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I. Entre Monstruos

Los fantasmas no existen. Pero allí está el mío, con sus manos sobre mis hombros, amenazando con lanzarme al piso. Una y otra vez. Porque el tren silba en la distancia, el tren en que va él. Porque me lo quitaron, de entre mis manos. Quitaron sus manitos de las mías, a pesar de todo lo que hice para protegerlo.

En la ciudad, de fríos edificios de metal, todo es silencio. La niebla recorre las calles desiertas como una inundación blanca. Las luces azules de las farolas se difuminan en sombras. Yo me oculto en ellas. Me oculto de los peones que espían, atentos, entrenados y dispuestos a todo. Las sombras escuchan.

—No seas ridícula, — me dijo Zena cuando, entre lágrimas, empacaba mis maletas. — tenemos algo importante aquí.

—Mi hijo es más importante.

En la oscuridad de la ciudad no distingo mucho, pero recuerdo muy bien esos ojos azules , más brillantes que las lámparas y que las estrellas. Todavía brillan, pero ya no para mi.

—Si nosotros no defendemos este lugar ¿Quién lo hará? — Zena preguntó aquella vez. Pero yo no tuve respuesta, o no quise darla.

—Ustedes siguen aquí. Yo tengo que protegerlo. Se lo llevarán, Zena ¿Te das cuenta? — no queria enojarme con ella, pero es imposible cuando no piensa. No lo entendía y aún ahora es probable que no entienda.

—¿Y qué? Ellos tienen la culpa de que exista.

Sus palabras hacen eco en los laberintos de edificios. A solas, mi fantasma es una garra que tira de mi pecho y lo desgarra como pergaminos.

No podría entenderlo. Yo no lo elegí, pero era mío, pero amaba sus pies pequeñitos correteando al amanecer.

Yo tenía que protegerlo.

Mi niño, mi maldición y mi más grande tesoro.

En unos años no quedará nada de aquella inocencia. Habrán destruido su sonrisa, rota en una expresión de maquina como todos los otros, como el monstruo de su padre.

No es justo.

No es justo. Cambiarán su risa de caramelo por una mirada detestable. Una mujer de rodillas, un arma en brazos y una risa de tormenta, de miseria. Entre gritos desesperados y las lágrimas silenciosas que llegan luego, cuando rendirte es lo único que queda, lo que duele menos. Porque no puedes moverte y porque pocas se salvan en las colonias de esperanzas y casas pisoteadas, destrozadas.

—No es justo. — Mi otro fantasma camina detrás de mí. Sus pasos me siguen entre las sombras y su voz se pierde en ellas. Tocmas sale de ellas como si se materializara a mi lado.

—Repites lo que ya sé. Intenté protegerlo, intenté...— los sollozos quiebran mis palabras.

Tocmas mira sin más. Su uniforme de camuflaje gris lo confunde en la oscuridad.

—¿Y qué vas a hacer al respecto, hermanita ? — pregunta.

Bajo las farolas, su sonrisa se ensancha, sus ojos anegados en odio se clavan en los míos.

Es contagioso. Sella la boca de la culpa con sus manos pegajosas y crece, trepa como enredadera desde el pecho hasta cubrirlo todo en fuego, en ira que lastima. No pueden hacerme esto.

Mi hermano sabe como hacer las cosas, como ahogar la culpa. Humillaron a su familia, a mí. Se llevaron a su sobrino.

—Lo que haga falta. — mi respuesta es inmediata, pero la lagrimas no paran.

La sonrisa de Tocmas no se desvanece. Me tiende una mano, como lo hizo aquel día, cuando me hallo en el piso entre lágrimas silenciosas. Lo supe ese día, supe lo que crecía en mí y que en meses sería mi hijo

No pude decirle lo qué pasó. Decirle que duele, que intenté soltarme, decir que no; pero nada sirvió. Él lo dedujo solo, cuando mi embarazo se hizo demasiado obvio y mi vergüenza crecía como nubes de tormenta. Nunca tuve que decirlo directamente. No creo que podría.

• • •

El tren silba en las rieles sobre nuestras cabezas, empuja el viento con fuerza y trae las flores caídas de los árboles por la primavera. Las noches son tan oscuras como los días de hace años.

—Lo tendrás de vuelta y van a pagar por todo lo que nos hicieron. — dice. La ira estrangula su voz hasta agravarla. En sus ojos oscuros solo estoy yo reflejada.

—¿Tienes un plan?— pregunto. Nuestros pasos hacen eco entre los pasillos que forman los eficios por los que solo cruza el viento.

—Más o menos. Tu sabes que les agrado. — Sonríe de medio lado.

Tocmas ha sido espía de la resistencia dentro del ejército por al menos cinco años, cuando empezó todo esto. Estuvo allí, recolectando toda la información que podría ser útil, cuando marcharon sobre nuestro pueblo y cuando junto a Zena y su hermana hicimos todo por defenderlo.

Pero uno solo no fue suficiente para parar aquel incendio.

—Eres buen soldado. Fuerte, inteligente. — murmuro. — Solo te falta lo imbecil.

Su risa hace eco entre los edificios. Me guía por entre las calles. Son distintas en otras naciones. En Saare, los domos de vidrio forman un paisaje curioso. Pero a él no le agradaba la humedad. Tampoco le gustó el silencio de las montañas. Volvimos a casa, a Tocmas.

Nunca pensé que acabaría así, que me lo quitarían. No sirvió ninguna de las mentiras que por dos años les había dicho. Un niño de tres ya no pasa por uno de año y medio.

Tarareo la canción que solía cantarle al dormir. La canción que pedía una y otra vez ¿Borrarán también mi rostro de su memoria? ¿Mi voz? ¿Los juegos de Tocmas?

—Deja de pensarlo. — me reprime y me detiene para limpiar mis lágrimas.

—¿Cómo sabes que estoy pensando?

—Porque yo pienso lo mismo. — su gesto se vuelve serio, tenso. — Y porque estas cantando.

No se parece a mi niño. Sus ojos son oscuros, su cabello no tiene rizos y su piel es más clara. Mi niño se parece al monstruo de su padre. No, mi hijo no tiene padre. Mi hijo, en este momento, no tiene a nadie.

—Le teme a la oscuridad Toc. Solo tiene tres años. — Pensaba que las lágrimas se detendrían. Pero en dos días no han parado de correr.

Tocmas es lo único que me queda, la única persona que, entre manos temblorosas , merecía el esfuerzo de enviarle un mensaje. Sus brazos me rodean y la luz azulada se esconde en el negro de su chaqueta cuando bajo la cabeza. Solo la ciudad tiene una luz tan contradictoriamente fría y pacífica.

—Y tú sólo tienes veinte. — me recuerda; me recuerda mi impotencia.

Solía pararme frente al borde con demasiada confianza. Me burlaba de los soldados del ejército entre copas de trago amargo. Porque los que cayeron solo no se levantaron a tiempo y nosotros éramos diferentes. Habíamos aguantado ¿no? Teníamos espías en sus rangos. Los habíamos alejado.

Qué ingenuos éramos. Que ridiculos por celebrar la victoria de la resistencia. Quizá todavía son los buenos. Lo son, pero yo no tengo tiempo para eso.

Me ahogo entre lágrimas. Me aferro a su chaqueta con un grito de desesperación atorado en la garganta.

—Ya me quitaron todo. Me quitaron mi dignidad. Me quitaron todo — digo con todo el odio que reflejaban los ojos de mi hermano. — ¿Qué más quieren de mí?

—Tu voluntad. — me responde aunque no buscaba la respuesta. — Pero tú y yo, tenemos otros planes. Jugaremos con nuestras reglas.

Levanto la mirada. La luz hace que sus facciones estén a medias ocultas. Tuerce los labios y alza la vista al edificio más alto de la ciudad.

—Hoy mismo te vas a enlistar. Si se lo llevaron, lo encontraremos más fácil desde dentro.

No me gusta nada y es la única manera. Es lo que hay que hacer. Paso las manos por mi cabello y me seco las lágrimas. No hay tiempo para ellas. Él ya está entre ellos. Cada segundo es uno más cerca de perderlo por completo.

—Necesitarán confiar en mi — Mi voz se vuelve un susurro urgente. Si alguien llega a escucharnos, si alguien descubre lo que hacemos.

—Pues entonces vas a tener que ayudarlos. — Su rostro se vuelve tan frío como las calles donde la temperatura cae cada vez más bajo.

—¿Tu vas a ser mi oficial? — pregunto. Tiro de la chaqueta de cuello púrpura para cerrarla más.

—No decido eso. — Hace una mueca de asco. — Soy apenas un teniente, y solo porque el anterior perdió un ojo. No me pidas demasiado

No es la primera vez que escucho algo así. En mi pueblo buscábamos dejar a los soldados heridos. No seríamos mejores que ellos si asesinamos a todo el que pudiésemos. Bastaba con discapacitarlos. Ahora no estoy muy segura de que sirviera.

—Bien. Tendré que sobresalir por mis propios medios. — Tomo el cuchillo de su cinturón y lo paso entre mis dedos. Por lo menos podré saltarme parte del entrenamiento ¿Y después?

Levanto la vista a las estrellas ¿Hasta donde estoy dispuesta a llegar por tenerlo de vuelta?

Como un tercer fantasma, escucho su voz.

—Estrella Mama , Mira mama.— Y los tirones de los mechones de cabello.

Pasar las manos por entre su cabello era un sueño. La sonsrisa tan pura , esa risa que estallaba con todo y que nadie podía callar. Hoy recordar me duele, me parte en dos hasta que ni el llanto puede expresarlo.

• • •

Tocmas desaparece entre las personas que entran al edifico. Se funde entre los oficiales. Veo el asco oculto entre sus ojos y la sonrisa sarcástica que les dirige a los otros. Pero ellos se acercan a él y yo termino por seguirle detrás.

Me guía entre pasillos. Me espera en las esquinas y se detiene frente a dos puertas. Sus ojos se fijan en los míos y no se apartan.

El corazón me palpita en las sienes; el dolor de mi pecho se mezcla con la ansiedad y el peso sobre mis hombros. Cruzo las puertas.

Se trata de empujarlo todo bajo una barrera. Todo por él, por verlo otra vez. Sé que piensa lo mismo, sé que por eso hace esto. Siempre intentó que me mantuviese lejos de ellos.

Las pantallas a los lados proyectan mapas en líneas negras sobre cristales opacos. En rojo, se iluminan las zonas conquistadas. El mapa se abre al mundo, a lo que ellos desean.

¿Donde en todas esas marcas tienen a mi hijo?

—Capitán Romh ¿como esta? — saluda a un hombre de traje militar, de hombros anchos y pelo grisáceo. La sonrisa que le muestra es tan evidentemente fingida a mis ojos que casi me causa gracia. — Le traigo a alguien especial.

—¿Quiere dejar de perder mi tiempo Valer ?— pregunta con brusquedad al girarse.

Mi hermano comparte conmigo sus rasgos afilados, sus ojos oscuros y hasta el cabello lasio, negro y peinado. Yo lo llevo trenzado.

—Le presentó a Adria Valer, capitán. Esta lista para unirse. — Tocmas sonríe de una manera que hace que el Capitan de un paso a un lado.

—¿Sólo ahora, señorita? — pregunta. Su mirada seria y gris se detiene en la mía. — Me parece haberla visto entre esos ridículos, infantiles revolucionarios.

—Todos podemos ser jóvenes e idiotas capitán. — replico con un fuego en el pecho. Lo que daría por lanzarle una de las pantallas. — Pero si me rechaza, tiene un soldado menos. Cada uno cuenta.

El capitán me mira entre la risa y el desprecio. Carga el arma que lleva en su cinturón. El zumbido de la electricidad se escucha por la sala que ha quedado en silencio.

—Bien. Te hago un trato, Adria. — chasquea los dedos y un soldado posteado en una puerta corre escaleras abajo. — Hazme este favor y yo te creeré. Te unirás al escuadrón de tu lindo hermano y todo. — Alza las cejas en una burla que no me queda clara, pero que está ahí.

¿Sabe lo que me quitaron?

Por las escaleras, pasos pesados y gritos se acercan. Tiran de alguien dentro de la sala, con las manos atadas y los ojos vendados. Su cuerpo no lo sostiene: se derrite hasta el suelo y hasta quedar de rodillas.

—Encontramos esta rata. ¿Se te hace familiar? — el capitán tira de la venda.

Son los ojos de Zena pero no es ella. El otro espía, otro hermano dispuesto a lo que sea por su familia. Me mira con una súplica silenciosa, con las lágrimas en los ojos brillando más que todas las pantallas juntas.

Pero no como los suyos, mis dos gotitas de luz.

El capitán fuerza un arma entre mis manos. El metal es frío, la carga brilla azul a través del puerto de vidrio. No hay una orden, eso queda sobrentendido ¿Que más podría esperar de estos monstruos?

No es la primera vez que sostengo una, que uso una.

¿Era amigo de Tocmas? Cuando levanto la vista , él hace el más ligero movimiento de su cabeza asintiendo. ¿lee mi mente o me incita a hacerlo?

Nunca había matado a una persona.

Apunto. No quiero ver. No puedo no ver. Disparo antes de poder pensarlo. El sonido hace eco en las paredes y el golpe me empuja hacia atrás. El suelo se tiñe de rojo y las ventanas reflejan en la oscuridad la sonrisa del capitán.

—Bienvenida Valer.

Lo que haga falta

Me lo repito cuando las manos pegajosas de la ira se despegan y la culpa clama una vez más. Me retuerce el alma. Pero debo callarla.

Otra vez el tren, el recuerdo de los golpes en la puerta, los gritos, la fuerza. Lo arrebataron de mis manos, como se llevaron mi inocencia y lo que me queda de conciencia.

Solo pido que se acuerde de mí. Que se acuerde que alguna vez tuvo una madre. Y la tendrá otra vez.

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