III. Entre Memorias
No quería volver.
Tenía que volver. A las calles donde crecí, donde los faroles som burbujas de luz junto a casas de techos pandeados, de ventanas y puertas redondas muy bajitas para la altura promedio, de calles quemadas, de memorias pegajosas, algunas dulces, algunas putrefactas. Huellitas en el lodo del amplio camino entre las casas. Chillidos de la alegria más pura. Sonrisas de caramelo, vocecita de mil soles.
A las mismas casas de hormigón blanco, de techos entre negros y verdes de teja, todos pandeados. Los veo en cada pueblo, pero no son estos. En Mi Pueblo, las flores enmarcan cada ventana y los lados del camino en rosados, amarillos, rojos y púrpuras vivos.
Son los mismos pinos y el mismo frio. Pero mo la misma calidez del mediodía , ni las mismas flores rojas en los árboles una vez al año.
—No pensé que te vería de nuevo. — Zena lleva un arma en la espalda.
Me mira de pies a cabeza. No me quejo, porque estoy haciendo exactamente lo mismo. No ha cambiado su cabello corto, negro como la noche y de puntas azules como las flores. Pero sus ojos se han vuelto más duros, más pesados.
¿Ha pasado tanto? ¿Que les pasó a los míos? Nada. No he cambiado. Hago lo que tengo que hacer.
—Sigue siendo mi pueblo, — digo con la indiferencia que aprendí de mi hermano.
No es tan cierto. Ya no es mi pueblo. Me fui hace años, cuando mi bolita de luz cumplió un año. Se lo iban a llevar. Preferí salir. No era lo que quería.
Pero las cosas aquí no cambian. Las mismas batallas una y otra vez. Ahora están libres , pero ¿cuándo será la próxima vez?
—¿Qué te pasa Adria? Solías sonreír.
—¿Qué me pasa? Qué graciosa. Ahora vamos a fingir que no pasó nada? Excelente. — No puedo evitar el dolor, ni el hielo que crece; mucho menos el sarcasmo.
Zena todavía está vestida de negro, las armas en las mangas, el cinturón, la espalda. Está cubierta de metal.
Ahora mi uniforme es otro. Ahora peleo para otros. Claro que no lo llevo todo el tiempo. Menos en mis escasos días libres.
No es tan distinto al fin y al cabo. La misma arma, la misma brillanté carga. No los conoces. Solo disparas.
—Ya.— Zena suspira. Se queda lejos, a metros de mí en el camino que discurre entre las casas. Solíamos ser amigas. — Mira, quería decir... Mira, el día que te fuiste, no fui justa contigo...
—No. —Levanto las manos para detenerla. — No voy a escuchar.
—Bien. Sí.
El silencio está en el sacudir de los árboles y en la canción del río que discurre a las afueras del pequeño pueblo. La luz de la tarde matiza todo en perfectos tonos dorados.
Recuerdo días sin sol. Recuerdo a un pequeñito de ojos azules estallando en risas entre luz de miel y césped tan alto que casi lo ocultaba del todo.
—Adria. — Zena me mira con los labios apretados. Su cabello lacio no se mueve con el viento, a diferencia del mío que aún en una trenza se despeina. — ¿Cómo estás?
Que horrible pregunta.
Porque los ejércitos son terribles.
Porque me preparo para hacer cosas terribles.
Porque me hicieron algo terrible.
—Tan mal, ¿eh? — pregunta con una mano en la nuca.
A Zena siempre le incomodaron las lágrimas. Son desagradables, interminables.
El aire me asfixia. Me llevo las manos a los ojos para cubrir el reflejo de las lágrimas. No debería; al fin y al cabo, estoy haciendo lo que tengo que hacer.
—Ey, respira. Dime qué pasó — Zena, a quien no vi acercarse, me empuja ligeramente en dirección a lo que fue mi casa, la que es también la suya, la de Tocmas, la de su hermano que nunca volverá a ver esta casa. — Lutz no está contigo ¿Está con Tocmas?
Pensé que nunca se aprendió su nombre. Era una pesadilla hecha realidad, para ella y para mi. Antes, eso era antes. Era la primera nube rosada de la tarde.
—Me lo quitaron. Zena; se llevaron a mi hijo. — sollozo.
Tocmas no me dejaría. Si empiezo yo, terminara llorando él. Lo sé. Lo entiendo. Entre grietas que recorren el alma, sólo podemos sostener las piezas. Una contra la otra. Hasta que estalle. Hasta que duela más que quebrarse.
Pero no hay tiempo de eso. Está en alguna parte. Necesito hacer esto.
—Ay Adri. — Zena hace una de esas muecas que siempre ha hecho.
Abre la puerta y yo me inclino para pasar, algo que ella no necesita hacer. El interior está exactamente como lo dejamos, en medio de la noche, en medio del miedo y el silencio.
Zena entra a la cocina por el arco sin puerta y me trae un vaso metálico con agua. Nos quedamos en el amplio pasillo que es casi una sala más y se abre a otras habitaciones por puertas enarcadas y casi circulares.
—Sé que no querrás escuchar. — empieza caminando por el pasillo.
Ni siquiera sé por qué la sigo.
—Tienes razón, no quiero.
—Deja de interrumpirme y escucha. — Se detiene firme frente a la puerta. Esa puerta que guarda el pasado. — Perdoname.
¿Desde cuándo las palabras son tormentas? Se desatan sin aviso, destruyen todo y siguen su camino. Abren un camino entre las ramas y dejan entrever la luz de la luna.
Conozco a Zena desde que éramos niñas.
Fue Zena quien me encontró acurrucada en el piso. Entre el vacío y el rojo del piso. Atascada en donde no hay palabras y mucho menos gritos.
Desnuda, expuesta, muerta.
Fue Zena la primera en entender realmente lo que pasó, lo que me hicieron. La primera en darse cuenta de mi embarazo, fue ella, y guardó silencio cuando se lo pedí.
Tomo aire, aire que sabe a casa, a estrellas caídas y vidas perdidas.
Lo único que puedo hacer es abrazarla. Sus brazos inmediatamente están allí, para atraparme como los hilos dorados del pasado.
—Lo siento mucho. Por todo lo que dije, — le habla al silencio.
Me suelta para abrir al puerta. El pasado no necesita marcos anchos, aunque los de la casa son todos así, sólo necesita un agujero entre las barreras de lo consciente. Una rasgadura pequeñita, porque sus manos son como las de él, delicadas, curiosas y pequeñitas.
—No sabía qué hacer con todo. Así que lo dejé aquí. — Zena se queda en el umbral.
Cada paso es uno más dentro del abismo.
El árbol en la pared. Sus ramas se tuercen a flores púrpuras.
—¿Sabes cuál fue su primera palabra? — Paso los dedos entre los cabellos sueltos de mi flequillo, por las puntas púrpura. — Púrpura, — susurro.
El eco de aquel recuerdo se pierde en los juguetes de madera, en los zapatos que ya no le quedarían.
¿Cómo es posible amar tanto? ¿Por qué ? ¿Por qué duele como morir cien veces, como ser consumido por el fuego y el agua? Una aguja, una memoria. Un rayo de luz por la ventana que cae sobre los pedazos de lo que fue y nunca volverá a ser.
Me siento en el suelo, en la madera que tan fría le parecía.
Tengo el recuerdo de su cuerpo contra el mío. Una bolita como de lava.
Cerrar los ojos es encontrarse con sus risas como la mejor canción jamás escrita y sus lágrimas de plata pura. Esos sollozos que se escuchan a fronteras de distancia y que no se calman.
—Una vez, estábamos en Tejih. Tocmas fue de visita y...— las risas se escapan de mis labios. — Era invierno, hacía más frío de lo normal. Lutz tenía tanto frío. Pobrecito cómo lloraba y Tocmas no sabía qué hacer. Estaba casi tan desesperado como Lutz.
Zena sonríe y se sienta frente a mí. Toma uno de los libros del suelo, esos llenos de animales que yo cosí para él cuando nació.
—Nunca te imagine como madre. Nunca pensé que te lo quedarías. — Pasa las páginas una por una. — Pero eras buena. Siempre has sido buena en lo que querías.
—No era culpa de él que su padre fuera un monstruo. — Suspiro pensando en esa sonrisa de nińo, esa dulce inocencia.
Quizá se veía como él ¿Y que? No recuerdo el rostro de esa cosa. Recuerdo el de mi niño, de mejillas rosadas como dulce de frutas y bronceada piel, perfecta; como todo en él.
—Adria, si hubiera algo que hacer. Tu sabes que yo...— Zena, nunca tan tímida, me mira con ojos tristes que no reprocho.
Esta vez no.
Limpio mis lágrimas con el dorso de la chaqueta , esa que no es de camuflaje porque no quería que me disparen tan pronto me viesen llegar.
—Tengo que contarte algo. —miró los ojos que conozco de años y que estoy a punto de traicionar. Que ya he traicionado. — Voy a buscarlo.
Zena sonríe, porque no sabe nada.
Que genial idea es, cuando no comprendes. Los ejércitos son masas que se mueven a la vez.
Aprenderá a obedecer a un silbido, a cargar y familiarizarte con ese chasquido. Aprendes a hablar de rebeldes como se habla de las moscas.
Es ahí donde se difumina la deflación de humano por una causa que se perdió hace mucho. Ya nadie sabría precisar por qué peleamos y ni siquiera han pasado diez años.
—Esa es la Adria que conozco ¿Sabemos algo?
—Sabemos quién lo tiene y donde hay información. — Miro una vez más a las casas que se recortan contra el bosque. Cierro los ojos al paisaje. Esto ya no es mío. Lo mío me fue quitado. Lo mío lo tienen ellos. — Ze, me uní a ellos. Tocmas y yo buscaremos desde dentro.
No quiero confiar en nadie. Tengo que decírselo a alguien ¿A quién? A la única persona, además de Tocmas en quien todavía confío, en quien estuvo allí para ayudarme, levantarme.
Zena se levanta y camina hasta la ventana. Ríe entre dientes y se pasa las manos por su cabello que vuelve a caer sobre su frente como si nunca se hubiese movido.
—Adria, cariño, eso es suicidio. — Todo su cuerpo se ve negro contra el sol del atardecer detrás de ella.
—Tal vez. Pero no pienso retroceder. No vine a pedir consejo, vine a contártelo porque te lo debo. — De Tocmas aprendí a dejar el rostro neutro. — Y porque, quizá, la próxima vez que nos veamos las balas están volando de por medio.
Me levanto del suelo. Quiero llevármelo todo, pero me delataría de inmediato. De todas las cosas tiradas, elijo una, un dije pequeño que refleja el árbol pintado en la pared. Es una simple medalla plateada, labrada y pintada en morado.
Insistía que se lo pusiera. Aún no podía ponérselo solo. Nadie podía quitárselo y él no lo entendía del todo. Pero apuntaba a su pecho donde relucía el dije en metal morado y decía
—Mi casa, — porque para él eso tenía sentido y sonreía tanto que iluminaba hasta su cabello negro y rizado, que olía a limpio y a caramelos.
—Muy amable de tu parte. — Zena habla con el invierno en sus labios y en su pecho.
—Sí bueno, no quería que sea tu puntería la que me impida encontrar a mi hijo. — No sé que estoy diciendo.
Es más fácil romper puentes que mantenerlos. No quiero perder más.
Giro hacia la puerta para no mirar.
Pero Zena ríe, se adelanta y pone una mano sobre mi hombro.
—¿Tan fácil te libras de mí? No mi amor, — Zena entra en lo que fue un estudio y ahora es una batalla campal de papel y libros.
—¿Alguna vez ordenas esto? No hay ataques todo el tiempo.
—Mira, se te quedó eso de hablar como madre, — murmura para sí misma.
Busca entre los papeles y sus insultos se multiplican cuando la luz de la tarde se esfuma como una llama al ser apagada. Mira hacia los estantes que cubren los dos lados y media pared más de la habitación. Algunas tienen libros; otros tienen balas.
—O puedes encender la luz, — sugiero.
Me apoyo en la pared y aplasto el botón que inicia el circuito. A los alrededores, en cada estante y en el techo, se enciende la luz, amarilla, suficiente y demasiada.
—Gracias. — Zena levanta un papel de entre el caos y me lo entrega.
La caligrafía es otro desastre natural. Reconozco la letra del hermano de Zena.
El hermano de Zena.
—¿Puedes leer? — Zena sonríe como la loca que es. — No importa. El punto es que tienen un complejo. Ahí entrenan soldados. Si lograras entrar allí, quizá lo tienen entre esos reclutas o no sé.
El hermano de Zena. El de la bala entre las cejas.
—Tiene tres años ¿Por qué lo llevarían a un complejo? — sacudo la cabeza. — Queremos gente rápido, no tenemos tiempo de entrenar niños.
Me trago la culpa. Necesito su ayuda. En otro momento. Hoy no. Hoy no quiero perderla. Sería más fácil, pero no así.
Solo quiero un poco más de tiempo.
Siempre estoy jugando con el tiempo.
—Tienes razón. Pero hay que buscar en todas partes. Nunca sabes que se les puede ocurrir a esas cosas.
Y en verdad que no comprende todo lo que se les ocurre en sus cabezas repletas de sombras.
Son contagiosas. Se sumergen en los charcos de la ira y crecen desde allí, como algas babosas, invasoras.
—Bien. Tienes razón. Todo vale. — Lr devuelvo el, a medias inútil, papel. — Se te olvida, pero, que no confían en mí y no me dejarán entrar. Aun no.
Zena apoya ambas manos en la madera de la mesa, o basurero, que es lo que parece. Se inclina hacia delante , con la expresión que hizo que todos la siguieran.
Ella y su mirada dura. Yo y mi sonrisa.
De esa Adria quedan poco más que reflejos que se parecen a la memoria.
—Entonces haz que confíen.
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