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Desde el día de la creación, el gran rey poderoso gozaba de emociones, reacciones que venían en acción de sus seres creados; Dios, rey de la tierra, experimentó emociones gratas gracias al libre albedrío que concedió a todas sus criaturas.
Una noche, los ojos de Dios rey se encriptaron en lágrimas y de ellas brotaron dos seres de luz. Como dos burbujas radiantes, una era blanca celeste y la otra blanca lila, levitaban y se quedaban siempre cerca del creador. Dios pensó en ellas como dos hijos y los dejó permanecer a su lado, a donde el creador iba los pequeños lo seguían y vivieron junto a él unos primeros 500 años.
Luego de que Dios estuviese acompañado de un gran ejército de arcángeles, ángeles, serafines, guardianes, querubines entre otras razas divinas del cielo, los luceritos comenzaron a interactuar con ellos cuando estaban cerca de su padre, hablaban sin una boca, podían entrar a la consciencia de los demás y así era como se comunicaban.
Un día, cuando Dios llamó a sus sietes arcángeles, los luceros comenzaron a brillar y hacerse más grandes, la impresión de los arcángeles fue tanta que se colocaron de pie y cuando la luz desapareció dejó ver a dos pequeños niños, uno de cada lado del trono. Tenían la piel blanquecina, ojos y cabello negro, labios delgados y un cuerpo delgado y pequeño..., eran como niños de 7 años. Los arcángeles sonrieron agradados y Dios les sonrió a sus pequeños, y ellos miraron a todos sin entender cómo, o porqué, pero viendo el gesto que su padre les hacía intentaron imitarlo y dibujaron unas sonrisas como inseguras en sus rostros, sin embargo, sintieron por primera vez una agradable alegría.
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