthulhu había utilizado el poltergeist como una forma de comunicación con sus seguidores y detractores, sembrando el caos y el terror para preparar su inminente regreso.
En un giro aún más perturbador, el doctor Sánchez afirmó que yo era uno de los elegidos de Cthulhu. Sostuvo que descendía de antiguos cultistas que adoraban a Cthulhu y a los otros dioses primigenios, llevando en mis venas la sangre y el espíritu de aquellos iniciados en los oscuros secretos del horror cósmico. Aseguró que la marca de Cthulhu estaba impresa en mi alma, proclamándome como su hijo.
Rechacé con vehemencia sus declaraciones. No quería creerle y me resultaba imposible aceptar semejante revelación. Pensé que estaba trastornado o que pretendía enloquecerme. Le grité que callara, que dejara de proferir absurdos y falacias sobre mi persona. No obstante, él permaneció imperturbable, continuando su discurso con una voz grave y profunda que penetraba en lo más profundo de mi ser.
Las revelaciones del doctor Sánchez alcanzaron su cúspide cuando afirmó haber hallado el libro que contenía la verdad sobre Cthulhu y los demás dioses antiguos: el Necronomicón. Describió este tomo como una obra maldita y prohibida, creada por el árabe insensato Abdul Alhazred en el siglo VIII. Según él, el Necronomicón era un compendio de hechizos y rituales, de historias y profecías, de secretos y horrores, revelando la existencia de los dioses primigenios, los antiguos habitantes del universo y los señores del caos y la locura.
El doctor Sánchez aseguró haber encontrado el Necronomicón en la biblioteca de la editorial, entre los libros de ocultismo y esoterismo. Contó con avidez y sin temor las páginas de este libro prohibido, absorbiendo sus enseñanzas con pasión y devoción, sin mostrar arrepentimiento por sus actos. Confesó ser un adorador de Cthulhu y, más impactante aún, se declaró responsable de despertar a la entidad de su letargo.
Explicó que llevó a cabo un ritual en el sótano del edificio, donde descubrió una puerta secreta que conducía a una cámara subterránea. Con palabras y símbolos arcanos, con sangre y sacrificios, el doctor Sánchez afirmó haber invocado a Cthulhu, abriendo la puerta a la entidad cósmica con su voluntad y fe. La magnitud de sus confesiones dejó a todos presentes en un estado de estupor y temor ante las dimensiones desconocidas que se abrían ante nosotros.
El doctor Sánchez, en un tono de voz cargado de solemnidad, afirmó haber sido testigo de la manifestación de Cthulhu. Describió a la entidad como una monstruosidad indescriptible e inimaginable: una masa informe y tentacular, una cabeza gigantesca y grotesca, unos ojos rojos y malignos. Pintó a Cthulhu como una pesadilla viviente e inmortal, una fuerza cósmica e implacable, un dios oscuro e innombrable.
De manera aún más perturbadora, el doctor Sánchez afirmó haber mantenido una comunicación con Cthulhu. Sostuvo que la entidad le había transmitido su mensaje y su voluntad, ordenándole preparar su llegada al mundo. Según él, Cthulhu le había encomendado la tarea de reclutar a sus hijos y siervos, prometiendo recompensas y gloria a cambio de su lealtad.
En un giro aún más inquietante, el doctor Sánchez declaró que yo era uno de los elegidos. Me instó a unirme a su causa, a servir a Cthulhu con lealtad y obediencia, a adorar al dios cósmico con amor y reverencia. Finalmente, proclamó que mi destino era morir por Cthulhu. Las palabras del doctor resonaron en el aire, dejando una ominosa sensación de inevitabilidad y desesperación entre todos los presentes.
El relato alcanzó su desgarrador clímax cuando el doctor Sánchez, imbuido por la furia y el fanatismo, extrajo un cuchillo de su bolsillo y se abalanzó hacia mí con violencia desmedida. A pesar de mis intentos de escapar, su rapidez resultó insuperable. El filo del cuchillo se hundió con fuerza y precisión en mi pecho, provocando una oleada de dolor agudo e insoportable, seguido por una sensación de frío y vacío que se apoderó de mí.
Mientras caía al suelo, en el umbral de la agonía, mis ojos captaron la expresión triunfante y demencial en el rostro del doctor. Sus ojos brillaban con una luz roja y malévola, y de su boca emanaban palabras incomprensibles e inhumanas.
"Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn."
En su casa de R'lyeh, el muerto Cthulhu espera soñando.
En medio de la oscura agonía, luché por recuperar la conciencia, mi mente tambaleándose entre la realidad y la pesadilla que se desarrollaba a mi alrededor. Logré zafarme de las garras mortales del doctor Sánchez, aprovechando un momento de desconcierto que surgió tras su siniestro ataque.
Mientras escapaba por corredores oscuros y escaleras crujientes, el eco de los pasos del doctor resonaba tras de mí. Mi corazón latía con frenesí, y cada sombra se convertía en un escondite precario. ¿Cómo podía enfrentar a alguien que había desenterrado a Cthulhu y se entregaba a un fanatismo tan abismal?
Busqué refugio en las calles sombrías de la ciudad, siempre sintiendo la mirada fija del doctor Sánchez acechándome desde las sombras. Adopté una vida nómada, cambiando de escondite en escondite, con la constante sensación de que Cthulhu estaba presente incluso cuando no podía verlo.
Mis noches se poblaron de sueños inquietantes, visiones de la monstruosidad cósmica que el doctor Sánchez había liberado. ¿Eran premoniciones o la distorsión de mi propia cordura? No podía discernir la realidad de la fantasía mientras la influencia de Cthulhu se infiltraba en mis pensamientos.
Así, entre la huida desesperada y los sueños intranquilos, me encuentro escribiendo estas palabras en algún rincón oculto, temiendo que el doctor Sánchez pueda descubrir mi paradero en cualquier momento. No sé si estas letras serán mi última comunicación, pero debía dejar constancia de los horrores que se han desatado y de mi lucha por preservar la poca cordura que me queda.
Cthulhu vive.
Cthulhu se acerca.
Cthulhu reinará.
Que Dios nos perdone.
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