
IV. Entre Promesas
Tres años. No el suficiente tiempo para cambiar nada en mi apariencia, pero todo el tiempo necesario para quebrar lo que quedaba de una inocencia en pedazos.
Tendrá ya cinco años. No, seis. Mentí tanto que las mentiras se quedaron conmigo. He perdido tres años de la vida de mi hijo. Tres años de primeras veces.
En mi reflejo , en los ojos café ámbar como los de mi hermano, y para nada como el azul piedra preciosa de los suyos, veo todo lo que he hecho. Después de los doscientos asesinatos deje de contar. Después de torturar a alguien deje de pensar que había un límite. Después de dos años dejé de llorar por lo que tenía que hacer. Todo por mi hijo.
Pero de él no hay rastro.
Apago la luz del baño y abro la puerta al pasar la mano por el sensor.
El pasillo del tren se extiende frente a mi. Antes tenían asientos, pisos pulcros de madera y tela de terciopelo en cómodas sillas dispuestas alrededor de mesas cuadradas junto a las ventanas. Veo el reflejo de ese pasado sobre los suelos ennegrecidos por el lodo de las botas y el hollín de pueblos incendiados. Escucho la música de tardes soleadas y paisajes difuminados sobre las órdenes de los soldados y los lloros agudos.
El paisaje todavía se pierde en un borrón mientras avanza el tren y todavía hay pasajeros. Pero ya no hay asientos, ni conversaciones, ni música, ni sonrisas .
No he llorado en un año, pero esto es demasiado. Lo que me piden es demasiado.
— Teniente Valer ¿Que no puede controlarlos? — pregunta uno de los soldados, a mi cargo por cierto.
— ¿Y usted no sabe callarse? Empeora el bullicio — escupo.
Abro la puerta que separa el vestíbulo del interior del vagón que está a nada de inundarse en lágrimas.
No soy capaz de gritarles. No soy capaz de hacer lo que tengo que hacer.
Y mi hermano no está. Tocmas, con su ridícula habilidad para sacarme del espiral que tengo por pensamientos, no está. Otra de sus ridículas habilidades es ganarse la confianza de las personas y lo han mandado en otra misión.
Yo debería estar feliz de tener esta.
Es lo que Zena sugirió y para lo que trabajamos.
Pero no puedo ver esos rostros de nieve recién caída y escuchar el llanto como una tormenta sin romperme en pedazos.
— ¡Silencio! — gritó demasiado bajo y luego alto sobre los chillidos asustados de demasiados niños. — Ya maduren.
Me odio por esto.
Solo se escuchan respiraciones agitadas que han reemplazado los sollozos en cuestión de segundos. Respiraciones coartadas por el hipo. ¿Lloró así mi hijo? Hasta quedarse dormido, en el suelo, entre decenas de pies, entre ceniza y tierra.
— Señorita ¿A dónde vamos? — pregunta una niña que no tiene más de cinco años.
O fue como ella, con las lágrimas en los ojos, pero la cabeza en alto.
Solo toman a los más pequeños, los que aún pueden olvidar. Hay maneras de hacer a los niños olvidar.
— A un lugar — respondo con la sequedad que no quisiera usar.
Piel oscura, brillantes ojos verdes, rizado cabello negro como una nube que seguro le van a quitar. Rizado como el de mi hijo, igual de corto. ¿Cuál es tu nombre? Pero no puedo hacer esas preguntas.
• • •
Llegamos al complejo con la llegada de la tarde. El sol que cae entre los árboles de hojas entre rojas y verdes, sobre las hojas que ya cayeron y sobre el agua cristalina de un riachuelo, casi esconde el horror de todo esto.
La estación es solo una plataforma en medio de un claro, frente a puertas vigiladas, cerradas. Las rieles sueltan al tren de su suspensión magnética. Los soldados suben y bajan escaleras. Ni siquiera hay un techo.
Nada podría opacar a los soldados que empujan a los niños para que bajen de un vagón demasiado alto para ellos.
Desde el final de la pasarela de la estación veo a un soldado vestido de negro empujar a un niño por al espalda. Sus pies gorditos pierden el equilibrio, su mano se suelta del borde de la puerta y cae de rodillas al piso de metal de la plataforma. Su rostro se pierde en lágrimas pero no hace ruido. No se atreve ya.
No recordarán esto.
Una parte de ellos siempre lo hará.
— Si los matan aquí no nos sirven de nada, inútiles. Queremos soldados, no fantasmas. — Grito lo más coherente que se me ocurre.
—Bien dicho, teniente A — El capitán y los nuevos códigos que han reemplazado nuestros nombres camina hasta el lugar donde yo observaba la operación. — Si los matan, yo los mato a ustedes.
El capitán es alguien al que tengo que escuchar más de lo que me gustaría. Su cabello es café como las corrientes del río desbordado en invierno. Las puntas son púrpura, como las mías y sus ojos grises. Juntas son las características de un hombre más como cualquier otro aquí. El mismo uniforme, la misma sonrisa seca.
Yo veo un monstruo.
Pero como he dicho antes, ya no sé qué define un monstruo.
— ¿Me va a quitar ese placer capitán? — pregunto con media sonrisa.
El Capitán ríe con las manos detrás de la espalda. También llevo el mismo uniforme. No somos iguales.
— Deje a estos imbéciles, teniente A. Vaya a ver el resto de la obra — sugiere con un vago gesto a los caminos que se internan en el bosque lejos del riel y las puertas cerradas.
No me niego. Tengo alguien que buscar aquí.
¿Seguirá viéndose como antes?
El camino se sumerge en túneles por los que pasan soldados. Niños mayores o menores. Chicas de dieciséis.
Yo tenía dieciséis.
Niños de seis años, con uniformes y armas, entrenan dentro de salas bajo luces demasiado opacas. Lejos del sol. Lejos de su infancia.
— ¿Viene a inspeccionar? — La mirada de la instructora va a la manga en mi chaqueta donde el sello se ve claro. — Teniente.
— A conocer. — Esquivo peleas cuerpo a cuerpo para llegar junto a ella. — No he tenido ...el placer.
Miro con desprecio a la sala en matices de gris. Al suelo duro donde resuenan los golpes y a niños con ojos nublados.
— No le gustan los niños, — apunta erróneamente, pero corregirla no está en mis planes. — Son un suplicio hasta que dejan de llorar. Se les pasa rápido.
— Eso lo comprobé ya, — digo. Uno de los niños lanza a otro contra la pared y la sangre se extiende por su mejilla desde un corte. — ¿No recuerdan nada?
— Se supone. Eso puede hablarlo con el doctor Mangel, — la instructora apunta al final del pasillo por el que vine. — Él sabe esas estupideces. 504 deje de lloriquear, es solo un maldito corte!
Un maldito corte.
Pero para ellos son el fin del mundo.
Cantaba una canción para él. Solía acallar los sollozos de algún raspón por el descuido de pasos aún torpes. Besaba las mejillas mojadas por las lágrimas y lo sostenía hasta que el dolor desaparecía. A veces solo era miedo. A veces era yo la que tenía miedo.
Aquí no hay canciones ni lugar para pasitos torpes.
Esos primeros pasos en el césped fuera de casa. Los primeros sobre el agua y las manos que se cierran sobre la arena, aún curiosas, deseosas.
Pero las sombras acaban con todo brillo.
• • •
— ¿Y eso oficial? No les suele importar lo que les meto a esos pequeños inútiles. — El doctor me sonríe.
La bata gris se cierra con botones a un lado, su cabello está peinado y apenas deja ver los rastros de rojo sobre el negro.
— Llamemoslo sana curiosidad. — Me apoyó en una de las mesas del desierto hospital.
El doctor busca entre los estantes de un armario de metal apoyado contra la pared. Rie como el invierno. La luz entra en rectángulos por las ventanas pegadas al techo de piedra. Cae sin dar calor.
— Llamémoslo así si desea. Aunque bien podríamos decirle interés. — Me enseña un frasco color rojo oscuro. — Solo me imagino lo que podría hacerse con esto si se potenciará.
— O podría dejar de detenerse en estupideces y responder mi pregunta. — No puedo con esta gente.
Saco el arma con sutileza y paso las manos sobre la recámara de las balas. Mangel me mira con una sonrisa y sigue el movimiento de mis manos.
— Claro que sí.
Desquiciado.
— El suero se inyecta a los pequeños idiotas en la primera semana, cada día. Para el final de la semana todo queda borrado. — Mangel devuelve el frasco al armario enfilado con muchos más.
Todo.
No me recordará. No importa nada del pasado porque ya no queda nada.
Lo miro a través de lo que espero sea indiferencia. Quiero romper cada frasco en este lugar.
— ¿Todo? ¿Y los mayores? — pregunto, con una ceja levantada y apoyada en el metal de una cama tan fría como todo lo demás.
Sábanas grises. Camas vacías. Pero apostaría que hay suficientes heridos para llenarlas.
— Ah, ese es un caso complejo. Después de los seis ya no nos sirven tan bien. Su cerebro se vuelve muy poco plástico. — Habla de los niños como si fueran animales o máquinas. Son niños. Serán monstruos. — Pido que me los traigan jóvenes, pero no siempre se encuentran como se necesitan.
Mangel se sienta detrás de un escritorio y me mira con un pesar que casi es más asqueroso que su sonrisa.
— ¿Calcula la dosis?
— ¿Me cree idiota? Por supuesto que calculo la dosis. — Se levanta abruptamente para tomar un paquete de agujas. — Venga si quiere, tengo un montón de idiotas que vacunar contra memorias de padres aún más idiotas.
Acomodo las mangas de la chaqueta y respiro para no ponerle una bala entre las cejas. Alguien más usaría esas jeringas. Me quitarían el rango que me trajo hasta aquí. Respiro.
— Por mucho que me gustaría perder el tiempo viendo a una manada de niños llorando, doctor, tengo cosas que hacer.
Me encamino a la puerta que hace un pobre intento de bloquear la estúpida y canturreada despedida del doctor más insoportable que he conocido.
• • •
Le gustaban las flores. Siempre le gustaron las flores. Rojas, como la sangre de los niños que aquí torturan sin decirles que es tortura.
No vi a mi hijo. Vi a un muchacho de tal vez catorce años, uno que de no ser por el cabello claro sería idéntico a Tocmas. Muy alto para su edad, muy altanero, puntas rosadas , no rojas. Vi cuando la cuerda de cuero animal desgarraba una nueva cicatriz en su espalda y la sangre salpicaba la piedra ante los ojos de los demás.
Ojos claros, casi azules pero no azules como los de Lutz. A su alrededor habían otros chicos, uno podría haber sido hermano de mi hijo. El mismo color de cabello, el mismo color de piel, puntas verdes.
Ojos vacíos que no reconocen la violencia. Acostumbrados. Casi es como si quisieran que la disfrutaran.
Saben cuanto golpear para no matarlos.
¿Cuál fue su crimen? Negarse a algo estupido. No se qué le pidieron, sé que era estupido.
Vi niños como mi niño aprendiendo a disparar armas.
Niños que dejaron de ser niños.
En cada uno veo a Lutz, a sus manitos en las mías. En el atardecer veo su sonrisa, en los niños , enfilados y serios, veo fantasmas de juegos y caramelos.
Era una bolita cálida en mis brazos. Todavía dormía junto a mi.
— ¿Por qué llora? — Un niño se para firme en la entrada del puente. Solo.
Lleva un uniforme de camuflaje que le va demasiado grande. Sus ojitos azules, ya enfriados por las armas, me miran confundidos.
— Por nada ¿Qué haces aquí? — me limpio el rostro sin levantarme del puente que cruza el río.
El pequeño retrocede como esperando un castigo. El viento intenta sin éxito revolver su cabello, muy corto como briznas de césped negro, y enrojece sus mejillas.. Piel canela más clara que la de Lutz, puntas rojas más rojas que las de Lutz que eran naranja. Dulces peuqitas en sus mejillas y una marca de nacimiento en su ojo izquierdo como una mancha roja. Es un niño precioso.
— No quería molestar, disculpe. — El niño se inclina tan rígido como los soldados a mi cargo.
Habla tan formal. No parece tener más de cuatro años.
— Quédate ¿Cómo te llamas? — No debería, pero no puedo evitarlo.
No puedo dejar de ser una madre. Una madre sin su hijo.
El chico se sienta junto a mí. Deja un espacio entre nosotros y mira el agua. El puente no tiene barandas, ninguna, ni con tantos jóvenes irresponsables y niños propensos a caerse. Son tablones sobre vigas y clavos que con el invierno podrían hacerse pedazos.
Él empieza a mover los pies adelante y atrás, pero se detiene y aprieta las manos y se sienta con la espalda recta, con los ojos fijos al frente.
— 823, señora. — Ahora son números. — Sigue llorando.
— Por eso no te preocupes. — digo porque no puedo explicarle, a él ni a nadie aquí dentro. — No es muy importante.
Explicarle, por ejemplo, que estos niños tienen nombres. Que mi bebe tenía un nombre. Que en cada niño veo un fantasma y cada uno me es una bala de hielo en el alma.
— ¿No me meto en problemas por estar aquí? — pregunta.
Le van a dar problemas por hacer tantas preguntas. Problemas que no quiero imaginarme. Amo sus preguntas, cada una, cada gramo de curiosidad que sobrevive en ellas.
— Estás con un teniente, 823 ¿Sabes que es un teniente? — pregunto sin esconder la sonrisa.
— Si — alarga la última vocal delatando su mentira. — Señora — se apresura a añadir.
Rio con el tintineo del viento en los árboles. El frío de las noches en Numir comienza a caer sobre el bosque y la oscuridad baja con él en su habitual coreografía de nubes coloridas.
— Significa que si yo les digo que estabas conmigo, nadie puede tocarte.
Se gira para mirarme. Al parecer ahora soy más interesante que las hojas que viajan en la corriente.
— ¿Puede quedarse para siempre? — pregunta con la esperanza desleída en los ojos. Casi desaparecida del todo. — O un rato más.
No queda mucho. Ni de lo humano, ni de la esperanza, ni de nada. Les toma tan poco destruirlo todo.
— Me encantaría. — Suspiro y paso las manos entre su cabello como solía hacerlo con los de Lutz. No se siente igual. — Pero no puedo, chiquito. A mi también me dicen que hacer.
— Pero tú eres teniente, — protesta y se pone en pie. – Tú...Usted da órdenes.
Así, su cabecita queda a la altura de la mía. Es casi imposible retener el impulso de abrazarlo, de tomarlo y huir, de decirle que todo va a estar bien.
Hay cosas que no puedo hacer. No deseo nada más que tomar a cada niño y sacarlo de este infierno disfrazado de primavera. Pero hacerlo es dejar a mi hijo, es desmoronar cada oportunidad de encontrarlo.
Tiene que haber otra manera de ayudarlos.
— Ojalá fuera tan simple. — Le acomodo el uniforme con cuidado. — Pero ¿Te digo una cosa? Eres un niño valiente, curioso, educado, gentil. Si no dejas que ellos te quiten eso, tú vas a estar bien y algún día nos vamos a volver a ver.
Para él todavía es tan fácil confiar. Todavía cada persona es clara como el agua que corre bajo las tablas. Todavía no entiende las sombras.
— ¿Cómo voy a hacer eso? ¿Cómo sé si es usted? — me mira con la cabeza ladeada y tanta confusión que solo quiero comerle a besos.
Aquí no está Lutz.
Vi el rostro de cada niño de su edad. En ninguno vi a mi hijo. Todos, a su modo, parecidos, pero ninguno mi hijo.
Pero todavía lo amo demasiado. Ese amor tiene que servir para algo.
Entonces las lágrimas vuelven a caer, en la oscuridad de la tarde que se agota.
— Yo voy a saber. — Lo abrazo aunque no debería. — Y cuando yo lo sepa, te lo voy a recordar ¿Sabías que los abrazos no se olvidan?
Nadie lo va a abrazar en mucho tiempo. Nadie va a evitar que le torturen, que acaben con la chispa de lo humano y olvide los colores, lo fascinante del rio y las preguntas inocentes a extraños llorando.
Pero, si puede recordar esto, tal vez algo pueda sobrevivir,. Como las ascuas de una llama que alguna vez fue un incendio.
Los abrazos son algo innato. Sus bracitos se sostienen de mi cuello y su cabecita reposa en mi hombro.
—Yo me voy a acordar de usted. Lo prometo.
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