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3. La llamada.

Como he de esperarse, no lo atraparon. Parece que ya tiene una ruta preparada que desconocemos para escaparse del mismo lugar. Cuando intenté darles la grabación de mi reloj, tampoco estaba. Como si también desapareciera por arte de magia. Mi testimonio bastó. Conté los detalles más importantes que me había dicho. Con la descripción de su cara, Mario hizo lo que pudo para encontrar algo, pero tampoco apareció nada en concreto. Era como si un poder más grande bloqueara su identidad y simplemente no exista en la base de datos.

Volví a mi pizarrón y confirmé lo que supuse. El asesino de Salas no es el mismo de Laura. He visto al asesino de Salas, pero no sabemos quién es. Lo único que sabemos es que no trabaja para el gobierno y muchos menos está con los rusos o los afganos. ¿Quién es? ¿Para quién trabaja? ¿Por qué hace lo que hace? "Los afganos los están vigilando". Sus palabras no dejaron de repetirse en mi cabeza y ya todos lo saben. El ministro de defensa está a nuestra disposición y colaborará hasta el final. Está muy agradecido y contento con nuestro trabajo. Reza ya no está, pero Azim sí. Así que está haciendo su trabajo.

10pm.

El auto se detiene frente a un edificio anodino de ladrillos grises. El conductor, un oficial que apenas ha pronunciado una palabra en todo el trayecto, baja primero y abre la puerta trasera. Sus movimientos son precisos, profesionales. Salgo y siento el aire frío en la cara, como un recordatorio de que, al menos por ahora, sigo viva. Miro hacia arriba. El edificio no es alto, quizás unos cuatro pisos. Las ventanas tienen cortinas opacas, y no hay nada que destaque en la fachada. Perfecto. Un lugar diseñado para ser olvidado.

El oficial me acompaña hasta la puerta principal, donde otro agente de seguridad, más corpulento, ya está esperando con las llaves. — Es el tercer piso, número 302—dice sin emoción. Entro detrás de él, mis botas resonando en las escaleras estrechas y mal iluminadas. El lugar huele a humedad y a pintura vieja, pero eso no me importa. He dormido en sitios peores. Cuando finalmente llegamos al apartamento, el oficial abre la puerta y me hace un gesto para entrar. El espacio es pequeño, apenas un salón con una cocina abierta, un baño y una habitación al fondo. Hay una cama sin hacer, una mesa pequeña con dos sillas y una ventana que da a un callejón vacío. Todo está limpio, pero hay un silencio extraño en el ambiente, como si nadie hubiera respirado aquí en semanas.

Dejo mi maleta en el suelo junto a la puerta y hago un recorrido rápido. El baño tiene un espejo ligeramente empañado, y la ducha parece que apenas funciona. En la cocina hay lo básico: un par de platos, una cafetera que parece haber visto días mejores y un frigorífico vacío, salvo por una botella de agua y un par de latas de conservas.

—Es temporal— dice el oficial detrás de mí, casi leyendo mi mente. —Estarás segura aquí hasta que terminemos. — asiento sin mirarlo y me acerco a la ventana. Desde aquí no se ve mucho, solo el callejón y las paredes de ladrillo de otro edificio. Pero eso está bien. No quiero vistas ni distracciones. Solo necesito tiempo para pensar y resolver esto.

Cuando la puerta se cierra detrás de ellos, me dejo caer en la silla junto a la mesa. El silencio vuelve, pesado, pero me resulta familiar. Respiro hondo, dejando que la tensión de los últimos días comience a disiparse.

El agua cae sobre mí como un golpe tibio, una cascada que apenas logra arrastrar el peso del día. La ducha es pequeña, con azulejos que alguna vez fueron blancos, pero ahora tienen un tinte amarillento que no quiero analizar demasiado. Aun así, agradezco el calor, el ruido del agua que llena el silencio incómodo del apartamento. Cierro los ojos y dejo que el agua resbale por mi cuello y mi espalda, intentando borrar cada pensamiento persistente. Pero no lo consigo. Porque tan pronto como relajo los músculos, su rostro aparece en mi mente.

Esos ojos azules. Fríos y calculadores, pero con una chispa peligrosa, como si supiera exactamente cómo desarmarme, cómo leer cada grieta en mi armadura. La manera en que me miró en la cafetería... como si yo fuera un libro abierto y él estuviera encantado con cada palabra. Recuerdo su voz, profunda y suave, una trampa disfrazada de caricia. "Mánchester"; me había llamado mientras inclinaba ligeramente la cabeza, sus labios dibujando esa media sonrisa que me irritaba tanto como me intrigaba.

El agua cae más fuerte, como si intentara arrancarme ese recuerdo, pero no funciona. Porque me acuerdo perfectamente de cómo mi corazón traicionó a mi lógica. De cómo, durante un instante, me olvidé de quién era él: un asesino, un manipulador, alguien que no debería provocarme nada más que desdén. Pero en vez de eso, me encuentro inclinándome hacia él, como si su magnetismo fuera un hilo invisible que no podía cortar.

El vapor comienza a llenar el baño, y me doy cuenta de que estoy apretando los dientes. Sacudo la cabeza y abro los ojos, enfocándome en el agua que cae. Pero incluso aquí, con el calor envolviéndome, no puedo escapar de esa conversación, ni de lo que me hizo sentir. No es deseo, me digo mientras paso las manos por mi cabello mojado. Es estrategia. Él intentaba jugar conmigo, controlarme como controla a todos los demás. Pero su sonrisa, sus ojos, la seguridad en su voz... hay una parte de mí que odia admitir cuánto me afectó.

Me inclino contra la pared fría de la ducha y dejo que el agua corra un poco más. Lo tengo que sacar de mi mente. Por mi propia seguridad, por la investigación. Porque si dejo que ese recuerdo me consuma, él gana. Y eso no lo voy a permitir.

Ni siquiera he tenido tiempo para revisar mi teléfono. Cuando me coloco la pijama, me siento en la cama y reviso todos los mensajes. Dentro de ellos, Lucas. El chico con el que tuve sexo aquella noche después de la disco. "Te fuiste muy rápido, ¿estás bien?, Buenos días, espero que volvamos a vernos. Son algunos de los mensajes que me ha dejado. Aunque no fue placentero para mí, fue muy dulce. Es un chico lindo y de buenos sentimientos. "Hola, estoy bien. Estaré muy ocupada estos días, pero quizás nos volvamos a ver. Espera mi llamada". Es lo que le respondo. ¿De verdad quiero verlo otra vez?

El teléfono vibra en la mesa con un sonido agudo, rompiendo el silencio del apartamento. Al principio, ignoro la llamada. Pero cuando el sonido persiste, mi instinto me obliga a mirar la pantalla.

Número oculto.

Mi cuerpo se tensa de inmediato. Respiro hondo antes de deslizar el dedo para contestar. — ¿Bueno?

—Detective. No pensé que fueras a contestar tan rápido. ¿Me echabas de menos? — su voz, suave y peligrosa, llena el aire como una caricia envenenada. El calor en mi pecho se mezcla con una chispa de rabia. Es él. Sabía que lo encontraría tarde o temprano, pero no esperaba que tuviera la audacia de llamarme directamente.

—¿Cómo conseguiste este número?

—Digamos que soy... persistente. — su tono es calmado, casi perezoso, pero cada palabra está calculada, como si disfrutara viéndome retorcerme en mi propio silencio. — Y, por cierto, no estás siendo muy educada. Ni un 'hola'. Ni un 'qué sorpresa, ¿cómo estás?'."

—¿Qué quieres? —escupo las palabras con más fuerza de la que siento, porque lo que no admito, ni siquiera a mí misma, es cómo mi pulso se acelera al escucharlo. Se ríe, un sonido bajo y profundo que envuelve mis nervios como una cuerda apretada.

—Tantas cosas, detective. Pero, por ahora, solo quería escucharte. Saber si piensas en mí tanto como yo pienso en ti. — cierro los ojos y aprieto la mandíbula. No puedo dejar que me atrape en su juego.

—Eres un cobarde. Un asesino escondiéndose detrás de un teléfono.

—Cobarde. Esa es buena. — su voz se vuelve más seria, más intensa. —Pero ¿sabes lo que realmente me intriga? Esa mirada en tus ojos esta mañana. Era deseo, ¿verdad? Justo al borde de la rabia. Es fascinante cómo las dos emociones pueden mezclarse tan bien.

Mi mano tiembla, y cambio el teléfono al otro oído para disimularlo.

—Estás delirando.

No lo creo. De hecho, creo que estoy siendo terriblemente honesto. Puedo imaginarlo, sabes. Tú, ahora mismo, en ese pequeño y aburrido apartamento. Sentada en la cama, con ese ceño fruncido que te hace lucir tan hermosa. Tal vez incluso con el cabello aún húmedo de la ducha. — el aire se me escapa por un instante. ¿Cómo lo sabe? ¿Me está vigilando? Me obligo a mantener la voz firme. Me levanto y cierro todas las ventanas, asegurándome de no ver nada. 

—No tienes idea de dónde estoy.

—¿No? — hay un ligero silencio al otro lado de la línea, como si estuviera saboreando mi incertidumbre. —Quizás. O tal vez solo soy bueno adivinando. Lo que sí sé es que te estoy robando la calma, ¿verdad? Puedo sentirlo en tu respiración.

—Te encontraré. —mi voz suena más grave de lo que esperaba. — Y esta vez no habrá juegos. No habrá otra conversación.

—Eso me encantaría verlo, Mánchester. — su tono vuelve a suavizarse, como si cada palabra fuera un toque en mi piel. — Pero creo que disfrutas este pequeño baile tanto como yo. ¿No es emocionante? El peligro, el deseo. ¿No te hace sentir... viva?

Mi mano aprieta el teléfono con tanta fuerza que los nudillos me duelen. Quiero gritarle, quiero colgar, pero sé que eso sería cederle el control.

—Estás acabado. Es solo cuestión de tiempo. Y mi nombre es Denny Green. No Mánchester. — él suspira, un sonido cargado de una falsa ternura.

—Si eso te ayuda a dormir, puedes seguir diciéndotelo. Pero recuerda esto, Ardenny Oliver Green: los mejores cazadores no son los que persiguen. Son los que esperan a que la presa caiga en su trampa. — es la primera persona después de mi abuelo que me llama por mi nombre real y completo. Para la mayoría es difícil de pronunciar. Por eso todos me llaman Denny. Él lo ha dicho perfectamente.

La llamada se corta antes de que pueda responder, dejando el apartamento en un silencio que ahora se siente ensordecedor. Me quedo ahí, con el teléfono todavía pegado al oído, el pulso martillándome en las sienes. Por un momento, casi puedo sentirlo aquí, en esta habitación, como si su presencia estuviera impregnada en el aire.

Lo odio. Lo odio tanto como odio la parte de mí que no puede evitar temblar... no solo de rabia, sino también de algo mucho más peligroso.

...

Finalmente es domingo. Día libre. Necesito descansar y relajarme. Por lo tanto, siempre tengo varias cosas puntuales para este día. Abro los ojos lentamente, y la luz tenue del amanecer se cuela por las cortinas. Me estiro un poco y me siento en la cama. Aún tengo la mente medio dormida, pero sé que cada minuto cuenta. Me pongo las zapatillas y voy directamente a la cocina.

Preparo una taza de café. En la tostadora, dos rebanadas de pan integral empiezan a dorarse mientras bato un par de huevos en un sartén caliente. Los acompaño con un poco de aguacate. Me siento en la mesa con mi plato y el café, abriendo el periódico que dejé ayer en la esquina. Me gusta combinar lo analógico con lo digital, pero esta mañana solo leo titulares rápidos; las noticias completas las veo después.

Termino mi desayuno, lavo los platos rápido y me cambio. Mi ropa deportiva está lista desde anoche; es una pequeña estrategia para que no haya margen para la pereza. En el gimnasio, empiezo con cardio: unos 20 minutos en la cinta para entrar en calor. Luego paso a las pesas. La fuerza física es tan importante como la mental en este trabajo. Mientras entreno, dejo que mi mente divague, repasando y buscando conexiones que tal vez se me hayan escapado.

De regreso a casa, veo las noticias. Después de ducharme, vuelvo a la cocina, esta vez con el televisor encendido en el canal de noticias. Me siento en el sofá con un segundo café. Las noticias locales siempre son útiles; nunca sabes cuándo un informe aparentemente banal puede relacionarse con algo más grande. Toman nota mental de una historia sobre un robo reciente mientras dejo que el sonido del televisor llene el silencio del apartamento.

Es hora de empezar el día.

Conduzco mi Nissan Versa color gris hasta el apartamento de Mario. Toco la puerta con los nudillos, un par de golpes rápidos seguidos de uno más lento, como siempre. No pasan ni cinco segundos antes de que la puerta se abra de golpe. Mario, impecable como siempre, lleva una camisa de lino blanca y pantalones negros.

—¿Ya te dije que odio las sorpresas? —dice, pero me da un abrazo antes de dejarme entrar. El apartamento huele a café recién hecho y alguna vela con aroma a vainilla que siempre tiene encendida. Me adentro en su sala, donde cada detalle parece haber sido sacado de una revista de diseño. Pero yo no estoy aquí para admirar su gusto decorativo.

—Necesito tu ayuda —digo, directa al grano.

Mario alza una ceja y se cruza de brazos, fingiendo estar ofendido.

—¿No hay un "hola, qué guapo estás hoy" primero?

—Estás guapísimo, como siempre —respondo mientras saco mi teléfono y se lo extiendo — Ahora, ¿puedes encontrar algo con esto?

Se acerca y toma el teléfono.

—¿Qué es esto?

—Su número de teléfono.

—¿Su número de teléfono? ¿De quién estamos hablando?

—Del asesino de Salas. — me siento cómodamente en su sofá. El brillo en sus ojos se enciende; le encanta cuando le pido ayuda para algo técnico. Mario es analista de datos, pero siempre dice que en otra vida habría sido un hacker de primera.

—¿Se atrevió a llamarte? ¿Para qué?

—Solo fastidiar. Está loco, es un neurótico. Necesito encontrarlo.

—Déjame adivinar: número oculto. —dice mientras conecta mi teléfono a su laptop.

—Exacto. Está oculto, pero eso es pan comido para ti.

—Dame un segundo. — teclea rápido en su laptop y parece que tiene un resultado. — Parece que está vinculado a una llamada que alguien hizo desde un celular desechable. — sus dedos volando sobre el teclado mientras habla en voz baja para sí mismo, como si estuviera descifrando algún código antiguo.

Yo me paseo por el apartamento mientras él trabaja, observando las fotos enmarcadas en la pared. Una de nosotros en la playa, otra de él con su ex pareja, en algún viaje exótico.

—Lo tengo. — su voz me devuelve al presente. Me acerco a su laptop, y allí está: el número con una dirección asociada. Mario señala la pantalla. — Es un café en esta calle. Seguro que usó el Wifi para encubrir la señal. — observo la dirección con atención.

—Lo sabía. Es cerca de donde me estoy quedando ahora.

—¿Qué? Si sabe dónde estás debes irte de ahí rápido.

—No, tranquilo. Estaré bien.

—¿Por qué estás tan segura?

—Si quisiera hacerme daño ya lo hubiera hecho. — sonrío y le doy una palmada en el hombro. —Gracias, Mario. No sé qué haría sin ti.

—Bueno, podrías empezar invitándome a cenar después de resolver esto un domingo. —responde, guiñándome un ojo. — Estoy cansado. Azim es peor que Reza. Se la pasa mandando todo el día.

—Es su trabajo. — recojo mi teléfono y me dirijo a la puerta.

—¿Ya te vas? ¿No veremos películas ni saldremos a cenar hoy?

—Hoy no, tengo algo más que hacer. Prometo pagar cinco cenas cuando cerremos este caso. Pero si algo sale mal, prepárate para más sorpresas.

—Como siempre, querida. —dice él, lanzándome un beso al aire mientras cierro la puerta tras de mí.

Empujo la puerta del café, y un pequeño tintineo anuncia mi llegada. El aroma de café recién molido golpea mis sentidos de inmediato, mezclándose con el leve olor dulce de los pasteles en exhibición. El lugar está tranquilo, con solo un par de mesas ocupadas. Perfecto. Esto me da espacio para observar sin llamar la atención.

La llamada de anoche aún resuena en mi mente. La voz de él al otro lado, baja y controlada, cargada de una amenaza implícita y, para mi desgracia, un carisma inquietante.

Camino hasta el mostrador, donde una barista joven, con cabello rosado y un delantal lleno de manchas de café, me saluda con una sonrisa cansada.

—¿Qué te puedo servir? —pregunta, sosteniendo un lápiz listo para escribir mi orden.

—Un café con leche sin azúcar, por favor. — hago una pausa y añado casualmente. —Por cierto, ¿tienen Wifi aquí?

—Claro, la clave está ahí. —dice, señalando un pequeño cartel junto a la caja registradora.

Anoto mentalmente el nombre de la red. La misma que Mario encontró asociada al número. Saco mi billetera, pago el café, y cuando me entregan la bebida, elijo una mesa en la esquina, desde donde tengo una vista clara de todo el lugar.

Mientras doy un sorbo, mis ojos escanean cada detalle: el chico con audífonos que escribe frenéticamente en su laptop, la pareja que habla en voz baja al fondo, la camarera que limpia una mesa cercana. Todos parecen normales, pero ya sé que las apariencias engañan.

Mi teléfono vibra. Mario me ha enviado un mensaje: "Encontré una coincidencia más. Podría ser un dispositivo móvil que estuvo conectado entre las 10:00 y las 10:15 p.m. Te lo envío." Saco un pequeño dispositivo que Mario me prestó: un adaptador Wifi que, según él, es capaz de detectar conexiones cercanas y cruzar datos con redes abiertas.

Me explicó cómo funciona: "Cualquier dispositivo que se conecte a una red Wifi deja una huella. Una dirección MAC. Es como una placa de identificación única. Si sabes dónde buscar, puedes obtener un registro de los dispositivos que estuvieron conectados a una red específica en un momento específico." Respiro hondo y enciendo el adaptador. Me conecto al Wifi del café usando la clave que vi en el cartel. Una vez dentro, abro una aplicación que Mario instaló en mi teléfono. Su interfaz es simple, pero sus capacidades son mucho más complejas de lo que parece.

Tecleo la información que tengo: la hora aproximada en que se hizo la llamada anoche, entre las 10:00 y las 10:15. Unos segundos después, la aplicación comienza a mostrarme una lista de dispositivos que se conectaron a la red en ese intervalo. Hay unos veinte. Perfecto. Ahora viene lo complicado. No tengo el tiempo ni los recursos para investigar cada uno de estos dispositivos, pero Mario ya me había enviado una pista importante en su mensaje: una dirección MAC específica que parece ser el dispositivo desde el que se hizo la llamada.

Encuentro la coincidencia en la lista. Ahí está. Hago un escaneo adicional, y el software me da otra pieza de información valiosa: un historial de conexiones recientes. Este dispositivo se conectó a tres redes diferentes en las últimas 24 horas, incluida la del café. Cruzo los datos. Una de esas redes está registrada en una dirección residencial a unas pocas calles de aquí. Bingo.

—Disculpe, ¿de casualidad usted es Mánchester? — una mesera se acerca y me pregunta, dejándome helada. Ese sobrenombre solo me lo dice él. Levanto la mirada con lentitud y nervios. — Un hombre dejó esto para usted anoche, aseguró que vendría. — me da un papel pequeño (igual al que encontré en mi cama aquella noche).

—Gracias. — me limito a contestar. "Cada vez más cerca, detective". Es lo que dice. Todo parece que es un juego para él. ¿Se divierte? ¿También le pagan para fastidiarme? ¿O solo es una táctica para que caiga en cual sea su trampa?

El televisor en la esquina, apenas audible sobre el ruido de las conversaciones, capta mi atención cuando cambian las imágenes. El titular en grandes letras rojas me hace sentir como si el aire en mis pulmones se congelara: "Incendio consume edificio de firma de abogados en el centro de la ciudad." El reportero aparece en pantalla, con el edificio envuelto en humo negro detrás de él. El nombre de la firma, "Robinson & Asociados", resalta en la placa de plata, parcialmente ennegrecida por el fuego.

Las palabras del reportero apenas llegan a mi cerebro. "El incendio comenzó poco antes del amanecer... no se reportan víctimas aún... causas desconocidas." Cada frase se siente distante, como si las escuchara desde el fondo de un túnel. Un sudor frío me recorre la espalda, y mi corazón comienza a latir con fuerza. Pienso en las caras de mis colegas, las reuniones programadas para mañana, los documentos apilados en mi escritorio.

Mis manos tiemblan al tomar el teléfono. Tengo que llamar a alguien, confirmar que todos están bien... o quizás no quiero escuchar lo que puedan decirme. Me quedo inmóvil por un momento, observando las imágenes en el televisor mientras el fuego parece consumir algo más que ladrillos y papeles. Consumo también la calma que creía tener esta mañana.

Subo a mi auto con las manos todavía temblando. El café quedó olvidado en la mesa de la cafetería. Apenas puedo concentrarme en el tráfico mientras avanzo hacia el centro, cada semáforo en rojo parece durar una eternidad. El cielo sigue cubierto de nubes, pero ahora lo único que puedo ver es la columna de humo negro que se eleva a la distancia.

Cuando giro por la última esquina, el caos se despliega frente a mí. La calle está cerrada por patrullas de policía y cintas amarillas que delimitan la zona. Bomberos con cascos relucientes corren de un lado a otro, conectando mangueras y gritando órdenes. El aire está cargado de un olor ácido y amargo; mezcla de plástico quemado, papel y algo más indescriptible que me revuelve el estómago.

Me bajo del auto y camino hacia las cintas, pero un oficial me detiene con un gesto firme.

—Lo siento, no puede pasar.

—Trabajo aquí —digo, señalando con torpeza hacia el edificio en llamas. Mi voz tiembla. El oficial me observa por un momento, su expresión mezcla de compasión y profesionalismo. No dice nada, pero tampoco insiste en que me retire. Me quedo allí, al borde de la barrera, incapaz de apartar la vista del fuego que consume todo lo que hay dentro.

El edificio está irreconocible. Las ventanas que no estallaron ya están ennegrecidas, y las llamas rugen en el interior como si tuvieran vida propia. Mis ojos buscan instintivamente el segundo piso, mi oficina, pero solo veo humo denso saliendo de lo que ahora es una cavidad oscura. Un bombero emerge de la entrada con algo entre las manos. Parece un maletín, quemado y retorcido, como una caricatura de lo que fue. Mi corazón se acelera al reconocerlo. No es mío, pero estoy segura de que pertenece a alguien de la firma. Alguien que quizás estaba allí esta mañana.

El pánico empieza a abrirse paso entre la incredulidad. ¿Y si alguien no logró salir? ¿Y si esto no fue un accidente? El sonido de un derrumbe cercano me saca de mis pensamientos. Parte del techo cede, arrojando una lluvia de chispas al aire. El oficial retrocede instintivamente, y yo doy un paso atrás, apenas consciente de lo que hago.

En ese momento, el teléfono vibra en mi bolsillo. Lo saco con manos temblorosas, y al ver el nombre en la pantalla, siento una mezcla de alivio y terror. Mario. Contesto rápidamente, esperando respuestas... o quizás solo buscando una voz familiar en medio de este infierno.

—¿Ya lo sabes? — suena tan triste como yo.

—Esto no puede ser real. Qué clase de maldición estamos viviendo. — intento mantener la calma.

—Por suerte no fue con nosotros dentro. Es una advertencia. No nos quieren en el caso. Quizás debamos...renunciar. Darnos por vencido.

—No puedo creer que seas tú el que diga esto.

—Denny, estamos muriendo. Nos están atacando. Primero con Laura, ahora con la firma. ¿Dónde haremos nuestro trabajo? ¿Cómo lo haremos? — me siento en la cera del frente, estoy agotada mentalmente. — Valiente también es saber cuándo rendirse.

—Esperemos la llamada de Reza o Azim. Algo se les ocurrirá.

—Bien. Ven a mi depa esta noche. No tengo ganas de quedarme solo. — está muy asustado. Lo conozco.

—Cuenta con eso. — me despido y cuelgo. Observo una vez más la firma donde he trabajado toda mi vida, la que ahora está en humo y cenizas. "Los afganos los están vigilando". Recuerdo sus palabras otra vez. Tenga que ver o no, sabe más de todo esto que nosotros. Es momento de dar mi propio paso, aunque sea arriesgado. Me levanto, subo a mi coche y conduzco.

Pulso el botón para llamar antes de que la lógica me detenga. El tono suena una, dos veces, y entonces está en la línea, en completo silencio, como si nada en el mundo pudiera perturbarlo.

Mis dedos se aferran con fuerza al volante mientras acelero.

—¿Eres tú?

—¿Quién más? — mi garganta se cierra por un segundo. Mantengo la vista en la carretera, pero mi mente está en su rostro, en la última vez que lo vi: esa sonrisa ladeada, esos ojos que siempre parecen saber más de lo que dicen.

—¿Dónde estás ahora? —pregunto, directa. Mi tono suena más frío de lo que esperaba, pero no me importa. Hay una pausa breve al otro lado. Lo imagino arqueando una ceja, sorprendido, pero no ofendido.

—¿Eso es un saludo o un interrogatorio? —responde finalmente, su voz impregnada de ese aire insolente que nunca lo abandona.

—No estoy para juegos. ¿Tienes algo que ver con el incendio? — la pregunta queda suspendida en el aire, como una bala que no ha encontrado su objetivo. Escucho el ruido de fondo: un murmullo distante, el tintineo de un vaso y ruidos de aves. Pero él no dice nada. —Dime la verdad. —insisto, con la mandíbula apretada. Mis dedos se aferran al volante como si pudiera romperlo.

—¿Incendio? —repite, como si estuviera procesando la palabra por primera vez. Su tono es impecablemente neutral, pero hay algo en su pausa, algo que me hace dudar.

—No hagas eso. No finjas que no sabes. —otra pausa.

—Detective, estoy halagado de que pienses en mí cada vez que pasa algo... problemático. Pero no. No tuve nada que ver.

Mi pulso se acelera, y mi agarre en el volante se vuelve aún más fuerte. Puedo sentir cómo se burla de mí sin hacerlo abiertamente, como si estuviera jugando a un juego en el que solo él conoce las reglas.

—Si descubro que estás mintiendo...

Me interrumpe, con una risa suave que se desliza a través del teléfono como un cuchillo.

—Lo sé, lo sé. Seré el primero en saberlo. Pero, detective, tal vez deberías prestarle más atención a tu entorno.

—¿Qué quieres decir?

—¿Sabes a ciencia cierta para quiénes trabajas? — su pregunta me deja aérea.

—Si sabes algo que ayude debes decírmelo.

—No tengo porqué. De todas formas, quieres verme tras las rejas, ¿no?

—Podemos negociar. — las palabras salen antes de que pueda detenerlas, pero no doy marcha atrás. — Si me dices lo que sabes, si me das lo que tienes puedo hacer que dejen de buscarte.

—Eso no me preocupa. No es importante.

—¿Entonces qué quieres? ¿Qué puedo darte a cambio de lo que sabes? — guarda unos segundos de silencio, como si lo estuviera pensando.

—Quiero una cena contigo. A solas. Cara a cara. — casi me resulta increíble escucharlo. — Solos tú y yo.

—¿Y seguiré con vida después de ver tu cara?

—Si no lo intentas, jamás lo sabrás. — todo lo que dice, es un reto personal para mí. Pero estamos al borde del colapso y necesito proteger a mi gente. Necesito la verdad.

—¿Cuándo?

—¿Qué te parece esta noche?

—¿Esta noche?

—El tiempo corre, Mánchester. Debemos apreciarlo.

—Está bien. ¿Dónde? — todo sea por la verdad.

—Te enviaré un chofer. A las 9. — acepto, ya estoy metida en esto. — Y, por cierto, ponte algo lindo. — cuelgo antes de que pueda decir algo más, mi pecho subiendo y bajando con la respiración acelerada. Pero sus palabras se quedan conmigo, incrustándose en mi mente como astillas mientras sigo conduciendo.

Nos veremos esta noche, idiota. 

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