9. La trampa.
El BMW se desliza suavemente hacia el estacionamiento frente a mi edificio, un lugar modesto en comparación con los lujosos sitios a los que Bonneville probablemente está acostumbrado. Me quito el cinturón de seguridad y me giro hacia él, sin saber exactamente qué decir. El silencio entre nosotros no es incómodo, pero está cargado, como si ambos supiéramos que esta noche no ha terminado del todo.
—¿Quieres subir? —pregunto, mi tono más casual de lo que me siento por dentro. Él no responde de inmediato, pero su mirada, siempre tan difícil de leer, parece considerar más de lo que la pregunta implica.
—Claro. —finalmente, asiente.
Subimos en el ascensor, y aunque la cabina es estrecha, la cercanía no me incomoda tanto como debería. Hay algo en él, en su presencia, que es extrañamente tranquilizador y desestabilizador al mismo tiempo.
Cuando llegamos a mi puerta, busco las llaves en mi bolso. Bonneville permanece a mi lado, observando todo con esa atención casi felina que siempre tiene. Finalmente, la puerta se abre, revelando mi espacio: pequeño, funcional, lleno de detalles que reflejan la vida que llevo.
—Pasa. —digo, dejando que entre primero. Él camina despacio, como si no quisiera alterar el equilibrio del lugar. Sus ojos recorren el apartamento, deteniéndose en los pequeños detalles: una pila de libros en la mesa de café, una chaqueta colgada descuidadamente sobre una silla, y un corcho en la pared lleno de recortes y notas relacionadas con casos pasados.
—Esto dice mucho de ti—comenta, acercándose al corcho. Su tono es neutral, pero hay una curiosidad en su mirada mientras observa las notas y las fotos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice? —pregunto, dejando mi bolso sobre el sofá y cruzando los brazos.
—Que no sabes cuándo desconectarte— responde, girándose hacia mí con una sonrisa apenas perceptible. Me encojo de hombros, sin saber si su observación es un cumplido o una crítica.
—Es lo que hay. No todos podemos darnos el lujo de desconectarnos. —él asiente, como si entendiera más de lo que digo. Luego su mirada se desliza hacia la estantería en la esquina. Camina hacia allí y pasa los dedos por los lomos de los libros, leyendo los títulos en silencio.
—¿Te sorprende que lea? —bromeo, intentando aligerar el ambiente.
—No— dice, deteniéndose en un título. — Pero esto... es interesante. — levanta un libro de poesía desgastado, el tipo que compré en una librería de segunda mano hace años.
—¿Poesía? — pregunto, alzando una ceja. — No es lo que esperabas, ¿verdad?
—Es exactamente lo que esperaba — responde, dejándolo de vuelta en su lugar. Para evitar que el momento se vuelva demasiado personal, me dirijo a la cocina.
—¿Quieres algo? ¿Un café, un té...?
—Un café estaría bien— dice, pero su tono indica que no está aquí por la bebida.
Mientras pongo la cafetera a trabajar, seguimos conversando. Hablamos de los libros, de los recortes en el corcho, de pequeñas cosas que normalmente no comparto con nadie. Pero con él, las palabras salen más fácilmente de lo que esperaba. Cuando el café está listo, le paso una taza y me siento en el sofá. Él se sienta a mi lado, pero no demasiado cerca. Solo lo suficiente para que su presencia se sienta, firme y constante.
—Me gusta tu compañía, lo reconozco. Me tranquiliza. — digo finalmente, rompiendo la ligera calma. Bonneville me mira, y durante un momento parece estar decidiendo cuánto decir. — No entiendo cómo lo logras.
—Tal vez porque no somos tan diferentes después de todo.
—¿Diferentes cómo? — él sonríe, una sonrisa pequeña pero genuina.
—Aún estoy tratando de averiguarlo. Pero quizás es porque ambos...no tenemos a nadie más. — el silencio regresa, pero esta vez es cálido, como si ambas partes hubieran llegado a un acuerdo tácito. Y mientras me recuesto ligeramente en el sofá, con mi café entre las manos y Bonneville a mi lado, me doy cuenta de que, por una vez, no estoy pensando en la próxima misión ni en el próximo peligro. Solo estoy aquí, en este momento, dejando que la noche sea lo que quiera ser.
Bonneville se levanta del sofá y comienza a explorar mi apartamento nuevamente, con esa mezcla de curiosidad tranquila y atención meticulosa que parece ser parte de su naturaleza. No lo detengo. Hay algo en su presencia que hace que no me importe tanto que invada mi espacio personal. Lo veo detenerse frente a la puerta abierta de mi habitación. Dudo por un momento, pero no digo nada. Finalmente, entra con pasos lentos, y yo lo sigo a cierta distancia.
Se detiene junto a la cómoda, donde está la única fotografía enmarcada que tengo en todo el lugar. Es una imagen vieja, con los bordes ligeramente desgastados: mi abuelo.
—¿Él es tu abuelo? —pregunta Bonneville, girándose ligeramente hacia mí mientras señala la foto.
—Sí—respondo, acercándome hasta quedar junto a él. —Era... lo más cercano a un padre que tuve. — su mirada vuelve a la foto, estudiándola como si pudiera sacar algo más de ella. — Me mudé a esta ciudad por él.
—Parecía un buen hombre.
—Lo era— digo, mi voz más suave de lo habitual. — Me enseñó casi todo lo que sé. A ser fuerte, a no depender de nadie... incluso a pescar, aunque nunca fui buena en eso. — Bonneville sonríe ligeramente, pero su expresión cambia al preguntar.
—¿Qué le pasó? — sus palabras son cuidadosas, pero sé que no pregunta por mera cortesía. Hay algo en su tono que me invita a compartir, aunque sea algo que no suelo hablar con nadie.
—Murió hace 7 meses. — digo, bajando la mirada hacia la foto. — Lo asesinaron. — continúo después de un momento. — Tenía un pequeño terreno en las afueras de Mánchester. Un día, unos tipos aparecieron... querían su tierra para algo, quién sabe qué. Él se negó a venderles, y bueno... eso fue suficiente para que decidieran que no valía la pena dejarlo vivir. — mi voz se quiebra un poco al final, y me odio por ello. He contado esta historia antes, pero decirla en voz alta siempre me golpea de la misma manera.
Bonneville no dice nada de inmediato. Solo asiente, como si entendiera todo sin necesidad de palabras. Luego, señala la foto de nuevo.
—Apuesto a que estaría orgulloso de ti.
—No estoy tan segura— digo, intentando reírme para aligerar el ambiente. — No creo que hubiera aprobado mi elección de carrera.
—Quizás—responde, cruzándose de brazos. — Pero veo a alguien que lucha por lo que cree, incluso cuando duele. No puedes enseñarle eso a cualquiera. Es algo que llevas dentro. — sus palabras me dejan sin respuesta. Me quedo mirando la foto, recordando los días simples bajo el sol, antes de que mi vida se convirtiera en lo que es ahora.
—Gracias—murmuro finalmente, sin mirarlo.
—No agradezcas. — dice, su voz baja pero firme.
—Estoy agotada. — me quito todos los accesorios que llevo puestos. Él está ahí, apoyado contra la pared, observándome con esa mirada oscura que me hace sentir como si pudiera leer cada uno de mis secretos. Su presencia es inquietante y fascinante al mismo tiempo.
—Voy a darme un baño— anuncio con voz casual, como si no notara la tensión en el aire. No me mira directamente, pero sé que está atento. Recojo una toalla y cruzo la habitación con pasos lentos. Siento su mirada recorrerme, quemándome la piel incluso sin tocarme. Me detengo frente a la puerta del baño y me giro ligeramente hacia él. —No toques nada— le digo con una sonrisa pequeña, medio en broma, medio en serio.
Él levanta una ceja, esa curva apenas perceptible que podría significar diversión, desafío o ambas cosas. — ¿Por qué querría hacerlo? —su voz es baja, como un ronroneo peligroso que parece llenarlo todo.
Sin responder, cierro la puerta detrás de mí y me apoyo contra ella por un instante, intentando recuperar el aliento. Mi corazón late con fuerza, no sé si por miedo o por algo más oscuro, más prohibido. Mientras dejo caer la ropa al suelo y el agua comienza a llenar la bañera, sé que lo estoy poniendo a prueba. Lo estoy dejando fuera, solo, en mi espacio más privado, con todo lo que eso implica. Me sumerjo en el agua caliente, dejando que me envuelva y relaje, aunque una parte de mí sigue tensa, alerta. Puedo imaginarlo en la otra habitación, esperando, luchando contra la tentación o quizás decidiendo hasta dónde llegar.
El vapor cálido envuelve mi cuerpo mientras abro la puerta del baño, dejando escapar una pequeña nube que se disipa al entrar en la habitación. Él sigue ahí, sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Parece incómodo, como si estuviera evaluando su próximo movimiento. Me acerco lentamente, envuelta en mi toalla, con el cabello aún húmedo cayendo en mechones oscuros sobre mis hombros. Sus ojos se levantan hacia mí y, por un instante, me detengo. Hay algo en su mirada, un conflicto interno que lo hace aún más enigmático.
—Creo que debería irme— dice finalmente, rompiendo el silencio. Su voz es grave, pero hay un matiz de duda en ella.
—No tienes que hacerlo— le respondo, manteniendo mi tono ligero, casi despreocupado, mientras camino hacia el armario. —Es tarde.
—Sabes que no es buena idea— murmura, pero no se mueve. Su postura rígida contrasta con la intensidad de su mirada, que me sigue incluso mientras saco una camiseta y unos pantalones cortos para cambiarme.
—Date la vuelta. — le ordeno, y lo hace sonriendo. De espaldas a él, dejo caer la toalla y me visto despacio, consciente de cada uno de sus movimientos. Me giro hacia él una vez que termino, cruzando los brazos y apoyándome contra el borde del armario. —Quédate. — por primera vez, dejo todo mi orgullo detrás.
Por un momento, el silencio se apodera de la habitación. Su mandíbula se tensa, sus ojos buscan los míos, como si intentara descifrar si hablo en serio. Finalmente, su mano cubre la mía, atrapándola con una delicadeza inesperada.
—¿Acabas de pedirme que me quede contigo esta noche? —murmura, pero no se aparta.
—Sí— respondo, sin titubear.
—Ok, si insistes. — se hace el difícil, pero estoy segura de que es lo que deseaba. Se quita la chaqueta y le paso una manta para que duerma en el largo y espacioso sofá que tengo en la habitación.
—Buenas noches, Bonneville.
—Buenas noches, Mánchester. — hemos pasado de llamadas telefónicas a tenerlo recostado en mi sofá. Me siento segura cuando está cerca. Solo así puedo despreocuparme, cerrar los ojos y dejar que el sueño me consuma.
Al amanecer, Bonneville ya no estaba. Pero en su lugar, dejó una nota, esta vez escrita a mano que dice: "Te veo en la agencia, Manchester". No evito sonreír y seguir mis rutinas de las mañanas.
El aroma del café recién hecho me despierta un poco más. Estamos en una cafetería pequeña, con mesas de madera desgastada y un murmullo constante que amortigua cualquier intento de silencio incómodo. Mario está frente a mí, con una sonrisa ladeada y el menú en sus manos. No cambia, ni un poco. Es como un ancla en medio de todo este caos.
—¿Sabes qué vas a pedir? —pregunta sin levantar la vista.
—Lo de siempre. Un jugo natural y tostadas. —respondo mientras mi atención se desliza hacia la ventana. Afuera, la ciudad comienza a despertar, igual que nosotros.
Mario deja el menú sobre la mesa y se inclina hacia adelante, sus ojos chispean con curiosidad.
—¿Entonces? ¿Qué tienes? No me hiciste venir tan temprano solo para un desayuno.
Suelto un suspiro y apoyo mis codos en la mesa.
—Los rusos ya no son un problema. Cada vez hay menos piezas en el tablero.
—¿Cómo estás tan segura? — ladeo la cabeza y lo entiende. — Claro, se trata de eso que todavía no me puedes decir. Está bien, lo entiendo. — le doy un sorbo a mi café. — ¿Qué te pasó en el cuello? — pregunta. Apenas recuerdo que llevo una curita sobre el corte.
—No es nada. Solo me quemé cuando me arreglaba el cabello ayer.
—No hagas eso. No me mientas. Nadie te conoce mejor que yo. Mejor dime que tampoco puedes decirme sobre eso. — es imposible ocultarle algo. Me río, aunque más por nervios que por gracia.
—Rezo para que llegue el día donde podamos estar en paz. — observo las calles desde la ventana. — ¿Cómo va todo en el pentágono? ¿Has visto que ha hecho Azim?
—Parece que tiene sus propias diferencias con el ministro. No se llevan muy bien.
—No me sorprende.
—Lo estoy investigando. — revela de repente. — Confío en tus instintos, así que decidí buscar todo sobre Azim y Reza Robinson.
—¿Y qué has encontrado?
—No mucho, solo lo básico. Que vienen desde Afganistán buscando una oportunidad y nada más. — resoplo. — Pero parece que los afganos también dejarán de ser un problema.
—¿Por qué lo dices?
—Tienen una dirección. Ya saben dónde está el LX-9.
—¿Cuándo lo descubrieron?
—Anoche. Estoy metido en análisis de datos. Siempre soy uno de los primeros en enterarme.
—No me han dicho nada.
—El día apenas comienza, seguramente te informarán. Pero ya tienen un plan. Los emboscarán esta tarde y también iré con ellos. Solo soldados y expertos en materia.
—Es muy peligroso ¿De verdad tienes que ir? — me preocupo.
—Tranquila, todo está bajo control. Con suerte cerramos el caso esta semana. — dice con emoción, aunque en el fondo, lo dudo mucho.
—Ten mucho cuidado ¿sí? — Mario asiente, su expresión ahora seria.
La camarera llega con nuestras bebidas, interrumpiendo el momento. Le sonrío automáticamente, pero mi mente sigue en el tema.
—¿En algún momento me contarás del sujeto que apareció de la nada y desapareció a los hombres que te perseguían? —dice Mario mientras revuelve su café. — No creas que soy tonto. ¿Lo conocías?
—No del todo, aun no lo hago. Pero cuando más lo necesito, aparece.
—¿Crees que puedas confiar en él?
—Creo que ya lo hago. — esbozo una sonrisa traviesa. Una que ya conoce.
—Conozco esa mirada, ¿estás enamorada de él?
—¿Qué? Claro que no. Solo...es comodidad. Creo que me entiende. Es la segunda persona en el mundo que lo logra.
—Entonces tengo competencia. Se roba la atención de mi chica. — está celoso. Celos de mejores amigos.
—Nadie es mejor que tú. Jamás lo serán. Eres mi mejor amigo. El único que soporta todos mis cambios de humor.
—Y vaya cambios. — bromea y reímos.
4pm.
Las puertas corredizas de vidrio se cierran tras de mí con un suave susurro. Estoy en la sede de la Agencia. Subo por las escaleras en lugar de usar el ascensor. Necesito despejarme, aunque sé que no servirá de mucho.
—Detective Green, justo la estrella que esperaba ver. —su voz es como un látigo. No levanta la vista, pero sé que su atención está completamente en mí.
—Hola, Patrick. —intento sonar despreocupada, aunque sé lo que viene.
—¿Sabes? —empieza, mientras gira en su silla para mirarme— Hay un pequeño detalle que siempre pareces olvidar en tus misiones: las reglas.
—Hice lo que tenía que hacer —respondo, cruzándome de brazos.
—Oh, claro. —se levanta y camina hacia una pizarra electrónica, donde aparece un mapa con puntos rojos que parpadean. Señala uno en específico. — ¿Reconoces esto?
—Es la mansión de la gala.
—Exacto. El mismo lugar donde decidiste violar el protocolo, actuar por tu cuenta y casi provocar un enfrentamiento con la policía. ¿Te parece una estrategia brillante?
—Escuchaste todo lo que dijo. Debía hacer algo al respecto.
—¿Y qué conseguiste? —su tono sube un poco más, casi como un padre regañando a su hija— Todo lo que hacemos tiene un cronómetro. Un segundo más es un riesgo que no podemos tomar. Retrasaste la extracción 5 minutos. Mientras tanto, comprometiste tu identidad y pusiste en peligro a todo el equipo.
—No era mi intención. Lo siento.
—Green, tu rostro casi sale en las cámaras que no pude retener por más tiempo. ¿Sabes lo que eso significa? Ahora la policía y seguridad nacional saben que hay otros jugadores en esto. Y por si fuera poco, el ruso que casi corta tu cuello estuvo transmitiendo toda su conversación a un número desconocido. Me tomó toda la noche desencriptarlo. —me pasa una tableta con un movimiento calculado, sin fuerza.
En la pantalla hay una lista de nombres, pero no puedo concentrarme en ellos. Mi mandíbula se aprieta.
—¿Y qué descubriste? — Patrick suspira, como si quisiera recordarme que él es el que hace todo el trabajo importante.
—Algo que podrías haber encontrado sin arriesgarte, si hubieras seguido el plan. Los nombres son contactos secundarios, pero hay un vínculo directo con una célula afgana.
Mis ojos se abren más. Ahora entiendo por qué estaba todo tan enredado.
—Esto cambia las cosas. —digo, devolviéndole la tableta.
Patrick cruza los brazos y me mira fijamente.
—Sí, cambia las cosas. Todo indica que estaba ligado al grupo afgano que también buscaba el LX-9.
—Eso explica por qué no parecía interesado en la dosis que tenía en la mano. Quería mi cabeza, directamente.
—Ruiz hizo su trabajo y rastreó la señal. Bonneville y el equipo táctico están con ellos ahora.
—¿Con quiénes?
—Con los afganos. — un mal presentimiento se apodera de mi pecho y acelera los latidos de mi corazón. — ¿Qué sucede? ¿Estás bien?
—Mi mejor amigo y otros soldados se dirigen allí. ¿Puedes mostrarme el lugar? — me hace caso y coloca imágenes del lugar, el que no coincide con el que Mario me había mostrado. — Si Bonneville y el equipo van hacia ellos, ¿a dónde van mis compañeros? — pregunto, pero sus ojos me lanzan una advertencia que entiendo al instante. — No puede ser. Es una trampa. — intento irme, pero él viene detrás de mí.
—Green, este trabajo no se trata de héroes solitarios. Si vuelves a actuar por tu cuenta, habrá consecuencias. — quiero discutir, pero sé que tiene razón.
—Mi amigo está ahí. — es lo único que respondo como motivo razonable.
El motor de mi Nissan ruge mientras tomo otra curva cerrada, el chirrido de los neumáticos cortando el silencio. El mapa de mi GPS parpadea en el tablero, pero no lo necesito. Conozco la ruta de memoria, y cada segundo que pasa siento que me escapa algo vital. Mario está allí. Él me necesita.
—Contesta, Mario, contesta... —susurro mientras el teléfono suena y acelero, ignorando las luces rojas y los bocinazos de los pocos autos que encuentro.
Cuando finalmente diviso la fábrica en la distancia, mi corazón late con fuerza. Hay vehículos policiales estacionados cerca, pero el lugar parece inquietantemente tranquilo. Demasiado tranquilo. Detengo el auto bruscamente y me bajo sin apagar el motor. El aire huele a metal y algo más que no logro identificar. Corro hacia la entrada, esquivando escombros y cristales rotos, mi voz resonando en la fría madrugada.
—¡Mario! ¡Mario! — el eco de mi grito parece burlarse de mí, devolviéndome un vacío que me pone los pelos de punta. Mario gira su cabeza, buscando mi voz. Un paso, dos... y entonces lo siento: una vibración en el suelo que se transforma en un rugido ensordecedor.
La explosión me lanza hacia atrás como si fuera una muñeca de trapo. Todo sucede en cámara lenta: un destello cegador, una ola de calor que me abrasa el rostro, y después la lluvia de escombros cayendo como proyectiles del cielo. Caigo de espaldas, golpeando el pavimento con fuerza. Por un instante, no escucho nada. Es como si el mundo se hubiera apagado. Luego, poco a poco, el zumbido en mis oídos se convierte en gritos, sirenas y el crujir de las llamas devorando lo que queda del edificio.
Me obligo a levantarme, aunque cada músculo de mi cuerpo protesta. Tropezando entre los restos, mi voz se quiebra mientras sigo llamándolo.
—¡Mario! — a mi alrededor, hay cuerpos esparcidos entre los escombros. Algunos no se mueven. Otros gimen de dolor. Pero no hay rastro de él. Mi corazón se hunde, y por un momento, todo parece detenerse.
Caigo de rodillas, la garganta seca y el pecho ardiendo. Esto fue culpa mía. Lo sabía, lo supe desde el momento en que vi las fotos, pero llegué demasiado tarde.
Un agente se acerca, tocándome el hombro con cuidado. Sacudo la cabeza.
—No. — debo buscarlo. Me levanto otra vez y sigo buscando, porque si hay algo que Mario me enseñó, es que nunca se abandona a un amigo. Y aunque el fuego devora el edificio y el humo llena mis pulmones, me niego a creer que esto sea el final.
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