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VIII. Entre el invierno y el otoño

No quería escucharlo pero lo oí. No quería verlo pero lo vi. ¿Cómo no hacerlo? Estaban a mi lado en aquel campo desolado. Tierra de ceniza. Tierra de nadie.

Erias apoyaba su espalda contra el tronco del árbol, sentado en una rama y probablemente exhausto. Sobre él, en otra rama, G 232 miraba al cielo con una tranquilidad extraña, la tranquilidad de la mañana que llega tras la noche. Su cabello negro se revolvió con el viento en un remolino verde. Sus ojos se cerraron al paso del viento.

No creo que sabían que estaba en el árbol junto a ellos; esperabamos una señal de que habíamos perdido o ganado o, más seguramente, ninguna de las dos.

—Erias —llamó el muchacho—. ¿Harías algo por mi?

No me gustó nada su sonrisa. No fue algo en lo que podría haber interferido.

—Dime. — Erias no dudó, no con su amigo.

Los había visto juntos desde siempre, desde el complejo. El mismo equipo de tiradores expertos, la misma sonrisa cómplice y el mismo conteo de muertos.

—Disparame. Aquí. —Apuntó a su frente—. Ya no aguanto más.

— Gio... —Erias alzó su arma, como si confiara, al menos a medias,  en lo seguro de la decisión—. ¿Seguro?

—Hace días que lo estoy.

Lo siguiente que vi fue su sonrisa cuando la bala atravesaba el exacto punto que el chico había apuntado hace unos segundos. Su cuerpo se desplomó y golpeó cada una hasta llegar al suelo. No quise ver, porque sabía lo que encontraría al fondo, lo qué pasa a las cabezas que golpean el suelo desde esa altura.

Pero Erias sí bajó la vusta; y después de tantas muertes incontables y perfectamente contadas, vi un alma quebrarse, derretirse, perderse con el cuerpo que cayó entre las ramas.

—¿Qué fue eso? —Tocmas gritó desde el suelo como materializándose de entre los arbustos —. ¿No les indique que pararan el maldito fuego?

Pero yo solo veía al niño, de cabello claro, de ojos gris tormenta que se desbordaban en lluvia por primera vez. Su espalda contra el tronco, su arma contra el pecho.

Un niño más. Un niño que no pude salvar.

—Comandante. — Bajé del árbol. El cuerpo a mi espalda, la sangre roja entre las flores del otoño. La sangre brillante para las flores brillantes—. Se disparó solo.

Con un movimiento de los ojos apunté al muchacho entre las ramas. Tocmas apretó los labios.

—No podemos decir que no lo hayamos pensado todos, en algún punto.

Y no mentía. Y esa era la peor parte.

—¿Qué hiciste? —pregunta mi hermano dentro de la habitación del comandante horas después.

Hicimos túneles en la tierra. Usamos las grutas de guerras y tiempos antiguos. La piedra es mejor que la tela para protegerse del frío y de las balas.

Semanas, meses sin avanzar; nos dan el tiempo para estas cosas, para armas bases. Pueden darme las gracias.

Horas, parece que han pasado días desde esta mañana.

—Nada. Se lo dije a la muchacha, Anira. Es la única que podría calmarlo, evitar que pase dos veces el mismo día. —Niños con armas.

Incluso los más adoctrinados, las máquinas perfectas, fallan, se quiebran en lo más central, eso que todos tenemos, esa conciencia que no sabemos explicar.

—¿Bajó del árbol? ¿Quitaron el cuerpo? —Tocmas siempre ha tenido favoritos; ambos tenemos problemas de favoritismo.

Me gustan los que se sumergen en lava hasta quemarse por completo. Como yo lo hice. Como mi hermano lo hace. Los que dan todo hasta que no pueden dar más y se consumen.

Los que todavía aman, todavía sienten, todavía son humanos.

—Les indique que lo quemaran,  como dicta la tradición. —Levanto una de las armas de mi hermano para no mirarlo.

—No hemos seguido esa tradición en años.

—Me pareció una buena ocasión.

No quiero que se pierdan las tradiciones. Solíamos vestirnos de rojo. Sus compañeros se vistieron de rojo. Solíamos prender fuego a los cuerpos.  Esta  vez lo encendieron con el estallido de una bala.

No hay palabras cuando pasa esto, y no hacen falta.

—Toc, no creo que pueda recuperarse —digo al cabo de unos segundos.

—No puedo hacer nada, Adri. Créeme que lo sacaría si pudiese, pero es Lutz o él.

Y Lutz siempre ha estado primero.

• • •

Dos semanas después me encuentro con un comandante desesperado y un campamento de cabeza a mi regreso de una misión entre las ramas y las trincheras.

En invierno los uniformes son blancos con gris, los árboles son palos secos en medio de un paraje blanco, helado.

Los amaneceres son preciosos, son cortos. Los ataques también se vuelven más cortos. 

—Teniente, ¿donde carajo está mi tirador y la muchacha de los mapas? —Tocmas se para frente a mi con los ojos de un desquiciado.

Lo empujo a un lado con el hombro y lanzo mi chaqueta cubierta de nieve a una pila.

—Acabo de regresar, comandante; ¿cómo mierda voy a saber dónde están sus soldados? Yo me lleve a otros y los traje a todos. Es más, le traje uno más. —Apunto con el cuchillo a un soldado de Fungst que decidió buscar demasiado cerca.

Yo no prometí nada a los ministros. Les advertí que se mantuvieran lejos y esta es mi segunda advertencia.

El chico, en su uniforme, me mira con un desierto de terror en los ojos. Me agacho hasta quedar a su altura y le sonrió sin piedad. Cuando me incorporo, me valgo de sus hombros y deslizo en su uniforme una carta para los Lemont.  

—Cuelguenlo de un árbol cerca de la zona de guerra —indico y le doy la espalda. Un teniente no puede dejar la crueldad de las sombras, no del todo. La consciencia acabas por ahogarse o terminas como G 232—. Si tiene suerte lo encontrarán.

Dos lo arrastran de vuelta al bosque. Salimos con las sombras y regresamos al campamento con la llegada del sol. Necesitábamos información y eso es lo que sacamos. Nada más importa.

Tocmas se pasa las manos por el cabello exasperado. Algo ha pasado desde el atardecer, algo que tira de los hilos que unen un alma cosida a trozos.  Se da una vuelta y se dirige  a todos los que siguen alrededor.

—Quiero que encuentren a esos dos imbéciles, ya. —Tocmas grita  y el resto obedece. Nunca se nos pierden los soldados, no cuando no han habido ataques todo el día—. Si no aparecen hasta el atardecer alguien más pagará por ellos.

Sigo a Tocmas cuando desaparece por la entrada de los túneles, hacia la sala de comando.

Paredes y suelo de piedra negra. Luces azuladas como las del complejo, que tantas veces he visitado

Lanza la chaqueta y los guantes al suelo junto a la mesa de metal, sobre la que se alza un mapa holográfico.

—No están, Adri. Tampoco van a encontrarlos. —Apoya las manos en la mesa y emborrona medio mapa.

La luz blanquecina del holograma le atraviesa y se  hunde en las chispas rojas que saltan de su cabello. Aprendemos a controlarlo cuando nos entrenan; esa estupida respuesta a la adrenalina que te convierte en un blanco en medio de la oscuridad,

Hoy el cabello de mi hermano brilla rojo neón como las flores del otoño. Las flores junto a la sangre, los dos distintos tonos de rojo, igual de bellos, igual de rojos.

—¿Quienes no están, Toc? — pregunto. Trato de mantener una calma que burbujea con ansia. El tirador y la muchacha. Hay dos personas que lo pueden poner así, dos que si se pierden lo despedazaría.  Ya veo los pedazos—. Erias y Anira.

Golpea la mesa cuando se incorpora. La luz de la mañana, entra azul grisácea,  por la rendija que pretende ser una ventana. Aquí no hace frío; la piedra, oscura como casi todo aquí, nos protege. La puerta metálica se cierra al resto del campamento.

Somos él y yo, como ha sido desde hace más de una década.

El comandante y la teniente. Un hermano y su hermana menor. Un tío que lo arriesga todo por su sobrino.

—Tengo la estúpida esperanza de que no sean ellos los cuerpos entre las carretas y los encuentren besándose entre la nieve. —Tocmas se para firme y mira a través de las rendijas a las copas de los árboles.

Hay algo dulce en sus extravíos constantes. Buscas una estratega y la encuentras junto al río, junto a un tirador que debía estar entrenando.

Son las manos buscando contacto, los abrazos, las sonrisas de verano, las miradas con la ilusión de un niño, con el brillo de las estrellas del cielo despejado. Son los besos con el río de testigo, con sombras que pretenden no haberlos visto. Lo eran hasta que dejaron de ser.

—Ayer por la noche mandamos los cuerpos para que los quemaran, los del ataque de anteayer. No conté los muertos; teníamos más de quince. No busqué heridas, ni insignias, ni tatuajes. Solo no quiero saber.  —Mi hermano tensa tanto la mandíbula que escucho, en el silencio que parece existir solo para nosotros, el rechinar de sus dientes—.  Había dos pero, dos que reconocería siempre.

Lila y turquesa. Combinan demasiado bien, como los frutos rojos y las tartas. Tocmas me debe una, pero simplemente he perdido las ganas de tartas.

—¿Ambos?

Eso no tiene sentido. No puede ser.

Anira no solía pelear. Comenzó a pelear desde que murió G 232. Erias había dejado de luchar.

—Ambos. Entre los cuerpos de una maldita carreta, cubiertos de sangre y de mierda. —Tocmas cierra los ojos y respira con dificultad. Veo su pecho subir y bajar, como el compás de una canción de festival: rápida, caótica, a punto de estallar—. No se merecían eso, se merecían un funeral de verdad.

—¿Por qué los tienes buscando a dos muertos, Toc? —pregunto con temor de tirar los últimos hilos que lo sostienen todo. 

—Por la estúpida esperanza de que hayan querido escapar, de que no sean ellos. No sé, Adri. —Sus manos han perdido el control de los discursos militares, se mueven con cada palabra. —. Pero no tiene sentido. Si los encuentro, de verdad van a estar muertos.

Veo al chico detrás de las balas disparadas con una precisión impecable, veo las lágrimas de Erias, las manos de Anira, que limpiaban desesperadas el recorrido del llanto. Los ataques en medio de la mañana, el arma entre las manos de alguien que no solía portar armas. No encontraron los túneles, pero sí a los que estaban fuera.

La mayoría estaban afuera.

Los de Fungst no atacan, se defienden; por eso no esperábamos una emboscada.

Ella no sabía disparar como él. Su lugar estaba en los mapas. Pero él se rehusaba ya a llevar su arma.

Atacaron anteayer. Había demasiado caos para contar, para buscar identidades entre los quemados y los agujereados. Los apílanos en carretas como animales, como armas o troncos de fogata.

Sentí náusea. Por primera vez en mucho tiempo, tuve que alejarme corriendo de los cuerpos.

No quiero decirselo, no a mi hermano, pero es más probable que ya no existan, que hayan dejado esta guerra.

—¿Sabes qué pasa cuando comandas niños ? —pregunta Tocmas frente al espejo de la esquina.

—Empiezas a quererlos. Se vuelven tus niños.

Tocmas se acomoda la camisa del uniforme. En el espejo busca su reflejo y no puede  encontrarlo. Me ha pasado por muchos años. Acomoda su cabello como si ese fuera el problema, cuando sabe que está en sus ojos color dulce, color miel. Se busca en una mirada fracturada, de lágrimas ocultas bajo represas de vidrio que tientan a la suerte.

—Estaban enamorados.

—El amor no se acaba, Toc. No sabes si están muertos.

—¡Vi sus cuerpos, Adria! —Su voz se quiebra como se resquebraja un cristal, poco a poco, y luego completamente—. Vi sus cuerpos —repite como si lo hiciera más real.

Aquí nada se siente del todo real. No hasta el final. 

¿Por qué amamos? Nos lastimamos, sacrificamos lo que tenemos y lo tiramos todo al fuego. Nos consumimos como las flores en invierno, hasta el último destello de sol, hasta que somos polvo.

Veo mi reflejo detrás del suyo. Son las lágrimas que yo sí derramo y las miradas que se cruzan a través de un cristal las que rompen la barrera.

Estaban enamorados.

Eran niños. Solo niños, mis niños.

Tocmas toma el espejo y lo estrella contra el suelo. Se cubre el rostro y solo veo sus dientes apretados en una mueca de dolor interminable, eterno, constante.

¿Por qué amamos? Nos quiebra hasta que no hay reconstrucción posible, hasta deformarnos. Perdemos todo y elegimos seguir amando. Una y otra vez, elegimos hacernos pedazos.

Abrazo a mi hermano y caigo junto a él, al suelo de piedra de un túnel perdido en un campamento en medio de una guerra sin sentido.

Solo eran niños, niños que sabían amar y sonreír y llorar.

• • •

No los encontrarón, porque no los iban a encontrar. Pagaron los tenientes que estaban aquella noche, pagaron a precio de tortura las lágrimas de mi hermano, las somrbas en sus ojos, la vida del mejor tirador y al estratega que teníamos.

No es justo, pero la autoridad no se mantiene con justicia, no en medio de la guerra.

Prometió culpables y debía entregarlos. Los mantiene violentos, dispuestos a todo.

—Mañana nos cambian de sitio, Adri  —dijo Tocmas cuando se apagaron todas las luces del campamento.

Y en eso tampoco podíamos decidir. Títeres de las sombras por un niño perdido, por tantos niños perdidos.

Quizá nosotros también nos perdimos en algún punto del camino.

Al menos intentamos hacer algo.

Lo único que sé seguro es que, después de Erias y Anira, después de ese invierno, también el amor fue prohibido en la guerra. Daba demasiados problemas.

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