Habría que notar que de las calurosas ciudades se esconden, entre las montañas, otras ciudades. Medio ocultas, preparadas por personas acérrimas a seguir entre el frío y la niebla formulada en cada caída de los copos al saludar el día. Día tras día, descansado sobre las boinas de estas personas ignorantes del calor, decorándola con puntillos blancos sobre su sombrío color. Estudiantes con trabajados colores de cine, economía, arte e ingeniería que se mezclaban entre sí, sin permitir ningún otro color pues el derecho no quería se le otorgase uno.

Así crecían los abrigos, manchándose con el tiempo y volviéndose a encoger con un suave y apretado hilo que cosía los bordes del nuevo infante. En tres años tendría gruesos vidrios por lentes para luego con su mano, señalar la forma en que el tiempo se torna salario. Formando así el orgullo, la antigüedad y en cierta manera también la vejez. Es así que la ciudad tenía impresa por las nubes el color de un aire lejano, memorial de una época en que los mexicanos tenían orgullo por pertenecer a su patria. Solo el polvo rosado que hace estornudar en niebla, era el que llevaba la corrupción. Pero este respirar no afectaba las buenas costumbres.

Con sus casas impecables y sus calles dando suave bienvenida como si algún extraño fuese a curiosear cada mañana, esta pobre ciudad recordaba a Tel Aviv adoptando ciudadanos. Habrá que comprender la razón en conservar las buenas costumbres, dejar de dar señales y ocultar su ubicación como gota de agua envuelta en vino.