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IX. Entre el fuego

—Mierda —Tocnas murmura a mi lado.

En medio de la completa oscuridad de las noches de invierno, solo puedo ver los destellos de rojo que no oculta la capucha de su uniforme y los destellos púrpura del mío.

Si hay estrellas, las nubes las cubren. Es otra vez como los días sin sol; solo que esta vez hay balas que vuelan sobre nuestras cabezas.

—Tenemos que retirarnos antes del amanecer —insisto. Me alzó sobre un banco de nueve para disparar en la dirección de las balas.

—¿Otra vez? No, Adri, esta vez no.

Ninguno de los dos quiere ganar esta guerra; pero, con los avances al sur, las instigaciones a revueltas y el terreno que hemos cubierto en Fungst; parece lo más probable. Ni siquiera con mi ayuda han podido frenarlos tantos años.

Siete años es muchísimo tiempo.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —Me vuelvo a cubrir con las paredes de nieve y tierra.

El frío atraviesa incluso la gruesa tela del uniforme, todo se consume en la noche, en destellos desordenados. El arma de Tocmas se carga en la oscuridad y la luz en la recámara de las balas me deja ver su rostro entre los destellos rojos de las balas y franjas ocultas por sombras.

En su chaqueta busca un nuevo dispositivo, una esfera tan rosa como las flores. Me mira serio, como si pidiese permiso.

Asiento. La esfera vuela con el resto de las balas y estalla entre los soldados de Fungst. Tocmas silba para que las sombras cubran su nariz y boca como nostros lo hacemos, con otra máscara sobre la de calvera, una tela especial, como la esfera que acabamos de lanzar. El aire se llena de un humo rosa que brilla en ausencia de la luna.

Los disparos se detienen cuando empiezan a caer inconscientes. Los gritos se suceden para que retrocedan. Nosotros avanzamos.

Hace algunos años nuestras fronteras eran más pequeñas. Nos retrasan los ministros y nos retrasan las revoluciones internas. Pero nada detiene la oscuridad, tarde o temprano, lo consume todo.

Tocmas se para en medio de un campo con soldados medio dormidos y grita a sus sombras ocultas entre los árboles.

—Haganlos retroceder.

Aquí no hay pueblos ni órdenes fatales que dar.

Quiero este pueblo en ceniza.

Tráiganme a todos los niños pequeños.

No soporto tener que decirlo, pero lo hice y lo haré. Haré lo que sea por hallar a mi hijo.

Pero hay otras órdenes que sí tengo que dar.

—No necesitamos prisioneros. No me hagan tener que lidiar con ellos. —Disparo al hombre a mis pies, sin mirar y sin pensar. Eso quieren; eso debo darles.

Ninguna victoria aquí dura demasiado tiempo, pero al sur las cosas empiezan a moverse como mecanismos, como circuitos a punto de encenderse. Las misiones al sur me han dado la oportunidad de buscar, de entender lo que planean. Esto va mucho más allá.

Tocmas se para entre los cuerpos. Sus botas le protegen de la sangre; su armadura, la que todos construimos, lo protege del desolado paraje, de las vidas que caen como hojas de los árboles. Ya no hay hojas en los árboles.

Sigo los pasos de mi hermano desde el límite de nuestras trincheras. Recuento los de mi tropa. Uno menos.

De reojo veo a Tocmas patear el cuerpo del comandante de Fungst. Lo distingue su gorra. Hay algo que brilla en sus manos.

Empieza como un destello en medio de la oscuridad. Estalla en cada cuerpo, en la tela y en gritos desesperados. Tardo en verlo, o entenderlo; llamas violetas iluminan el antes campo de batalla, buscan trepar, expandirse.

No las veo moverse. Aparecen; como rayos. Un estallido violeta y una rama o una persona se prende en fuego.

—¡Apaguen esa cosa! —grito sobre los gritos de los soldados.

Los que disparaban a los dormidos se dispersan para evitar el fuego. Nadie rescata nada. Todos, como una manada de animales inútiles, buscan alejarse del epicentro. Ante mis órdenes, gritan entre ellos. Agua. Telas. Nieve.

—Señora— dice uno de los sargentos que se afana por lanzar nieve sobre el fuego —, no sabemos cómo.

No sirve de nada

¿Dónde está mi hermano?

—Invente algo, pero apague eso ya.

El soldado, ni siquiera sé quién es, se aleja tan rápido como el fuego que inunda el bosque sin consumirlo. Salta sobre un tronco y lanza su chaqueta sobre las llamas. Algunos han ido por agua, otros, quizá los más brillantes, imitan al mensajero y aplastan el fuego hasta extinguirlo, hasta robarle el oxigeno.

Yo busco entre el humo y las chispas violetas.

En medio de la luz antinatural que inunda el bosque mi hermano se cubre un lado de la cara con las manos, todavía junto al cuerpo carbonizado del otro comandante, se aleja a pasos desequilibrados. Cae de rodillas sobre la nieve, en medio de todo. Su expresión se contrae en una mueca de dolor; su cuerpo se tambalea hacia atrás y colapsa en una sacudida.

—¡Aplasten esas cosas! No las dejen respirar —escucho a los otros tenientes, pero no puedo apartar los ojos de mi hermano.

La luz baja su intensidad. Tengo que llegar junto a él. Salto sobre las ramas encendidas para llegar a su lado.

—Toc. —Busco un pulso en su cuello. El calor me obliga a apartar la mano—. Eres un idiota, ¿me oyes? — Intento inútilmente mover sus manos para ver su rostro – Y todo lo que me queda.

Diecisiete años de guerras te quiebran. Hay muchas cosas que ya no importan, pero mi hermano no es una de ellas.

—Teniente. —Un muchacho, un médico según la bata gris, se agacha frente al cuerpo de mi hermano y hace una capa de nieve sobre él. La nieve se derrite al contacto—. No deje que la vean llorar, teniente.

Levanto la vista a su rostro, a la sinceridad de ojos azul cielo de primavera, a un cabello entre el café y el lila, como el de Erias. Muy joven, para estar aquí, para ver un comandante consumido. Podría ser él, pero sería una tontería pensar que está aquí después de todo lo que hicieron para escapar.

No espero que regresen. Me gustaría verlos una vez más.

—No se preocupe por mí ; preocúpese por mi... por el comandante. —Pero nadie llora por un oficial. Da lo mismo, mientras salve a mi hermano.

El médico asiente, su vista alejada de las consecuencias del amor que no debe ver. Eso está prohibido ya.

La nieve deja de desaparecer en hilos de agua y el joven médico sacude el blanco para inspeccionar la herida real.

No puedo ver los ojos de mi hermano bajo sus manos, solo el rojo que se extiende sobre su piel con la crueldad de una tormenta eléctrica. Mis lágrimas salpican las quemaduras, se deslizan como las venas teñidas de sangre, de púrpura.

—Fuego químico. Hijos de puta —murmura.

No somos los únicos desarrollando armas.

La luz violeta da paso al rosa y se extingue en la oscuridad. El cuerpo de Tocmas se sacude. No dejes de respirar, imbécil; no me dejes aquí sola.

—No va a sobrevivir aquí. Tienen que llevarlo. —El médico silba y otro se acerca con uno de los vehículos.

Agacho la cabeza para ocultar el paso de las lágrimas.

—¿Qué médico va a acompañarlo? Necesitamos gente aquí —pregunta la recién llegada. Su seriedad contradice el vibrante verde de su cabello corto —. No me digas que vas tú, Halil.

—No. La teniente también debe tratar sus heridas: ella irá con él.

Sin el llanto de por medio, alzo la mirada al médico, a la insignia que lo marca como el superior. Tiene cara de niño, casi como ella; últimamente todos me parecen muy chicos. Pero no lo contradicen, porque lleva una insignia y eso, por aquí, es autoridad suficiente.

No tengo heridas que valgan la pena; pero en medio de la guerra, cualquier calidez, cualquier flor que nace en la oscuridad, es la primavera entera.

—Gracias.

•••

Los pueblos son más tranquilos de lo que recordaba. He tenido mis descansos de aquel mundo de ceniza, pero hace meses que no salía. No me quejo de la semana que he tenido aquí, donde la comida es segura y la paz menos inestable.

Si Tocmas despertara hasta podría disfrutarlo.

Las camas se disponen entre biombos de papel. Observo a través de una ventana circular las calles donde las personas, resignados con esta guerra, trabajan bajo la vista de militares con uniformes como el mío .

Paso las manos por el cabello de mi hermano, entrecano como antes no lo estaba. Hay vendajes sobre las cicatrices, y un suéter azul fondo marino, que lo resguarda del frío, cubre las marcas rojas como las rayas de los animales del pasado, como pinceladas de un niño en un cuadro.

—¿Adri? —Tocmas murmura.

Uno de sus ojos se abre, ámbar como siempre e inyectado en sangre.

—Aquí. —Lo detengo antes de que se le pueda ocurrir incorporarse—. Detonaron fuego químico. Estás bien; los demás están bien.

Forcejea contra mi mano antes de dejarse caer contra las sábanas negras.

—Quiero ver que me hicieron esos miserables. —Alza las manos a las vendas sobre su rostro.

—Come algo antes. —No quiero que se vea.

Lo ayudo a sentarse contra la pared detrás de su cama.

—¿No que no debía sentarme? —pregunta. El dolor en él se desborda en ira. Alcanza uno de los panecillos rehusando mi ayuda y le arranca un pedazo—. Ya se que hicieron mierda mi cara. Estaba ahí. —Hace una mueca de dolor cuando traga, pero le da otro mordisco.

—Podrías estar peor —admito. La realidad aquí se distorsiona en lo que parecen ilusiones. Después de cada frente, de la neive manchada en negro y carmesí, del cosntante sonido de las balas, de los cuerpos que se apilan y nunca se acaban, supongo que todo esto parece un cuento, una paz demasiado precaria. No creo que Tomas esté despierto. No me permito llorar ni sonreír al respecto—. Pero sigues vendado. Puedes pedir que te dejen ver.

Mi hermano chasquea la lengua y busca más pan en el canasto. Encuentra un posillo de cerámica blanca con sopa y lo lleva a sus labios.

Suspiro y busco en la ventana la valentía para las noticias que debo contarle. Son buenas noticias, pero duelen como el fuego , como los químicos que dejaron cicatrices en Tocmas.

—Erias y Anira... — Hace años que sabemos que están vivos, que trabajan con la resistencia. Tomaron el emblema del sol. Por aquel entonces nos alegramos sabiendo que, de todas formas, nunca los veríamos, que para ellos éramos más monstruos de los que huyeron —. Tienen un niño. Tiene tres años.

La misma edad que Lutz cuando se lo llevaron. En realidad, tenía cuatro. A ellos nadie va a quitárselos. Eligieron tenerlo como eligen pelear una guerra que ya no es de ellos. No me cuesta imaginar esas sonrisas de caramelo, pegajosas y contagiosas, imaginar los pasos torpes sobre la alfombra y los juguetes en toda la casa.

–Tiene los ojos grises de su padre y el cabello fucsia. –digo, por no soportar el silencio — Está enfermo, Erias, creo que te lo habia contado pero, creen que es una bacteria

Solía imaginar las conversaciones que tendría con mi hijo, las que ellos podrían tener. Mientras más años pasan, menos son los momentos que puedo imaginar con él y más los recuerdos a los que me aferro. Si lo viera, ya no lo conocería ¿Le sigue gustando el púrpura? ¿Todavía le molesta el frío?

Solo espero que Erias nunca vuelva a tener que disparar un arma, que su hijo nunca aprenda apuntarla como el mío tuvo que hacerlo, que no le quiten el tiempo que yo no tuve con Lutz.

En un año los que entraron con mi niño se unen al frente.

Tocmas deja el pasillo vacío, pero ya no busca más pan. Al menos come, al menos en medio de las lloviznas, veo el atisbo del sol con una sonrisa.

—¿Cómo se llama?

Hace seis años descubrieron a los traidores y se reforzaron las reglas, pero no los buscaron. No nos sirven los traidores. Igual investigaron y siguen investigando. Los que son como nosotros son fáciles de encontrar.

—Firo.

—En inglés hay una palabra así, parecida, no igual. Significa fuego. —Tocmas repite lo mismo que pensé al oír los reportes. Mira por la ventana y en la luz de la mañana veo el reflejo de una solitaria lágrima, esas que callamos los expertos en esto—. Adria, si ellos... Erias y Anira, no se perdieron y si nosotros tuvimos algo que ver con eso, digo que toda esta mierda valió la pena.

—No lo sé, a veces las flores no necesitan ayuda para crecer.

—No, tal vez no. —Tocmas me mira buscando en mí la esperanza que hemos extraído del otro año tras año.

Pienso en el médico, en los soldados que en las peores tormentas dividían su ración como yo con mi hermano y en los que, sabiendo quién está en la camilla, me dejan quedarme. Quizá la insignia de teniente y comandante influencian eso, quizá algo tenemos que ver nosotros y nuestras rebeliones silenciosas.

—Pero supongo que, ayudamos en algo.

•••

—Valer. — Hace tanto que no escucho ese nombre.

Los edificios de la ciudad siguen igual de metálicos; grises torres que reflejan el sol de un amanecer anaranjado entre la niebla de la noche. Las luces azules comienzan a apagarse, pero no dentro de la oficina del general.

Tocmas entrecierra los ojos a la luz. Sin las vendas, la cicatriz se ve clara, como el rojo en su cabello negro. Las caóticas marcas desaparecen en el cuello negro de la camisa del uniforme; siguen, oculatas por la tela, justo debajo de las insignias que reconocen su trabajo, las muertes que a causado. Yo también tengo algunas.

Mi hermano iba a ser Coronel. Iba, porque creo que sé a dónde va esto.

—Dadá su reciente herida, T 18, o Tocmas ya que estamos en confianza, le tengo una propuesta. — El general apoya sus manos en la mesa que, sin los hologramas de siempre, se ve gris como todo lo demás.

—Dígame, General. —Tocmas sonríe de lado.

El dolor desapareció hace unos días. El mensaje que nos convocaba llegó poco después. Vinimos en nuestras mejores galas. Tocmas afeitado, mi cabello en un moño ajustado, la espalda recta y la sonrisa de un asesino entrenado.

—No puede seguir al frente así. Retírese, Tocmas; su puesto va a su hermana. — El general, ahora con el cabello como la ceniza de los pueblos que pasamos, nos mira con la paciencia de mis mejores estrategas—. ¿Que dice?

Tocmas no les sirve como Coronel: hace lo que le da la gana y nadie dice nada. Porque es bueno, porque sabe jugar cada ficha. Se acerca al general y levanta una de las armas de la mesa; la inspecciona con una calma calculada, pues sus ojos siguen los movimientos del general.

—Me quedo junto a mi hermana. Esa es mi condición y nadie va a decirme nada.

La sonrisa que compartimos es la de los mellizos que no somos. Espejos. Ellos no tienen más dónde moverse, acorralados contra sus decisiones y lo que pueden controlar. A Tocmas no lo controlan como les gustaría.

Somos dos fichas que quieren controlar, que desordenan el lugar pero que consiguen lo que ellos no pueden hacer. El general me mira con un fastidio que me es familiar.

—Comandante A 712, retire su insignia y sus órdenes al anochecer. — La tensión en su mandíbula refleja el odio hacia nuestra victoria. Hace tanto que necesitaba una victoria—. Comandante T 18, con ella.

La sonreías de mi hermano es una promesa que no se pronuncia, una a la que nunca a faltado.

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