VII. Entre Flores
Zena ríe frente a mí con una taza en las manos. Pierdo la cuenta de los meses que no le he visto. No tenemos mucho tiempo, no tenemos muchas opciones.
Pero en el secreto de un campamento controlado por mi hermano, con un uniforme prestado, en una caja que improvisa una mesa y en tazas de lata, podemos vernos.
—Es en serio, Bini es un genio y esa bomba los dejó cubiertos de como escarcha pero más brillante — Zena hace tantos gestos con las manos que por poco lanza las tazas.
—Te creo Ze, pero me gustaría verlo — rio.
—Podrías digo — Zena le da vueltas al líquido dentro de la taza. — Tal vez no con nosotros, pero podrías ayudarnos, ver esas bombas.
—Ya te dije que no Ze, no puedo hacer eso.
—Adri, es en serio, tengo una forma de ayudar, de verdad ayudar. — Ha parado de reír pero la sonrisa no se pierde—. ¿Sabes quiénes son los Lemomt?
Ahora su voz es un susurro que se esconde en el bullicio de un campamento que en unas horas volverá a las fronteras.
A nadie le ha importado el asesinato del monstruo ese; mi hermano se aseguró de ello. Dos días, dos días en que la culpa ha permanecido como una enfermedad que retrocede pero no desaparece.
Zena dice que se lo merecería y yo quiero pensar igual, pero no puedo o no quiero. No sé.
—¿Los Lemont? —Algo de ese nombre me resulta familiar, pero con tantas letras solo puedo adivinar que son de Fungst.
Ha sido demasiado. Esta guerra, mi hijo, todos los que han muerto. Zena dijo que podría hacer algo.
—Sí, ministros de Fungst. Y los que los tienen aquí varados. —Son buenos, es cierto. Avanzamos y retrocedemos en un baile desesperante—. Están intentando pelear de vuelta, Adri. Necesitan alguien dentro.
—Ze, es demasiado riesgo. Si alguien se entera, matarán a todos los involucrados , incluyéndome. —Sacudo la cabeza y apuro el resto de la bebida caliente.
Sabe dulzón, con especies que le dan apenas un toque extra de sabor. Suave como la leche que contiene. En las mañanas les da energía a los soldados y les anima un poco.
Excepto a A 112. El muchacho hace dos días que E 712 no aparece por aquí. El amor es una idiotez tan irresistible. El peor y el más dulce de los venenos, uno que tomamos poco a poco sin percatarnos del efecto hasta que es demasiado tarde.
Zena suspira en el silencio en que el primer silbido de aviso rompe el ritmo natural del bosque.
—Piénsalo, ¿si? Nadie tiene que saber que eres tú. Ya los has engañado todos estos años. — Deja la lata vacía y se levanta.
Su sonrisa es la misma de siempre; su cabello corto es la familiaridad que necesitaba ver cuando todo empezaba a caer una gota a la vez.
Asiento porque no va a dejarme en paz si no lo pienso siquiera.
—Tal vez. Vuelve en una semana. —Me levanto para abrazarla antes de que se vaya.
—Sabía que podía contar contigo. —Zena se aparta con una sonrisa y me guiña el ojo.
—No he dicho que sí.
Pero ella se ríe y desaparece entre los árboles.
Tomo las tazas para regresarlas al campamento. Entro en un caos inmediato de armas que se limpian y se cargan como un circuito bien programado.
—¿Qué es esto, B 54? —Empujo una pila precaria que él chico se apresura a sostener—. Las armas no se apiñan. Se enfilan.
—Sí, señora . —B 54 se apresura a acomodar las armas y una de las chicas se acerca, muy exasperada, a ayudarlo.
No puedo seguir viendo niños con armas. Tal vez Zena no se equivocaba en asumir que aceptaría.
No suena tan mal. Ya los he engañado antes. Sigo haciéndolo.
—¡¿Se puede saber que estaban haciendo, idiotas?! Han pasado dos días; dos malditos días que me dejaron sin cinco de mis mejores tiradores —Tocmas estalla tan pronto ve a cuatro de los tiradores entrar en el campamento.
Todas las miradas se se detienen en ellos hasta que la mirada de mi hermano les indica que se metan en sus asuntos.
Falta un tirador. Una tiene un muy mal torniquete en el antebrazo y otro se sostiene de un árbol para pararse firme frente a su capitán.
E 715 mira a Tocmas sin temor, sin más que un muy mal cuidado corte en su mano y su claro cabello desordenado. Siempre ha sido altanero.
—Nos esperaban, señor. Mataron a H 982 y se llevaron a G 232. Fuimos a sacarlo para que tenga cuatro tiradores y no tres —dice cada palabra despacio, sin romper el contacto visual.
Mi hermano ríe y se acerca a E 715, a Erias. Le pasa un brazo alrededor de los hombros sin la dulzura que tiene conmigo; pero yo la veo, oculta en los ojos de un soldado de sombras.
—No juegues conmigo, niño — le advierte con una sonrisa de metal—. Gracias por traerme mis tiradores. Ahora, si no tienen ningún problema que los haga colapsar, fórmense con los demás.
Tocmas se aleja para preparar su propia arma y dos de los tiradores retoman sus armas. Erias es uno de elles.
No saben cuantas veces mi hermano salió a buscarlos en los alrededores. No saben cómo escudriñaba los árboles para ver si regresaban.
Son niños, son sólo niños. Me lo repitio algunas veces.
Cuando Tocmas regresa a mi lado, una figura en uniforme de guerra pasa como una bala envuelta en luz turquesa.
A 112, Anira, como le llaman sus compañeros, se lanza contra Erias, que apenas logra atraparla sin de que los lance a ambos al suelo.
Ella le pasa las manos por el cuello y lo besa, en los labios, sin escrúpulos y aparentemente sin pensárselo. Es un beso que todos ven por la eternidad que dura. Si es una ocurrencia común o algo nuevo, no lo sé. Cualquier que sea el caso, Erias la sostiene, con la delicadeza que no hace falta con un soldado y la besa de vuelta.
Me giro para ocultar la sonrisa, ocultar que, en este rincón ensombrecido del mundo, florece algo tan inocente.
—Me debes —le susurro a Toc cuando se acerca a mi para tomar un arma.
Tocmas chasquea la lengua con una sonrisa similar, de esas que intercambiamos entre los dos; cómplices y partidarios de las flores que crecen en la oscuridad.
—Se tardaron demasiado. — Tocmas me guiña el ojo y se gira con un arma al hombro—. Si ya terminaron el espectáculo, muévanse. Avanzamos ya, antes de que el sol nos alcance.
A 112 se separa, totalmente sonrojada, totalmente brillante como él. Que bien combinan el lila y el turquesa. Él la detiene y le da un beso corto, rápido; una despedida incierta como son todas por aquí.
Pensé que esas cosas no podían existir ya. Me equivoqué; espero equivocarme para siempre.
Si en una guerra todavía queda algo de eso, si todavía brillan las flores, entonces todavía puedo hacer algo bueno.
• • •
Tienen una niña preciosa.
Es casi lo único en que me he podido concentrar desde que empezó esta reunión.
Reconozco que lo intentan; hacerme sentir cómoda quiero decir. Sobre la mesa hay un tazón de frutas y tazas llenas de una bebida que no conozco. Hay pilas de papeles en un mesón; y las luces de un cálido amarillo iluminan tanto el comedor como la sala adiacente, la cocina y las empinadas escaleras a las habitaciones.
No permití que conozcan mi identidad. Me oculté bajo un nombre, bajo una tontería que nadie más sabría porque es el color favorito de mi hijo. Me oculté bajo la oscuridad de la máscara que llevamos y la tela de una capucha negra.
No sé qué hago aquí.
—Sari, ve donde Celia por favor. —Su padre, con el cabello de un rubio tan rosa como el de ella e igual de ondulado, porque no llega a ser rizado, dice esperando que le haga caso.
Aquí los niños son niños; se ocultan detrás de muebles de madera y coloridas telas intentando escuchar lo que no deben. Pies descalzos, saco rojo atardecer, ojos de un turquesa vivo y sonrisa de cristal.
Ríe y se escurre al patio trasero de sus casas triangulares.
—Mikel, no lleva zapatos —suspira Lía, su esposa.
Son diferentes, las personas, las casas todas decoradas, de concreto blanco y madera, con muchas escaleras.
Permanezco en silencio, contra una columna que divide las estancias.
—No le va a pasar nada. No hace tanto frío aún —Mikel dice por lo bajo, como si no quisiera molestar, como si yo no importara del todo.Claro, no creen que entendería. Pero tiene la misma edad que tendría mi hijo—. Disculpa, es curiosa. —Se dirige a mí otra vez —. Bueno ¿En que estábamos?
Hablan mi idioma, el que conozco mejor aunque he empezado a buscar otros. Me gustan los más antiguos. Me gusta saber todo lo que se dice a mi alrededor. Fijo la mirada en ellos sin sentarme a su mesa. No podría pertenecer allí, entre dos diplomáticos que no saben nada sobre frentes de guerra.
—¿En que estábamos? —repito. Levanto una manualidad hecha por manitos torpes que van ganando destreza. Recortes que cortan mi corazón. Lutz hacia de estos, mucho peores pero perfectos. Se supone que son animales de papel—. No lo sé ¿Qué quieren de mí exactamente?
Lía sigue mis movimientos como si los temiera. Como Zena, lleva el cabello corto; el de ella es casi blanco, algo plateado. Sus ojos, como los de su hija, se llenan de curiosidad. Pero los ojos adultos guardan recelo, sino es algo peor.
Antes no era así. Es peor cada vez.
—Información. Algo que nos ayude a mantenerlos a raya o detenerlos. —Lía me pide cosas imposibles.
Rio como la brisa que trae el bosque. Es ridículo. Dejo la espantosa y tierna manualidad que tiene demasiados colores y tantas formas.
—¿Por qué se ríe? —Mikel pregunta con una confusión que me resalta por genuina.
—No se hagan ilusiones —digo con algo de burla. Apoyo las manos en la mesa para mirarlos a través de las sombras que ocultan mi rostro—. Pueden retrasarlos, pero ni yo ni ustedes tenemos lo que hace falta para pararlos.
—¿No hay esperanza entonces? ¿Por qué atacan ahora? — dice apresurado Mikel, como si eso ayudara en algo..
Es una historia demasiado antigua, demasiado larga. Está pérdida entre libros de historia y cenizas de los que se quemaron por luz o calor en los días sin sol. Pero si sienten curiosidad, la historia es algo entretenida de contar.
—Orgullo. Los demás nos culparon cuando nos quedamos sin sol. Dijeron que nuestras fuentes de energía empeoraron las cosas. —Soy un eco de los pasajes que sobrevivieron. Ni siquiera sé cuánto de aquello es cierto—. Si quiere la verdad, empezó como algo civil, luego se esparció, como suele ser. Esto lleva preparándose desde los primeros días de luz, señores Lemont. En cuanto a su evidente esperanza, yo no hablo de esperanza.
El silencio que me devuelven es lo que esperaba. Es la típica historia de las naciones. No hay nada de interesante en ello, porque las razones ya se han olvidado para el común de los soldados.
—¿Entonces? —pregunta Lía como si yo lo supiese todo. Su torre de seguridades, piedras apiladas tiembla y amenaza con aplastar algunas cabezas. Pero no pienso mentirles por una paz mental falsa—. ¿Qué podemos hacer?
Me aparto de la mesa y busco en la ventana los ojos curiosos que no han ido a ninguna parte. No, ella no pensaba obedecer. Allí está, el rosa desordenado de su cabello y los dedos que la sostienen de puntitas para espiar por la ventana.
Yo sé por qué pelean. Por ella. Sé también la decepción que se refleja en los ojos de un niño. Mira a sus padres como si fueran el más raro de los metales. Todos hacemos sacrificios, aunque el que ellos han elegido es peor que el mío. La dejan voluntariamente.
—Desgastarlos —digo por fin—. Mi información les llegará en cartas codificadas. Es su problema descifrar cada código y mantener todo esto secreto. —Tocmas me recordó antes de salir que si algo se sale de control, lo que perdemos es a Lutz. Me arriesgaré lo necesario, pero no pienso dar un paso que no pueda retroceder—. No busquen más allá. Si sé que husmean, si los descubren, pueden olvidarse de mí.
—Entendido. — Mikel se levanta para acompañarme a la puerta trasera.
Entendido es una forma muy sutil de decir que no han entendido nada. No saben con que juegan.
Las manos en la ventana desaparecen. Se esconden tras la pared o se alejan. No sé. No quiere que la vean.
—¿Por qué haces esto? —Lía levanta las tazas de la mesa. Las de ellos vacías, la mía intacta.
Esa es una pregunta que no pienso responder ni ahora ni nunca.
¿Por qué todo está decorado con patrones y flores aquí? Parece un festival demasiado largo.
No espero a que camine conmigo fuera de la casa. Llegué por entre los árboles y me iré de la misma forma. El tenue parpadeo de las luces del vehículo de dos ruedas me espera entre los matorrales. Son nuevos, más o menos. Funcionan mejor que los animales si tienen más energía del sol.
El patio está a oscuras, pero la bolita que se oculta tras los matorrales difícilmente se oculta con su cabello tan brillante.
No puede ver mi sonrisa.
Lo que daría por jugar con ella. Tiene la mirada de alguien que necesita alguien con quien jugar. Tal vez yo necesito volver a jugar.
La misma edad de mi hijo.
La inocencia que le quitaron a él. Los días que desperdician unos y todo lo que yo he dado para volverlos a tener.
—¿Eres un fantasma? —me pregunta en un susurro muy mal susurrado.
Dentro de la casa una discusión sobre la guerra se alza entre la pareja en la cocina. Con lo poco que sé del idioma del norte, entiendo que no están muy felices con lo que les puedo dar. Demasiado ocupados para niñas pequeñas.
—No —respondo, tan fría como las luces anaranjadas del interior.
La niña sale de su escondite para buscar mi rostro bajo la capucha. Tiro de la tela para ocultarme y ella se da por vencida con una mueca de frustración.
—¿Qué eres entonces?
Diez años es mucho tiempo. Empieza a comprender lo que no debería tener que entender. Si supiese sobre la guerra, si supiese distinguir un uniforme, habría huido ya. Diez años es suficiente para instaurar odio en un corazón. Pero ella solo tiene curiosidad.
—Soy una sombra.
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