X. Entre Sombras
Esta es la quinta discusión que tenemos sobre el tema. Tocmas se sienta frente a mí ante una mesa con comida bajo la amarillenta luz de las casas de un pueblo conquistado y reconquistado.
Afuera el sol se pone entre los árboles. El símbolo de la revolución, una que también empieza a caer.
—Adria, entiende que si descubren quién los está ayudando todo lo que hemos hecho se va a la mierda —Tocmas insiste.
Un año después del incendio, las líneas rojas de las cicatrices, como electricidad, cubren parte de su rostro y se esconden entre la tela del uniforme. Nunca se difuminaron del todo, y dudo que lo hagan. Tomo del centro de una mesa redonda un panecillo.
—Catorce años, Toc, desde que nos metimos en el ejército negro, catorce años buscando y no tenemos nada. No hemos hecho nada. — Dejó el pan sobre los destartalados platos con frutas y carne seca—. Podemos ayudar.
—Zena te lo dijo, yo te lo digo: ya no podemos hacer nada. Pero todavía podemos encontrar a Lutz, al menos saber qué le pasó. — Tocmas se levanta de la mesa con un vaso de lata entre las manos y se acerca a la ventana redonda que cubre la mayoría de la pared—. No puede. detenernos. Ya no es solo Fungst y Numir: es Saare y le seguirán todos los demás.
Sé que tiene razón. En un mes caerá Miek, después seguirá Saare y, tan pronto como se deshagan de los ministros, Fungst. Llevan planeándolo mucho tiempo y si quitan a los Lemont, desbloquean su última traba.
—¿Y nosotros? — pregunto aunque la respuesta es lógica. Siempre ha sido la misma.
—Tenemos más oportunidad de encontrarlo si estamos con los que ganan. —Tocmas me da la espalda y bebe de su vaso. La habitación es tan pequeña que no nos separa un metro—. Te están buscando en Fungst también. Quieren descubrir quién eres.
—Son demasiado idiotas. Les advertí que no buscarán. —O esto podría pasar.
Puedo predecir mis siguientes órdenes: capturarlos. Porque me buscan de ambos lados; me quieren en ambos bandos y yo solo tengo tiempo para el ganador.
El sol desaparece y las luces se encienden en el pueblo, en nuestra base cerca de las fronteras, cerca de nuestros futuros prisioneras de guerra.
—Una última carta. Una advertencia. —pido. No debería necesitar su permiso, pero en este punto, él tiene la mente más cerca del juego—. Por la niña
Un idioma distinto para cada carta y a veces, un código para acompañarlo. No volvieron a verme, pero yo sí; los seguía, entre las sombras y sobre sus pasos desconfiados. Seguí los fantasmas de la historia que dejaban atrás y a esa niña de ojos claros y cabello rosado que crecía sin ellos. En realidad, fue Tocmas quien la siguió por mi en muchas ocasiones.
Veo el fantasma de aquella niña en los ojos miel que se reflejan en la ventana.
—No puedes proteger a todos los niños que encuentres. —Solo puedo ver su reflejo, como un cristal que nos separa, como una pared de hielo que lo defiende de sí mismo.
—Tu también intentas protegerlos— Dejo el plato en la mesa y me levanto en busca de papel y un idioma nuevo. Tiene que haber algo en estos cajones —. Creo Toc, que es un poco tarde para esa clase de hipocresías.
Ríe y su aliento empaña la ventana. Desliza sus manos sobre la cicatriz, sus ojos fijos en aquel ensoberbecido reflejo, el más correcto de todos los que encontramos en los espejos.
—Yo escribo esa —Tocmas deja la lata y me quita de las manos el papel—, por si alguien busca tu letra.
—Igaul van a buscarme, Toc, y cuando lo hagan voy a probarles que yo no soy Púrpura.
• • •
A mis pies hay un hombre de cabello rosado como los atardeceres. A su lado, una mujer con cabello color nube y ojos de relámpago me atraviesa con la mirada. De rodillas como deberían estar, en la piedra, en los caminos alejados de Fungst y cerca de las fronteras, perdidos entre los árboles que empiezan a florecer y la neblina de las primeras horas de la mañana.
Fue fácil, demasiado. Los diplomáticos, a la espera de paz, olvidan que lidian con veneno.
Al menos tenían dos escoltas armados. Que pena que cayeran dormidos tan rápido. Lía extiende los dedos a un arma que pateo lejos de su alcance.
—Tu no eres púrpura. ¿Dónde está? . — Mikel dice, como si no fuese obvio.
Los que se quedan en la política y sus mentiras, olvidan las trampas de los que no juegan con las mismas reglas. Ellos no jugaron con mis reglas y he aquí la trampa y las consecuencias.
Rio con la oscuridad acumulada por los años. Chasqueo los dedos a las sombras que aguardan detrás de mí en sus uniformes. Obedecen como los títeres que son y los toman por los brazos. Los alzan hasta que quedan suspendidos a mi altura. Quiero verlos, ver sus ojos. Habría pasado tarde o temprano, al menos por un tiempo hicimos algo juntos. De la boca de Mikel cae un hilo de sangre que ensucia su pulcra camisa.
—Pensé que sería más difícil. Me ofenden —digo con la risa todavía deslizándose como la lluvia en las flores de la primavera—. ¿Me van a decir quién es la maldita rata que los ayuda? ¿Vamos a hacer esto fácil?
Un movimiento de mi mano saca un cuchillo de los pliegues del uniforme. El mango se acomoda entre mis dedos y lo limpio con aburrimiento en la tela de la chaqueta de camuflaje verde.
—No sabemos nada. — Lía tiene la osadía de decir la verdad.
—Claro — digo sarcástica . Clavo la punta del cuchillo en su mejilla y deslizó la hoja hacia abajo —. Nada.
El carmesí destella en el frío metal y se funde en la luz del amanecer que atraviesa los árboles. Lía aparta la vista con los ojos cerrados. No son soldados. Son inútiles, pero no hablan, porque no tienen nada. Nunca les di nada que puedan decir.
—Dice la verdad. — Mikel se retuerce contra la sombra que lo sostiene.
No necesito decir nada para que lo aplasten contra las piedras. Los guijarros se clavan en su piel. Mientras más se mueve, más se clavan en busca de sangre.
—Será por el camino difícil. —Sacudo la cabeza con una sonrisa fingida, la sonrisa de la comandante de las sombras—. Llevenlos a la base. Y rápido, imbéciles. Que no vean el camino.
Los cargan como animales: atados, amordazados y arrastrados entre las ramas por vehículos de dos ruedas. Las cuerdas los atan para que no caigan, pero no evitan que se golpeen contra todo el bosque. No vuelvo la vista a los golpes y las quejas. Les dije que no busquen, les advertí que se alejaran. Yo sigo órdenes, las únicas que algún día me pueden decir donde está mi hijo.
Debieron cuidar de su hija cuando tuvieron la oportunidad. Huir cuando pudieron hacerlo.
Al llegar, desmonto del vehículo, que baja al suelo despacio al desactivarse el campo magnético que lo sostiene en el aire. Las luces azuladas se apagan y, con ellas, el zumbido del motor. Lanzo el casco a los soldados que esperan nuestra llegada como una guardia inútil; Mikel y Lía son mansos.
—Comandante —la soldado que vigila la entrada de la prisión abre las puertas—, T 18 llegó hace poco se Miek.
Asiento para que sepa que escuche, pero me dirijo a los soldados que me acompañan.
—Vean lo que saben. —Indico que bajen las escaleras de piedra a los túneles con un vago gesto.
Tomo el mismo camino que ellos y la trampilla se bloquea detrás de mí. Los soldados no dejan que los encuentre en los pasillos, se apresuran a cumplir, a ser ellos los que provocan dolor y no quienes lo reciben. Un grito perdido hace eco en las paredes y se pierde en un sonido sin sentido. Uno más y ninguna respuesta.
—Comandante —un hombre de espaldas, con las manos en posición de descanso, me llama desde una de las puertas de metal. Las luces rosa de los pasillos se funden con el rojo de su cabello hasta que son un mismo color. Pero yo distingo la voz de mi hermano—, creo que quieres ver esto.
Tocmas se gira para mirarme, para que vea el volcán que busca estallar en sus ojos. Aprieta la mandíbula y las chispas me advierten que, sea lo que sea que espere detrás de esa puerta, debo poder controlar mis reacciones.
—Ábrela entonces.
Presiona la mano contra el panel junto a la puerta de metal. Un círculo se carga en la pantalla y termina en un chasquido que abre la puerta a una celda de piedra, tan cuadrada como nuestros mejores oficiales.
La única luz entre por una rendija a tres metros sobre el suelo. El eco del sufrimiento llega una vez más desde el final del pasillo, pero aquí domina el incansable goteo del agua en las paredes. Un bulto se apega a la pared final. El frío de la primavera aquí es un invierno.
En mi uniforme busco un tubo metálico que sacudo hasta que una trémula luz anaranjada se proyecta en toda la sala desde la punta.
Distingo el cabello rosa hasta los hombros, mejillas sonrosadas y cascadas de lágrimas. Un nombre se repite entre los sollozos y la desesperación de ojos color océano.
—Celia. Por favor.
Cierro la puerta con un estruendo que sacude al resto de puertas del pasillo. Apoyo las manos contra el metal de la puerta y cierro los ojos a la luz tenue del pasillo.
¿Cómo pudieron hacerle eso? Por supuesto que le hicieron eso, porque los niños son herramientas muy útiles. Sirven para chantajear y para torturar.
Respiro. No puedo hacer otra cosa. Respiro para no cometer una estupidez.
—Me largo de aquí. Que se encarguen ellos del interrogatorio. Tengo otras cosas que hacer. — Me alejo de la puerta y Tocmas me sigue.
Escucho sus pasos en la escalera y la trampilla se cierra detrás de mí. En el pueblo soldados se alistan para partir a Miek. Se disfrazan de civiles y esconden las armas en la ropa.
—Es bonita, Adri. —Tocmas susurra una advertencia de lo que puede suceder. Nos alejamos de la entrada a los túneles, oculta entre las piedras, y nos dirigimos a la estación—. Creen que tiene información o que pueden usarla. Lo escuché del teniente que la trajo.
Órdenes de la coronel C 12 seguramente, igual que las mías. Las sombras no piensan solas.
Por ahora ignoro la primera parte en la ridícula esperanza de que pueda que, por una vez, la dejen en paz.
—Tú y yo sabemos que ella podría ser un fantasma para ellos. Si sabe algo no va a ser suficiente.
Nos detenemos a una distancia prudente de la plataforma y del riel, lejos de sombras curiosas que puedo vigilar desde aquí. Han cargado ya la mayoría de cajas.
—No lo creo. Nadie mejor que tú y yo para saber que haría un padre por sus hijos... o un tío por su sobrino. —Tocmas agarra del cuello del uniforme a un soldado que tropieza con las cajas apiladas y lo lanza a un lado. Debimos ir más lejos—. Levanta eso, mierda. El tren debe estar cargado para el mediodía.
Esta noche el campamento habrá quedado a medias vacío. No habrá gritos de victoria, ni botellas haciéndose añicos. No habrá enfrentamientos, sino preparaciones para la segunda fase. Es una fase que se reproduce como las arañas, a escondidas hasta que es demasiado tarde para deshacerse de la plaga.
A nuestro alrededor, soldados con gorras negras descargan cajas que llegan desde la ciudad a la estación. Otro grupo carga las siguientes cajas, las que se dirigen a Miek: al desierto, la jungla y al sur .
Pronto lo que vendrá en estos vagones serán reclutas nuevos que acompañen a las municiones. Algunos quizá, irán al sur, al segundo frente que se abre poco a poco.
823 estará entre los nuevos. Y si Lutz estaba en el complejo, también estará entre ellos. Pero hoy solo hay cajas.
• • •
Los prisioneros se mueven con nosotros. En Miek, las bases se construyen bajo tierra, lejos de los entrometidos ojos internacionales. Túneles como los del complejo, como los que alguna vez pertenecieron a ancestros ya olvidados en días con sol anteriores a los días sin sol.
A veces tengo la inútil pregunta de qué pasó para que se apagara el sol por tanto tiempo. ¿Que hizo que regresara?
—¿Las revueltas? — pregunto a los tenientes frente a mi.
Sus caras las conozco, más adultas, más enmascaradas por la crueldad que se adhiere como la humedad a las paredes de piedra de la sala. Mi paisaje ha cambiado de las montañas de Numir a la neblina de los bosques que bajan a la jungla de Miek.
—Cada día más violentas, señora.
—No es suficiente. Quiero que ese pueblo estalle en odio. —Apago la pantalla con los últimos informes y la deslizo sobre la mesa a los tenientes frente a mi—. Escuche suficiente de su incompetencia. Retírense.
Los tenientes salen por la puerta que, con una sonrisa de burla, Tocmas abre para ellos hacia los pasillos laberínticos.
—Eres exigente —bromea.
—Aprendí de alguien —bromeo de vuelta y me alejo de la innovadora mesa hexagonal. Deberían inventar cosas más útiles—. ¿No han hablado nuestros invitados?
—No tienen nada que decir. — Tocmas ojea las páginas de un libro que no sé de dónde sacó, pero que pienso quitarle para leer—. Saben que su hija está aquí. Después de un mes hasta esos idiotas tenían que darse cuenta.
—Todavía creo que podemos hacer algo, Toc. — Le arranco el libro de las manos para leer el título, difuminado por los años. Apenas distingo letras.
—¿Qué piensas hacer? Ya discutimos esto, Adria. Eso es suicidio. —Tocmas recupera el libro antes de que pueda descifrar el texto y lo alza sobre su cabeza—. No tienes permiso.
—¿Permiso? Soy comandante, imbécil. —Salto a la pared para darme impulso.
Mi pie da con la luz azulada y arruina mi salto perfecto. Aterrizo en la mesa en lugar de su espalda y vuelvo a lanzarme sobre él. Tocmas me esquiva sin inmutarse. La herida, en realidad, no hizo nada con sus reflejos, pero era una excusa excelente para retirarlo.
—Y mi hermanita. —Sonríe y oculta el libro en el interior de la chaqueta. Su sonrisa desaparece en una mirada que me recuerda a nuestros padres. No pienso perderte por una idiotez —me advierte, inclinándose para mirarme a los ojos.
—Y si me pierdes no va a ser por cualquier idiotez, no te preocupes. —Cruzo los brazos y me giro para abrir la puerta—. Tengo hambre.
—Treinta y cuatro años y no cambias— se burla Tocmas.
—Treinta y seis años y tú tampoco. —Lo empujo a un lado con una sonrisa.
Hay cosas que nunca deben cambiar.
Antes de que Tocmas busque algo con lo que discutir, un grito quiebra el aire y el mundo se vuelve inestable a mis pies. Un formato que trae el pasado en un remolino de tiempo.
Ese grito lo conozco. Porque alguna vez fue mío. Solo hay una cosa que lo causa. Se puede decir que son dos, pero no creo que esto se trate de un asesinato.
No siento mi cuerpo, ni las manos, pero las veo temblar cuando se aferran a la pared. No sabía que las celdas estaban tan cerca de la sala de comando.
Solo hay una cosa que lo causa. Ese es el grito de un alma que le han quitado la voluntad, la dignidad, la inocencia que quedaba, fracturada a sus pies, despedazada hasta que solo queda deshacerse de los sentimientos, desaparecer hasta que termine todo.
—¿Adria? —Tocmas me separa de la pared, me regresa a la habitación y me sostiene por los brazos para evitar que caiga. Después de tantos años—. No sé qué te pasa, pero tienes que respirar antes de que te desmayes.
—A-alguien, alguien. La niña. Toc. — Busco las celdas pero solo encuentro una puerta entreabierta y un pasillo vacío. Náusea sacude mi cuerpo y debo respirar más profundo para mantenerme en el presente. Cubro mis oídos a los gritos que desaparecen en un silencio terrible—. Sácame de aquí. Sácala de allí. Sácame.
Hay una luz púrpura en las paredes y lágrimas que mojan mis manos cuando pasan de cubrir mis oídos a cubrir mis ojos.
—Si te saco así, van a haber demasiadas preguntas. — Tocmas, como nunca, me abraza.
Sigo su respiración hasta que las lágrimas paran y mis manos se sienten más de acorde al calor de la sala. Sigo los reflejos de la luz morada sobre el uniforme de mi hermano, cuento los segundos en sus latidos porque no confío en los míos.
—Tenemos que sacarla de aquí. —Sollozo al vacío de una habitación de piedra y luces azules demasiado frías—. Tiene diecisiete años. — susurro. Yo tenía dieciséis—. Solo tiene diecisiete años.
—Yo iré a verla. — Tocmas me suelta con cuidado en una silla.
Me levanto de la silla con un océano en el pecho. Lo detengo por el brazo y sacudo la cabeza.
—Lo último que necesita ver es un hombre más. —Lo digo por experiencia.
—Ve entonces. Yo te cubro.
Como siempre ha sido.
Seco mis lágrimas y me cubro con la capucha y mascara del uniforme para atravesar los pasillos. Dos puertas dividen las celdas de las demás áreas: una con un panel de reconocimiento biológico y una mucho más simple. Ninguna detiene a un comandante. Abro la celda.
No había duda. Hay una sola niña entre los prisioneros.
Solo una niña puede gritar así, como si el sol la hubiese abandonado.
Ella se acurruca en el suelo. Es una bolita nada más, una flor aplastada y encendida en las llamas del llanto. Se cubre con los brazos cuando escucha la puerta abrirse. Su súplica pierde todo sentido en los sollozos que la confunden, en los idiomas mezclados. Esta celda es más pequeña que la primera, pero ahora se ve gigante.
No le digo que se tranquilice, porque eso ya se lo habrá dicho su monstruo.
Me siento frente a ella. La puerta cerrada. La ventana, o rendija, esta vez no trae luz, solo follaje. Bajo la capucha, pero no la máscara, y coloco un paquete de papel con las galletas que Tocmas me trajo para ella.
—No es tu culpa, pequeñita. —Busco en un laberinto de respuestas erróneas lo que yo habría querido oír. Sus ojos me miran detrás de una nube. Es lo único que se me ocurre—. Este sitio está lleno de monstruos.
Espero que no me vea como uno. No voy a tener una respuesta; solo el eco de los sollozos, del dolor, y brazos que se contraen para cubrir su cuerpo. Si tuviese mi chaqueta se la daría, pero tal vez tiene demasiadas insignias de todas formas. Puedo hacer algo más por ella.
—Escúchame —cierro los ojos. Es demasiado pronto, pero no hay otro momento—, cuando tengas la oportunidad, corre. La salida está a la izquierda.
No hay nada que sirva en este momento. No hay esperanza que no sea mentira ni palabras de consuelo. Pero no tengo que darle nada falso.
Al salir dejo las puertas a milímetros del cierre magnético.
—N 908 —llamo al chico que vigila la entrada—. ¿Dónde está la muchacha y por qué no está en su celda?
—¡Comandante! —N 908 acomoda su cabello azulado y café. Debería cortarlo un poco más—. C 232 entró hace una hora. Me dijo que me retirara, que podía descansar un minuto, que usted le dijo. —N 908 retrocede hacia la puerta.
—Llama a cada idiota en este piso y que C 232 esté entre ellos. — Conozco al monstruo, pero no me corresponde matarlo. Conozco a su cómplice, todos son cómplices—. Pedimos un prisionero por su incompetencia.
—Sí, señora. Permiso señora. Diez minutos y los tiene a todos en... — 908 se queda en la puerta, como un idiota.
—Al comedor, imbécil. ¿Seguro puede solo? ¿O para eso también tengo que perseguirlos y recordarles que tienen que hacer?
—No, señora. Diez minutos —repite y desaparece de mi vista.
Al salir, dejo esa puerta entreabierta y me dirijo al comedor. Tendré que mandar gente detrás de ella. Al menos ya no está encerrada con ellos.
—¿Qué hiciste, Adri? — Tocmas se une a mí en el pasillo. Su sonrisa delata que ya escucho las importantes noticias.
—Fueron esos idiotas los que la perdieron por no seguir órdenes. — Le sonrió de vuelta. A mi hermano no tengo que darle razones ni explicaciones. Él habría hecho lo mismo—. Yo solo hago lo que tengo que hacer.
Lo terrible de las guerras es que no paran si nadie tiene la fuerza para pararlas, si nadie se queda sin fuerzas para continuarlas. Avanzan, y con ellas avanza una plaga que carcome la humanidad de los involucrados.
Yo preserve la mía junto a la memoria de mi hijo, junto a la humanidad de mi hermano. La guarde en las lágrimas y las sonrisas del pasado.
Sonrisas que no he visto en catorce años y sonrisas que conocí en otros. Sonrisas de miel, pero no la misma miel.
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