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16. El caso.

Lo primero que hice esta mañana fue leer el correo del general que pedía a todos acudir a una reunión especial en el pentágono. Cuando llego, las enormes puertas metálicas reflejan la luz del sol, casi cegándome por un momento. Me detengo un segundo, ajusto mi chaqueta y respiro hondo antes de entrar. He pasado por aquí tantas veces que debería sentirme en casa, pero hoy algo es distinto. El aire se siente más denso, cargado de expectativas que no puedo identificar del todo.

Subo al tercer piso, donde me esperan. Los pasillos son fríos, impolutos, con ese aroma particular a desinfectante que parece no desaparecer nunca. Los tacones de mis botas suenan firmes contra el suelo mientras avanzo, pero mis pensamientos van mucho más rápido que mis pasos.

Cuando entro a la sala de reuniones, el ambiente es tenso. Está el general, un hombre al que rara vez se le escapa un detalle, y junto a él, tres rostros que no reconozco. El aire acondicionado zumba en el fondo.

—Detective Green —dice el general, haciendo un gesto para que me siente. — Llega justo a tiempo. — asiento, aunque no me siento. Prefiero quedarme de pie. Algo en su tono me pone alerta, como si lo que está a punto de decir no me fuera a gustar.

—Hemos reabierto el caso de Robert Salas —continúa, y su voz no tiene ni un rastro de vacilación.

Mi estómago se contrae al instante. Ese nombre me golpea como un martillo, trayendo de vuelta imágenes que pensé que había enterrado. La sangre, las preguntas sin respuesta, las noches sin dormir.

—¿Reabierto? ¿Por qué ahora? —pregunto, intentando mantener la calma en mi voz.

El general intercambia una mirada rápida con uno de los desconocidos, un hombre joven con traje oscuro y una expresión que grita "burócrata".

—Nueva evidencia. Pero no podemos entrar en detalles todavía —dice con la misma neutralidad que siempre. —Sin embargo, detective —añade, y ahora su tono cambia— Usted ya no llevará este caso.

La frase cae como un balde de agua fría. Por un momento, no estoy segura de haber oído bien.

—¿Cómo dice? —pregunto, mi voz más baja pero cargada de incredulidad.

El general suspira, como si esto fuera difícil para él también. No me lo creo ni por un segundo.

—Es una decisión que viene de más arriba. Su historial con el caso... es complicado. Queremos una nueva perspectiva. — la rabia me sube desde el pecho, pero me la trago. He aprendido a hacerlo. Aun así, no puedo evitar que mi mandíbula se tense y mis manos se cierren en puños.

—Una nueva perspectiva —repito, como si probar esas palabras en mi boca pudiera hacerlas menos absurdas.

El hombre del traje oscuro interviene por primera vez, con una voz tan plana que podría ser un robot.

—Estamos seguros de que lo entenderá, detective.

Lo miro directamente a los ojos. Hay un millón de cosas que quiero decir, pero no puedo. No aquí, no ahora.

—Por supuesto —respondo al final, con una sonrisa que no llega a mis ojos.

Y con eso, la reunión termina. Salgo de la sala sintiendo que el aire se ha vuelto más frío, más pesado. No sé quién llevará el caso ni qué evidencia tienen, pero hay algo que sí sé: Bonneville está en riesgo de ser descubierto.

Recorro los corredores del lugar con pasos rápidos, casi sin pensar hacia dónde me dirijo hasta que mi cuerpo automáticamente me lleva a la oficina donde trabaja Mario. Él siempre ha sido mi punto de apoyo en esta maraña de caos, un faro cuando las cosas empiezan a oscurecerse.

Cuando se abren las puertas en su piso, lo veo a través del cristal de su oficina, encorvado sobre un montón de papeles, con una taza de café que seguramente ya está fría.

No golpeo la puerta; simplemente entro. Mario levanta la vista y, al verme, deja el bolígrafo sobre el escritorio.

—¿Qué pasó? —pregunta, porque ya sabe que algo pasó. No digo nada. Abro mi bolso, saco un bloc de notas y un bolígrafo, y escribo con letras claras:

"Reabrieron el caso de Salas. Encontrarán a Bonneville."

Le paso la nota mientras él me observa con una mezcla de preocupación y curiosidad. Sus ojos se endurecen al leer el nombre "Bonneville". Arruga la nota sin dudarlo y la mantiene en su mano.

—Ven —dice en voz baja, levantándose de su silla.

Lo sigo sin hacer preguntas. Mario siempre sabe qué hacer. Salimos por una escalera trasera que conecta con el estacionamiento subterráneo. Allí, entre sombras y coches, me mira con seriedad.

—Habla —me dice, cruzándose de brazos.

—El general me informó hace unos minutos. Nueva evidencia, dicen. Pero no me han dicho qué. Y lo peor... quieren que me mantenga al margen. —la rabia vuelve a asomarse en mi voz.

Mario resopla, sacudiendo la cabeza.

—Por supuesto que quieren eso. ¿Crees que ya saben que lo encubriste?

—Eso suena peor de lo que podría admitir. Pero no lo sé.

Me acerco un paso, bajando la voz aunque no haya nadie cerca.

—Mario, si encuentran a Bonneville, sabrán lo de la agencia. Sabrán todo lo que hice. Él es la pieza clave del caso Salas.

Mario asiente, y puedo ver cómo su mente ya está trabajando, evaluando opciones.

—¿Qué necesitas que haga? —pregunta finalmente.

—Primero, necesitamos un lugar seguro para hablar. No aquí. No ahora. Desde el Pentágono hasta esta oficina, todo está monitoreado. — él asiente de nuevo.

—Iremos a la hora de almuerzo. Ahora regresemos, antes de que empiezan a sospechar. — estoy de acuerdo y así lo hacemos.

Regreso al Pentágono con una calma estudiada. El cambio se siente desde el momento en que cruzo las puertas. No es solo el lugar, sino la atmósfera misma. Después de la reconstrucción, el Pentágono ya no es el laberinto familiar que conocía. Es algo más grande, más frío, más impersonal.

Por un instante, me detengo en el umbral del vestíbulo y observo los pequeños detalles. Los detectores de metales son más sofisticados, con escáneres que parecen salir de una película futurista. Los guardias ahora están armados con equipo táctico que no había visto antes, y sus ojos recorren el lugar con una vigilancia que raya en lo paranoico.

Las cámaras, ubicadas en casi cada esquina, se mueven con un sigilo que me pone los nervios de punta. No hay un rincón que no esté bajo su mirada. Me ajusto el bolso en el hombro, recordándome que no llevo nada que puedan cuestionar, pero eso no calma del todo la inquietud.

Sigo avanzando, pasando por pasillos que antes me parecían demasiado amplios, pero que ahora están llenos de más personal del que recordaba. Todos van y vienen con pasos apresurados, mirando tabletas o murmurando en sus auriculares. El sonido del Pentágono también ha cambiado: un murmullo constante de teclas, zumbidos electrónicos y puertas automáticas que se abren y cierran.

Cuando llego a las oficinas, noto otro detalle. Hay nuevas estaciones de trabajo, pequeñas cabinas acristaladas con pantallas que parpadean con información clasificada. No reconozco a muchas de las caras que están allí. La rotación de personal después de la reconstrucción ha traído un ejército de desconocidos, analistas y técnicos que parecen estar en todas partes.

Me detengo frente a mi oficina y deslizo mi tarjeta por el lector. La puerta se abre con un pitido corto, y entro sin mirar a nadie. Por dentro, mi espacio sigue igual. Me dejo caer en la silla y exhalo lentamente.

6pm.

Al final de la jornada, cuando las luces de las oficinas comienzan a apagarse y los pasillos se vacían, siento un alivio momentáneo. El bullicio del día ha dado paso a un silencio inquietante, como si el Pentágono mismo estuviera conteniendo la respiración. Pero mi trabajo no ha terminado, y sé exactamente lo que tengo que hacer. Recojo mis cosas con calma, aparentando que no hay nada fuera de lo común. La vigilancia no se detiene solo porque el día laboral terminó. Cada movimiento está bajo escrutinio, cada gesto podría levantar una alarma.

Una vez fuera, camino hasta mi coche en el estacionamiento y me aseguro de que nadie me siga antes de arrancar. Manejo hasta llegar a mi departamento. Saco mi teléfono y busco su número, pero siento que mis dedos tiemblan al escribir el mensaje.

"Reabrieron el caso. Estás en peligro. Contacta conmigo lo antes posible."

Lo envío y espero. El mensaje sale, pero no recibo la confirmación de entrega. No puede ser. Intento de nuevo, pero el resultado es el mismo: el mensaje queda en el limbo, como si su teléfono estuviera apagado o fuera inaccesible.

Maldigo en voz baja y cambio de táctica. Intento llamar desde una línea cifrada que tenemos como último recurso. El tono suena una, dos, tres veces... pero nadie responde. El buzón de voz tampoco se activa. Es como si Bonneville hubiera desaparecido del mapa.

Cierro los ojos y apoyo la frente en mi mano. Bonneville siempre tiene un plan, siempre sabe cómo mantenerse un paso adelante. Pero esta vez... algo no encaja. Es demasiado silencio, incluso para él. Mi mente comienza a llenar los vacíos con posibilidades que no quiero imaginar.

Patrick. Él debe saber dónde está. Busco su número entre mis contactos.

—¿Green?

—Sí, la misma. Estoy buscando a Bonneville. ¿Sabes dónde está?

—Sí, está en una misión justo ahora.

—¿Dónde?

—Sabes que no puedo darte esa información.

—Es de vida o muerte Patrick. Código rojo. ¿Cómo debo decírtelo?

—¿Está en problemas?

—Eso depende de ti. — escucho un resoplo del otro lado del teléfono.

—Está en un baile. Está infiltrado entre los invitados.

—¿A quién asesinará esta vez?

—No habrá muertes a menos que las cosas se compliquen. Hará una extracción. Thompson dijo que sería un último trabajo.

—¿A quién extraerá?

Qué extraerá, mas bien. Es un maletín. Su contenido es desconocido pero ya sabes como es esto. — dice, y entiendo.

—Necesito ir, envíame la dirección.

—Denny, no puedes ir allá. — espero que corrija sus palabras. — No sin un buen vestido. — lo hace y sonrío.

—Entonces tengo todo lo que necesito. —cuelgo, me doy una ducha y busco en mi armario el mejor vestido que tenga. Hasta que lo encuentro. No puedo tardar demasiado, así que treinta minutos es todo lo que necesito.

Me miro en el espejo por última vez, asegurándome de que cada detalle esté en su lugar. El vestido, un diseño elegante de color plateado, cae como una segunda piel, abrazando mi figura con la cantidad justa de provocación y misterio. El escote es profundo pero no exagerado, suficiente para mezclarme con la élite sin llamar demasiado la atención. Una abertura lateral deja al descubierto una pierna al caminar, un detalle estratégico que, aunque sensual, también me da libertad de movimiento si las cosas se complican.

El cabello, normalmente recogido en una cola práctica, ahora está suelto, cayendo en suaves ondas sobre mis hombros. El maquillaje es sutil pero impecable, diseñado para destacar mis ojos.

Me coloco los tacones. Dentro del izquierdo, llevo escondido un pequeño cuchillo retráctil, un seguro silencioso en caso de emergencia. Respiro hondo y reviso mi bolso de mano. Dentro, además de un labial y un espejo compacto, llevo mi arma.

Cuando estoy lista, doy un paso atrás para observar el resultado completo en el espejo. La mujer que me mira no es una detective, sino alguien que pertenece a ese exclusivo salón de baile donde Bonneville estará encubierto. Mientras conduzco hacia la mansión donde se lleva a cabo el baile, repaso en mi mente lo poco que sé de esta noche. Bonneville está aquí, infiltrado entre la alta sociedad, siguiendo un rastro que no ha compartido con nadie.

Cuando llego, la entrada está iluminada con candelabros y los invitados desfilan en trajes y vestidos de diseñador. Una vez que entrego las llaves al valet y camino hacia la entrada, siento las miradas de algunos hombres y mujeres posarse en mí, evaluándome, juzgándome, como hacen siempre en este mundo de apariencias.

La música baja ambienta el salón. Estoy en el lugar correcto. Pero, ¿él sigue aquí? Me abro paso entre la multitud, con la vista en alto, buscando. Bonneville no es fácil de pasar por alto: alto, cabello oscuro, hoyuelos que apenas se asoman en su mandíbula cuando sonríe, si es que alguna vez lo hace. Pero por ahora, solo veo a gente que baila, que bebe, que no tiene ni idea de lo que estoy buscando.

Un camarero pasa con una bandeja llena de copas. Me detengo un segundo, finjo interés en una copa de champagne, pero en realidad escaneo la parte trasera de la sala. Nada. Un grupo de hombres bien vestidos juega a ser poderosos en un rincón, una pareja se besa en otro.

Me deslizo entre cuerpos en movimiento. Me vuelvo parte del ritmo, sin perder de vista mi objetivo. Busco en las mesas, en los reservados VIP. Intento escuchar nombres en las conversaciones a medias que me llegan. Nada. Acerco mi teléfono a mi oído, como si estuviera esperando una llamada. Solo para cubrirme mientras observo. Un hombre con traje gris me mira, levanta su copa en un brindis silencioso. Le devuelvo la cortesía con una leve inclinación de cabeza, sin perder tiempo. El tiempo corre y la música sigue envolviendo todo como una niebla pesada. Me quedo un minuto más, observando, memorizando rostros. 

Bonneville sabe cómo desaparecer a plena vista, cómo mezclarse de manera que incluso alguien como yo tendría dificultades para detectarlo. Pero no esta noche.

Y es entonces, cuando lo veo.

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