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V. Entre Ruinas del Tiempo

Hubo un tiempo en que éramos refugiados, no personas que deportaban como criminales, devuelta a un país que ya no es nuestro por culpa de personas comoTocmas y yo.

Tengo una excusa. Una que duele y que aún en medio de la noche es luz.

Recuerdo el resentimiento, como una garrapata aferrada a mi corazón cuando lo supe. Fueron los síntomas, como una enfermedad , lo que lo delato.

En el silencio de aquel descubrimiento, pensé en deshacerme de él.

— Yo no elegí tenerte. Lo siento — le susurraba en la noche. — No es tu culpa.

Pero su vida era una chispita que en mi se había perdido. Si estaba allí mi bebe, entonces no estaría sola.

Entonces hablaba con él lejos de las otras personas.

Recuerdo el día que Tocmas lo descubrió.

— Adria, ¿Qué está pasando? — dijo cerrando la puerta de casa cuando nadie más estaba allí. — Estás...distinta, actuando raro. Llego y Zena me cuenta toda clase de estupidos chistes sobre ser tío. Mierda Adria ¿Qué está pasando?

No respondí ¿Qué podía decir? Zena no suele pensar antes de hablar y seguramente pensó que ya había dicho algo, por lo menos a mi hermano.

— Espera, esa no es la pregunta ¿Desde cuando... — apretó los labios para evitar decir una grosería aunque las partes rojas de su cabello brillaba con fuerza y yo lo conozco lo suficiente . — ¿Desde cuándo y de quién carajo estás embarazada? ¿Por qué no me dijiste nada? Soy tu hermano, mayor por cierto. 

Lo mire sin decir nada. Cruce los brazos parada en el umbral de la puerta de mi habitación todavía con la chaqueta militar puesta, aunque cubrir mi barriada poco servía ya.

— Desde la invasión. — tome aire en un intento por seguir a pesar del nudo en mi garganta. — No sé de quién sea. Te juro Toc que intente...

No puedo hablar,  mucho menos decir aquellas verdades que deben decirse porque se leen como el suelo de un río cristalino.

Tocmas deja caer su morral en el suelo. Por un segundo su mano cubrió sus ojos, una máscara Fisica cuando su máscara real falla.

— Adri — pero no dice más.

— Quise librarme del bebe, pero no pude. Quiero tenerlo.

Tocmas se pasó la mano por el cabello murmurando para sí.

— Yo tenía que cuidarte — es la única frase que entiendo, repetida varías veces. Suspira y se vuelve a mi. — ¿Estás completamente segura, Adri? Tienes dieciséis. Estamos en guerra. Un hijo es para siempre.

Se acercó a mí para poner sus manos sobre mis hombros y buscar una inexistente duda en mis ojos. La luz del atardecer iluminaba sus ojos en un dorado idéntico al de los míos.

— Completamente. — Asentí con lágrimas que no cayeron y una sonrisa que aparece solo al final.

Mi hermano hizo una mueca, suspiró y como un reloj o una pantalla que se reinicia, de pronto sonrió.

— Entonces màs me vale preparar una habitación para mi sobrino — dijo, convencido de que sería varón.

Él es así. Si cree que tiene la razón es probable que la tenga. FueTocmas quien pintó aquel árbol, mientras, yo supervisaba desde el suelo de la habitación con un tazón de dulces bolitas de semillas y miel.

— Más hojas a la derecha — dije lamiendo la miel de mis dedos.

— ¿Quieres hacerlo tú? — gruñó — Está perfecto, no molestes. Mejor dame una de esas cosas.

Las tardes, entonces, eran simples. Se podía ignorar la guerra en las fronteras y la resistencia en nuestro pueblo; podíamos pretender ser una familia, aunque rota, a salvo.

Después nació Lutz y los días tenían cubiertas doradas y centros de caramelo.

— ¿De donde sacaste ese nombre? — Tocmas preguntó acunando al niño en sus manos la madrugada, semanas después de que llegara Lutz.

Una manita torpe se cerraba fuera de la manta gris, de tez más oscura que cualquiera de los dos, y brillantes ojos azul noche finos en mi hermano. Apenas se veían los rastros de negro y rojo en su cabello.

— De uno de tus libros de historia — respondí desde la cama, a medias dormida. — ¿Te acuerdas? Lutz, el unió los continentes con las rieles en la quinta década sin sol.

— Alguien tuvo demasiado tiempo para leer. — Con un cariño casi ajeno a mi hermano le hacía cosquillas a Lutz. 

— A mi me gusta. Además, era una buena persona. Quiero que sea una buena persona.

— Normal.

Se veía tan tranquilo cuando no nos despertaba pasada la medianoche y cada pocas horas. Daría todo por volver a ese instante.

Volvería mil veces a los días de manos melosas en mi cara después de comer y risas igual de pegajosas. Manitos curiosas que tiran de tu cabello en la mañana, demasiado temprano.

— Mamá — decía cuando se trepaba a mi pecho desde su sitio junto a mí en la cama. Reía y se abrazaba a mí. — Mi mamá.

Le gustaba Fungst en sus frios inviernos y veranos no tan cálidos. Solo pasamos un verano, uno de flores coloridas y música en las calles.

Diría que lo que le gustaba era la pastelería, pero la memoria me contradice, la  memoria que él no tiene y yo guardo por los dos. Lo que más le gustaba eran las flores.

— Flo — Flor era una de las pocas palabras que decía en ese entonces y la decia con cada una.

Solía volverme loca, la repetición, el cansancio, el miedo. Daría todo por sentir todo eso otra vez, por tener que cargarlo cuesta arriba  en la noche, entre faroles anaranjados y calles que se vacían poco a poco.

Lo llevaba conmigo a cada casa en la que las habilidades que aprendí como militar me servían para mantenernos. Arreglar esto, cambiar aquello. Era suficiente.

Extraño esos días en que bajar los dos listos al mercado de Saare era un caos.  Nunca pudimos llegar antes del sol de mediodía, ese que, en medio de una ciudad desértica, parecían diez soles.

Lutz se molestaba, fruncía el ceño y se abrazaba a mi cuello.

— Es un amor, me lo como a besos — solía bromear la mujer que vendía fruta junto al carro de flores. — ¿Me vas a dejar ver una sonrisa, pequeñito?

Lutz se fruncía más y se arremolinaba como una tormenta en mis brazos hasta que alguna fruta caía en sus manos. Entonces todo rastro de enojo se deshacía en sorpresa. Sus ojitos se fijaban en los míos buscando una respuesta.

— Cométela; di gracias — reía yo acomodándole el cabello.

— Gracias — decía con una pequeña y terca sonrisa y la fruta en la boca, escurriéndo todo su jugo en su ropa,

Pero no pude quedarme lejos. No podía hacerle eso a mi hermano.

•••

— Adri, tienes que salir de aquí. Vienen hacia aquí. Buscan niños. — Tocmas lanzó la chaqueta a un lado y me tomó por los hombros y me empuja hacia la puerta trasera. — Tienes que irte. Ya.

— ¿Toc? — No puedo reaccionar más que para mirarlo con ojos muy abiertos. — ¿A dónde vamos? ¿Dónde están?

— No hay tiempo. Sal de aquí. — Tocmas toma a Lutz que ha empezado a hacer preguntas, a llamarme mil veces y alterarse tanto como yo. Lo puso en mis brazos, ignorando las preguntas y el miedo que, como una sombra de aquella noche, lo consumía todo. — Voy a confundirlos.

No me llevé nada. Envolví a Lutz en mi chaqueta para protegerlo de los vientos de Numir y salí por la puerta trasera.

El camino que lleva al bosque es oscuro, pero nos esparaban linternas.

Cada vez que me encontraba con soldados mentía de la edad de Lutz, bajaba solo un año.

Pero a punto de cumplir cuatro, decirles que tenía dos años, no sirvió de nada.

• • •

— Sargemto A — llama el teniente desde su posición junto al mapa que se dibuja en azul sobre una pantalla de vidrio entre transparente y nublado, forzándome a salir del laberinto de memorias. Pero volver al pasado es, a veces, la única forma de seguir caminando. — Está es la oportunidad de su vida. Espero que sea más inteligente de lo que aprenta y sepa utilizarla.

No vale la pena responder.

Inclinó la cabeza por respeto y me retiro por el pasillo. Esta vez yo estaré a cargo. Esta vez yo decido cuando avanzamos o paramos.

Son decenas de decenas de vidas en mis manos, manos ya manchadas, ya cansadas y acostumbradas a matar. Ahora deben mantener a salvo a un pelotón de monstruos.

Debería ser sencillo.

El bosque cae en el silencio que no es silencio. Las hojas susurraban con el viento y los animales se mantienen al margen, esperando el inicio de un ataque a su paz. Pero no estamos aquí por ellos, sino por el pueblo que seguramente nos espera igual de atento.

En tres años , casi cuatro la guerra ha avanzado. Busca extenderse a la frontera del país y ya no de los territorios conquistados. Piensan seguir. 

La tienda donde se reúnen los oficiales está lejos del resto. Nadie quiere intrusos ni orejas curiosas.

Entro en el campamento principal donde linternas de fuerte resplandor amarillo forman un ordenado camino entre cada tienda gris. Aquí se dividen los pelotones. Aquí están los soldados que yo dirigiré mañana.

Pero antes necesito su respeto.

Las risas me llegan distantes entre relatos de sangre y sumisión, de mujeres. La mueca de asco es involuntaria.

El fuego se alza entre ellos y opaca el olor del alcohol que toman para alejarse de sí mismos, para perdonarse lo que no pueden perdonar, para perderse tanto que dejan de pensar.

— ¿Que ninguno de ustedes, inútiles,  está sobrio para escuchar a su teniente? — alzó la voz sobre el bullicio, mi espalda apoyada en un árbol y los brazos cruzados sobre el pecho.

Hay soldados entre el montón que son mayores a mí. Hay mujeres, pero sobretodo hay hombres.

El cuchillo da vueltas en mis manos  y lo lanzo hacia el árbol sobre la cabeza de uno, a nada de impactar con un ser humano. Camino entre ellos y recupero mi cuchillo que regreso al cinturón. Al menos tengo su atención.

— No tenemos ninguno. Déjanos en paz. ¿O es que quieres divertirte un poco, muñequita?

Le sonrió con el asco en la garganta como el trago de algo que ha expirado.

— ¿Quieres jugar, bonito? Bien — murmuro para mi.

Me acerco entre los otros soldados al muchacho de cabello oscuro y ojos gris claro. Sus ojos buscan enfocarse entre la poca luz, sus sonrisa se tuerce y el turquesa de su cabello saca chispas que ojalá lo prendieran en fuego.

— ¿Ven? Solo buscan divertirse. Son todas así. — se burla con los idiotas a su lado.

Ríe cuando me tiene en frente. Se levanta, una botella en la mano.

Me acerco hasta que el aire se vuelve tan putrefacto como su risa. Acomodo su uniforme con cuidado y alzó la vista a sus ojos. La sonrisa desaparece en el deseo.

— ¿Sabes reconocer a un oficial, cariño?— susurro. Deslizó una mano desde su mejilla hasta su cuello. — ¿No? Déjame te enseño — Sonrío cuando mi mano se cierra sobre su brazo.

Lo lanzó sobre mi hombro hacia las llamas. Su cuerpo levanta chispas y hojas al caer. Un grito se alza con ellas.

Hay un nuevo silencio del bosque cuando, desesperado, se levanta para apagar el fuego que devora su uniforme con el mismo deseo que él , hace segundos, guardaba.

Desearía conservar la parte de mí que se retorcía ante los gritos. Pero me he acostumbrado. Eso quiero creer. Eso me digo a mi misma. No aprenden de otra manera.

— Bien, ahora que están atentos y menos estúpidos, podemos hablar. — Suspiro antes las quejas y lloros que no se acaban del líder de los idiotas. — Que alguien se lo lleve ya.

En lo que acatan mi orden, organizo el plan en mi cabeza.

Solo es hablar. Mientras me crean, poco importa lo que les diga o lo que pase después. Pero si importa.

Cuando cada soldado se dirige a su tienda y yo a la mía, la que comparto con otros sargentos, me sumerjo entre las sombras del bosque de mis pensamientos.

Es un pueblo a cambio de mi hijo. He perdido la cuenta de los pueblos en que me he repetido lo mismo.

Lo busco entre los niños aunque no crea que esté allí. Lo busco en los archivos sin saber que estoy buscando. Esta es la única forma, la que más me acerca a él.

Cuatro años.

• • •

Las mañanas al norte se vuelven más ventosas. Ráfagas atraviesan la tela del uniforme y te envuelven en hielo. Debemos seguir.

En el azul casi negro de la madrugada, envió cada grupo. La tenue luz de los cabellos coloridos se pierde entre las hojas. Nadie debe verlos.

Toda la estrategia depende en no ser descubiertos. Todo esto depende en que no se esperen lo que estamos a punto de hacer.

Entro con el primer grupo.

El pueblo es igual a todos. Las mismas casas en el gris púrpura de las cinco de la mañana de un verano que tiene todos los cultivos de colores.

Silbo una melodía que se repite cuatro veces. Los soldados marchan desde cada uno de los puntos cardinales, todos excepto mi grupo.

— Teniente, están disparando — la radio trae consigo la voz del sargento al norte.

Aún no soy teniente. Esta es mi oportunidad para serlo.

— Espere sargento — cuento los segundos  — Responda al fuego. — digo al norte y después para todos. — Empiecen a cerrar el círculo. 

Un silbido largo y continuo rompe los dispersos e incita otros. Avanzamos, conmigo al frente.

Las ramas crujen al romperse y las hojas susurran advertencias, pero no las escucho. Disparo al hombre que desde la torre defiende el frente cuando debió cuidar su espalda.

— Movilícense al centro. Que todo quede en cenizas si hace falta — indico a los soldados que pasan junto a mi en fila hacia el interior del pueblo se empieza a hundir en remolinos grises y llamas rojas.

Esta vez sigo detrás. Las balas son las mismas. He hecho esto demasiadas veces. Un cuerpo es un cuerpo y todo pasa en un solo instante hasta que todo cae.

— Teniente, las entradas al norte y al este están cerradas.

— Manden soldados al oeste y al sur. Cierren el círculo. — Eso es todo, es lo único que tenemos que conseguir. Cerrarlos.

En horas que parecen minutos, bajo un sol que cae y pinta la tarde de rosa, me alzo sobre la pila de la plaza, con aguas teñidas de rojo como nuestras botas. Mi triunfo, mi discurso de victoria.

— Y yo que les digo inútiles — digo a modo de broma a la que responden risas. — Esto es una ciudad de cientos, es un paso nada más, pero, supongo que sirve de algo. — salto para bajar de la Fuente y pateo una mano torda lejos de mis botas. —  ¿Qué esperan? ¿Una galleta? Largo de aquí.

Esa suele ser la señal para festejar, para que las botellas empiecen a circular y romperse.

Bajo de la fuente. Mis botas salpican en un charco y alzan con ellas una ola de náusea. No es agua y su dueño aún respira.

Me arrodillo aunque mi uniforme termine por ensuciarse. Ya está manchado.

— Ayuda — parece decir el casi cadáver entre el borboteo que me recuerda al agua hirviendo en la cocina.

Estoy tan lejos de esa imagen.

Cierro los ojos y cuando muevo la hoja del cuchillo lo hago por instinto. Corto sin ver y sigo mi camino con la náusea en la garganta, entre las pilas de muerte, los incendios y las ruinas de mi conciencia.

Antes seguía órdenes que destruían pueblos, con una amenaza de muerte sobre la cabeza si fallaba.  Antes cargaba el peso de los que mataban mis balas.

Las piernas me fallan al alejarme de la plaza, de los ojos de los soldados a mi cargo. Mis manos son lo único que evita que mi nariz se estrelle contra la piedra.

Inhalo y retengo el aire en un intento por bajar la náusea. Cierro los ojos y dejó salir el aire.

Desde ahora, yo doy las órdenes. Desde ahora cada muerte de cada batalla corre a mi cuenta y cada pueblo que caiga bajo mi mando, cada niño, cada mujer, cada inocente es un peso con el que yo cargo.

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