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VI. Entre Veneno

—El mejor de su clase —dice mi hermano a mi lado en la plataforma, dos pisos sobre la plaza donde cientos de soldados se alistan para marchar a la frontera con Fungst —. ¿Lo ves? El sargento de cabello lila parecido al tuyo, más claro tal vez.

Apoyo las manos en la baranda. Debajo, un muchacho, que recuerdo de mi primera visita al complejo, organiza a sus compañeros con una sonrisa de diablo.

Es el mismo niño golpeado con cuero hasta que su espalda era poco más que el rojo de la sangre y las llagas como serpientes permanentes.

— ¿Y la chica? —pregunto. Son los nuevos, los que marcharán bajo mi mando. Yo sigo las ordenes de mi hermano. Les sirve tan bien que le dejan más en paz que al resto. —. La del cabello turquesa.

Tocmas. Se apoya junto a mi para seguir las miradas que van y vienen entre la chica y el chico. Cuando no lo mira, él la mira y al revés.

Es un juego que me es tan extraño como familiar, uno en que las fichas se muevan, primero una a la vez y luego todas de golpe.

— ¿No son un amor? — dice sarcástico—. Van a dar problemas.

— Déjalos, Toc. —Me giro para buscar en sus ojos a mi hermano mayor y no al capitán del ejército negro.—. Déjales conservar algo de su inocencia.

Mi hermano tamborilea en el barandal. La sonrisa quiebra su faceta por un instante, el instante que robamos del tiempo y en el que volvemos a ser adolescentes idiotas. Sin miedos, sin dolor.

— Apostemos, Adri. Les doy dos semanas —dice con una moneda en las manos en símbolo de lo que gana el que acierte.

Es tan ridículo cuando el dinero casi ha perdido su valor. ¿Que hay por comprar en estos campos de ceniza? Pero es un juego en el que quiero volver a entrar.

— ¿Dos? Estas loco, son demasiado tímidos. Tres o cuatro —rio—,  pero no quiero tu moneda.

— Bien, ¿qué ganas entonces?

— Una tarta de crema roja —digo sin titubear.

Siempre ha sido mi favorita y el suyo. Las comíamos con la dulzura en las manos, la dulzura de una madre que las prepara y que es luz en la oscuridad.

La sonrisa que compartimos es una que no existe para el resto del mundo. Como un espejismo sobre el uniforme negro y la insignia que marcan su tropas, insignias repetidas en toda la plaza, veo todas las versiones de mi hermano. La primera de todas: en la oscuridad de las noches aún eternas, los ojos aún brillantes de mi hermano, sus manos que me sostenían en el prado. Nos perdíamos entre las espigas altas, jugábamos entre los insectos que brillaban azules en un patrón sin sentido y con todo el sentido.

— Toc —llamo, de vuelta en la grisácea realidad—. ¿Qué pasa si no lo encontramos?

Tocmas se apoya de espaldas en el barandal. Acomoda la daga en su cinturón, calculando cada palabra como se calcula un tiro a distancia.

—Habremos intentado todo.

Mira hacia la plaza donde las formaciones están listas en cúmulos negros que no dejan ver la piedra debajo. Las casas, reconstruidas tras la última invasión, permanecen en silencio, a la espera de la siguiente orden, como un soldado más.

—Estamos a cuatro kilómetros de la frontera y de la zona de fuego —Tocnas saca del interior de su chaqueta una pantalla de vidrio opaco que despliega el mapa y las líneas de estrategia. Sé por qué cambia tema. No quiero que cambie de tema—. Llévalos hacia el río Adri. Vamos a hacerlos retroceder. Yo llego al atardecer con los últimos.

El mapa despliega las confusas planicies de un bosque probablemente mal delimitado. Es lo que tiene hacer mapas desde el suelo. Se dice que alguna vez no fue así, pero eso me suena a fantasías y a perder el tiempo.

Necesitamos cerberos en la guerra, en medicina, en mil otras cosas, pero no en mapas.

—Armaremos el campamento hasta que lleguen —digo.

Mis ojos siguen la línea roja que marca la zona de guerra abierta.

A veces para en la noche, cuando la oscuridad pesa como agua oscura y ambos ejércitos retroceden.

A veces atacamos en la noche. Sombras, como los fantasmas que decoran las máscaras. Cubren la mitad, para que las víctimas recuerden los ojos de su torturador. Máscaras negras de un fantasma: una calavera con su mandíbula derretida. Sombras con linternas tenues y todo color oculto.

Siempre he creído que ocultamos lo más bello de nosotros, el regalo que dejaron los días sin sol.

Pero descubrirlo es lanzar una bengala al enemigo.

— Adri. Llévate a los nuevos.

Asiento y utilizo la canaleta para llegar al suelo sin utilizar las escaleras.

Silbo para no tener que gritar órdenes. Todos los que llevan los mismos sellos se giran y con otro silbido me siguen por una de los callejones. Uno es la punta de flecha dorada del comandante, otra, la luna plateada de mi hermano y la última, la llama en cobre que llevan los que están a mi mando.

El sol de la tarde ilumina en dorado cada flor que pronto caerá ante la nieve. Tenemos que movernos o la guerra se va a poner difícil, como en cada invierno.

A Lutz no le gustaba el frío, pero sí la nieve. Sus manos se extendían a la ventana y discutía conmigo en medio de llantos por tocar la nieve que le dejaría las manos rojas. Luego había más lágrimas y más besos sobre mejillas empapadas de lágrimas.

Ya tiene diez. Pero ellos creerán que tiene nueve, ellos ya le habrán quitado todo lo que  yo intente darle. Lo habran convertido en su padre.

Ya he perdido demasiado tiempo.

• • •

En la primera semana empiezas a ver las grietas.

En el complejo los castigan, pero nunca les piden asesinar. Para algunos la sangre es adictiva, un dulce manjar en sus manos, un dolor que reemplaza otro, una tortura que inflinjen en otros por lo que les hicieron a ellos.

En otros, la sangre es el elixir que acaba poco a poco con lo que queda de ellos. Ojos claros se tiñen con el hollín, con el fuego y la ceniza. Facciones cálidas se vuelven áridas picos de montaña, puntas que dividen la locura y la cordura. Los observas quebrarse en los monstruos que buscan. Son los que se encargan de los prisioneros.

Y luego están los que duran las dos semanas, los que se rehúsan a caer aunque las tinieblas les exigen ceder.

Aquí no hay lugar para lágrimas. Son un secreto; caen como las memorias de las almas que tomamos. Caen y dejan de caer.

Limpio el cañón de un fusil frente a una tienda camuflada en la oscuridad del atardecer. Un fuego en ascuas apagadas lejos del ruido del rio que corre casi tanto como las sustancias en el campamento y hacia el centro del campamento entre las tiendas dispuestas en semicirculo. Necesitan más leña.

A mis pies, una lámpara de luz azulada ilumina un círculo a mi alrededor. 

— Teniente. —La muchacha de cabello turquesa y piel oscura se adelanta. Muy arriesgada—. Hay movimientos en los árboles. Erias, digo E 715, quiere ir con algunos a encargarse de eso.

He aquí uno de los que no caen. Sonríe de una forma que me resulta extraña, demasiado intacta.

Claro, ella no es de las que salen,porque para disappear sirve poco y en estrategia sirve demasiado.

No me agrada que se acerque a ese muchacho: el niño que no falla un tiro. Sus manos son un arma, su mente está perfectamente formada. Más negro que gris, más dispuesto a todo.

—¿Y te manda a ti por qué...? —pregunto sin levantar la vista del cañón manchado con químicos coloridos—. ¿No sabe hablar? ¿Es idiota?

— Sí, señora. Bueno no, señora E 715 cree que se lo negaría a él, pero no a mi. —Mi preferencia a ciertos soldados es obvia—. Yo también lo creo.

Busco la mirada de la muchacha frente a mi, sus vivos ojos de un escaso color café, al menos en esta nación. Un rostro que no se olvida en su viveza, en una inocencia que se niega a derrumbarse. Son niños.

—Cuidado A 112, las personas tenemos sombras —le advierto, espero advertirle, de lo que alguien como E 712 puede hacerle. Las miradas entre ellos van y vienen. No confío en las miradas de almas quebradas—. Puede ir si eso quiere.

A 112 asiente y se aleja hacia el grupo que rodea un fuego apagado y botellas de vidrio opaco.

—Hace dos semanas apostabas conmigo y hoy quieres que se aleje de él. —Tocmas se sienta a mi lado con una botella que probablemente tiene agua en lugar de algo fermentado—. ¿Qué pasa, Adri?

—Es un hombre Toc. Ha matado a más en dos semanas que ninguno aquí. Lleva la cuenta, puedes preguntarle —digo, con los ojos en el cabello claro del muchacho que ríe sin más, sin pensar en los cuerpos desparramados, en los agujeros que ha abierto en pechos y cabezas.

Los criaron para ser soldados. Los destruyen antes de que puedan construir algo. Entonces los muertos son solo trofeos. Los sesos en el suelo como manchas permanentes de la consciencia. Las respiraciones que se quiebran y borbotean,  las heridas que gritan porque las oiga un ser humano, caen en oídos de monstruos vacíos, de soldados.

Tocmas me pasa la botella.

— No todos somos así, Adri. —  me recuerda que entra en la misma categoría—. Y hay mujeres que hacen lo mismo; pregúntale a Bini si quieres. Aquí no hay prerequisites para violar.

La botella se hace añicos a mis pies.

Nunca lo he dicho.

Nunca he podido decirlo así.

Cuando hablo la voz es una ligera línea entre la ira y el llanto.

—Hay uno. Ser un imbécil.

Tocmas asiente. Otra los pedazos de la botella y se levanta.

—Vamos Adri. Camina conmigo. — toma mi brazo para llevarme antes de que mi debilidad sea un fuego en medio de la noche, en medio de predadores de ojos brillantes y corazones ciegos.

Salimos del campamento a la oscuridad de las orillas del rio que corre indiferente. Entre el rojo y el púrpura de nuestro cabello encuentro los últimos vestigios de las flores que llaman a la nieve.

—Perdoname, no quise decirlo así—mi hermano habla por fin ante la luz de unas estrellas que no existían casi cuando éramos niños y que buscábamos como exploradores que descubren un mundo entero.

—En algún punto tenía que decirse. Al menos fuiste tú y no...alguien más

Por varios minutos el rio es todo lo que escucho, como la melodía de un tiempo demasiado antiguo.

—Adri, aquí está el pelotón de Z 52.

Uno de los primeros. Uno de los que marchó sobre nuestra ciudad hace tantos años ya. Cierro los ojos y detengo mis pasos sobre la arena de la orilla.

—¿Cuándo llegaron? — pregunto a la oscuridad .

— Al atardecer. —Tocmas enciende una llama pequeña en un dispositivo de metal. Sus facciones se dividen entre la luz y las sombras. No noté cuando se paró frente a mi—. ¿Recuerdas su rostro?

En los ojos de mi hermano vuelvo a ver a su fantasma. Mi fantasma.

—Lo reconocería siempre — como un antiguo amigo, las viscosas garras de la humillación que se funde con el odio en uno solo, trepan por mis manos en un frío familiar, en un viscoso que transforma el miedo en odio. 

Es una enfermedad que se extiende como los hongos, lo consume todo. Nunca sanas del todo.

He perdido la definición de monstruo, pero en él puedo definirla.

—Tocmas —pido—. No me dejes regresar al campamento.

—Vas a tener que regresar.

—Entonces no me detengas.

—Nunca.

• • •

En el campamento la mayoría no tiene consciencia; es la ventaja del alcohol, de las sustancias derivadas de plantas y hongos. La única forma que muchos tienen de seguir.

El grupo de recién llegados arma sus tiendas para cerrar el círculo que nos divide del río.

Entre los árboles, el brillo del metal es un delator de nuestros vigilantes, de aquellos que están sobrios. Demasiado público.

No importa. A nadie le va a importar.

Tenía el cabello casi negro, las puntas azules, de un azul vertiginoso, azul cristal, azul precioso. La tez oscura de mi hijo, sus rizos pulcros, sus ojos azules, sus ojos brillantes.

No puedo olvidar el rostro de mi hijo.

No puedo olvidar el rostro de su padre. Lo que me hizo cuando me quitó todo. Mi arma. Mi ropa. Mi voluntad. Mi dignidad.

—Teniente, hay una reunión en cinco minutos para discutir el ataque de mañana —intercepta uno de los cretinos que lo acompañan. Yo no puedo quitar los ojos de él. Nos separa menos de tres meteos.

No me importa su nombre.

¿Me reconoce? No lo creo. Dudo que yo haya sido la primera o la última. Tiene más cicatrices, sus facciones son más duras, pero son los mismos ojos de insecto venenoso.

—Cinco minutos —digo con el frío y las garras desgarrando mi pecho, mientras mis manos se cierran en el mango del arma—. Es muchísimo tiempo ¿No lo cree?

Si lo pienso voy a determe, detener el camino del veneno. Es un recorrido muy pequeño, del recuerdo a la punta de mis dedos. Lo inunda todo. Si lo pienso voy a pensar en más cosas que hacer con él.

Quiero que sufra como yo he sufrido.

Once años.

Siete años sin mi hijo.

Siete años de perderme entre sombras y veneno.

Hoy me entrego gustosa al maldito veneno.

Alzo el cañón. Dejo que el veneno cierre mis dedos sobre el gatillo Disparo con la precisión del mejor de mis soldados. No puedo fallar a un metro de distancia.

El disparo hace eco entre los árboles. Un cuerpo más cae al suelo. Un aliado y mi enemigo.

Dos se apartan. Otros ya no se inmutan.

La sangre la absorbe la tierra sin dejarme ver el carmesí. El agujero, como la cavidad de un gusano, los ojos abiertos como el insecto que fue, vacíos pozos al un cielo igual de oscuro, las manos que ya no pueden forzar a nadie, desvestir a nadie, usar a nadie.

Tres cañones se alzan y me apuntan. El silencio se hace en el centro de un campamento de odio, de militares, de veneno y culpa que se extienden, de venganza.

Pero para mí ya no hay veneno, porque la culpa que desgarra poco a poco, abre su paso desde abajo del frío cristal de la venganza. 

—Las armas abajo, imbeciles. —Mi hermano sale de su tienda, la primera de todas, con una sonrisa de medio lado, con los dientes blancos en un gesto que sale de la luna, de la peor de las pesadillas.  —Bien saben que las  venganzas se cobran.

Las venganzas explotan con todo el lodo y el odio, te manchan de sangre y te dejan sola en medio del desastre. Peor que antes.

Las armas se bajan. Tocmas está a cargo y negarse es pedir el mismo destino que mi sinnombre.

La boca me sabe a veneno. Tocmas se queda detrás de mí.

—La reunión, para todo el que no sea demasiado cobarde para asistir, va a ser en dos horas más —dice y vuelve a desaparecer en su tienda.  

Si saben que Tocmas es mi  hermano me matarían. Pero aquí las venganzas se respetan como los templos antes de veneraban. Nadie discute. Nadie habla.

Las tiendas siguen alzándose, las botellas vulven a circular y las personas alzan las piernas para pasar sobre el cuerpo del que alguien se tiene que encargar.

Me alejo por los espacios entre las tiendas, de vuelta al río.

Quería hacerlo. Quería verlo a los ojos y causar el terror que causó en mí.

No tuvo tiempo de sentirlo.

No podía dejar un monstruo así suelto por más tiempo.

Hay demasiados como él.

Las garras se clavan con más fuerza en mi pecho, desgarran los hilos de colores que tejen el diseño mi inocencia ya rasgada.

Sumerjo las manos en el agua y lavo mi rostro. El agua se lleva consigo las lágrimas, pero no se lleva lo pegajoso, lo que mancha los hilos y los tiñe de negro. Peor que antes. Irreparable.

— Adria. —Tocmas, con una voz inconfundible para mi, se queda a unos pasos de mi.

— Pensé —sollozo—, pensé que se sentiría mejor, Toc, pero no. No se siente...se siente igual, se siente igual, se siente peor.

Entierro las manos en la arena hasta que se cubren, como yo me siento cubierta. Sacudo la cabeza hasta que mi cabello se suelte de mi trenza. No me importa que cubra mis ojos. No veo nada. Quiero gritarle al mundo que ya es suficiente. Me sofoco en granos de arena.

—Tiene diez años. Ya no va a acordarse de mí ¿Tiene sentido seguir?  No soy diferente a lo que no quería para él. —El río se lleva consigo lejos del campamento los gritos desesperados se mi conciencia que cayó y decae con cada transgresión en el invierno de mi venganza—. Perdí la cuenta, Tocmas, de los que he matado, de todo lo que me perdí con mi hijo.  No sabemos nada. Siete años y no tenemos nada.

Cubro mis ojos con las manos aunque no veo nada ya. Las lágrimas caen. Quiero hundirme, buscar el consuelo en el agua, en un cielo estrellado, en el pasado. Pero no encuentro nada que no esté lleno de telarañas de culpa o de dolor, de ira o de miedo.

Antes podía pensar que lo que hacíamos estaba justificado, pero han pasado siete años. Pero he empezado a matar con todo calculado. Quería matarlo.

—Solo quiero ver a mi hijo —sollozo. Las palabras se repiten como el mismo patrón de los silbidos en una batalla. Una y otra vez.

En el silencio temo que mi hermano me haya dejado. No puedo ser tal desastre que hasta mi hermano me haya abandonado. No tendría nada.

Ya no soy nada.

—Ven aquí. — Tocmas me toma por los brazos para levantarme. Bajo la tenue luz de su cabello veo sus ojos como cristales trizados—Te dejé y tal vez te impulsé a hacerlo, pero ni Lutz ni tú ni yo vamos a ser uno de ellos. Ya empezamos esto y vamos a salir del otro lado. Ya hemos dado demasiado, no podemos retroceder. —Aprieta los labios como solía hacerlo de niño cuando no quería llorar conmigo—. Si hay una mínima esperanza de encontrarlo, está con estas cosas.

Mi hermano, mi protector, mi único aliado. Lo abrazo como solía hacerlo de niña, con la firme creencia de que siempre sabía lo que decía y lo que hacía.

Compartimos todo. Ahora compartimos las grietas en nuestra consciencia, las líneas entre el rojo y el negro. Cosas que ninguno de los dos sabe. Cosas que ambos queremos saber.

— Adri —susurra—. ¿Crees que podemos ser perdonados? Por todo lo que hicimos y vamos a hacer.

No quiero ver su rostro porque no podría verlo caer cuando yo ya estoy en el fondo. Me aferro a su espalda, me aferro a la infantil creencia de los finales felices y los días soleados. 

Cuando el viento sopla helado, cuando seca las lágrimas ardiendo en mi piel, busco una respuesta entre la canción de los árboles y el veneno de lo que he hecho, aquel que yo misma me he suministrado en una dosis que parece letal, que es letal.

— Espero que sí.

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