12. Azim.
El eco de mis pasos resuena en los pasillos estériles del Pentágono mientras me dirijo al centro de inteligencia. Las paredes están adornadas con retratos de antiguos líderes militares, recordatorios constantes de la historia y el poder que se concentran aquí. Mi identificación cuelga de mi cuello, otorgándome acceso temporal a un nivel de seguridad que nunca creí necesitar, y mucho menos tener. Pero aquí estoy, adentrándome en el corazón de una de las instituciones más resguardadas del mundo, con un propósito claro: descubrir todo lo que pueda sobre los hermanos Robinson. El centro de inteligencia está compuesto por filas de monitores y estaciones de trabajo donde analistas trabajan incansablemente, procesando datos y alimentando la máquina de la seguridad nacional. Un técnico me guía a una sala privada con acceso a sistemas clasificados, y cierro la puerta tras de mí, agradeciendo el momento de soledad.
Frente a mí, una pantalla táctil gigante se ilumina, proyectando un mundo de datos al alcance de mis dedos. Respiro hondo antes de escribir los nombres: Azim Robinson y Reza Robinson. Sus nombres aparecen en la base de datos como una mancha oscura en un expediente ya de por sí alarmante.
Los documentos desclasificados pintan una imagen inquietante. Azim y Reza nacieron en una pequeña aldea en Afganistán, hijos de un padre estadounidense y una madre afgana. Durante la ocupación de Estados Unidos en Afganistán, su familia fue víctima de un ataque aéreo que, según los informes, estaba dirigido a un escondite talibán, pero terminó destruyendo su hogar. Sus padres y hermanas murieron en el ataque, dejando a los hermanos huérfanos.
Azim, el mayor Utilizó su doble nacionalidad para moverse entre fronteras, construyendo una red de contactos que abarca desde Europa del Este hasta Medio Oriente. Reza, por otro lado, construyó su propio imperio aquí. Buscando justicia en el país enemigo. Un patrón de operaciones aparece en los datos. Cada ataque está cuidadosamente planeado, y sus motivaciones no son puramente destructivas. Es una guerra simbólica, diseñada para erosionar la moral y la confianza en el sistema de seguridad de Estados Unidos. Los Robinson no solo buscan venganza; buscan humillar a la nación que consideran su enemiga jurada. Sigo navegando por los datos. Cada nuevo hallazgo es un golpe al estómago. Soy la primera en acceder a esta información. Todo gracias a los detalles que Patrick me proporcionó. Entre los resultados, hay un enlace. Uno que me lleva a un perfil de Instagram. Hago clic y es el de Reza. Todo parece normal hasta que una fotografía me deja helada. La torre de parís. Y desde entonces comienzo a hilar las cosas.
Reza se ausentó "por unos asuntos personales" pero realmente fue por otra razón. Todo lo que hicieron los afganos, fue con su respaldo. Todo. Azim es el soplón. No me cabe la menor duda. Y Mario casi muere por su culpa. Aun así tuvo el descaro de presentarse en el hospital para ofrecer ayuda. ¡Maldito! Mis sospechas resultaron ser ciertas. Mi instinto jamás falla.
Inicio una copia de seguridad y lo guardo en mi memoria USB para mostrárselas al ministro. Si es que no lo sabe ya.
Camino por el pasillo con el pulso acelerado, mi mano cerrada en un puño alrededor de la pequeña memoria. Cada paso resuena demasiado fuerte en el mármol del Pentágono, como si todo el edificio estuviera tratando de delatarme. Lo he tenido frente a mí en reuniones, en operativos. Ahora, saber que él es el infiltrado... es nauseabundo. Acelero el paso, esquivando un par de oficiales que conversan cerca de un pilar. Mi plan es claro: llegar a la oficina del ministro.
Un escalofrío me recorre la espalda. Miro por el rabillo del ojo y lo veo. Azim, a unos veinte metros, cruzando el pasillo perpendicular al mío. Su mirada me encuentra, y en un segundo lo sé. Él sabe que lo descubrí.
El aire se vuelve más pesado, pero obligo a mis pies a seguir moviéndose, fingiendo calma. Giro en la próxima esquina y veo un baño a mi izquierda. Entro sin pensar, pero no para esconderme. Enciendo el grifo del lavabo y mojo mis manos, fingiendo normalidad si alguien entra, pero lo hago para pensar, para planear.
No puedo quedarme aquí. Respiro hondo y salgo de nuevo. Al girar hacia el pasillo principal, mi corazón se detiene por un instante: Azim está apoyado contra una pared, a pocos metros. Su sonrisa es fina, apenas un indicio.
—Detective Green. —dice, con esa voz grave y calmada que siempre ha usado para encubrir su verdadera naturaleza.
—Azim— respondo, intentando que mi voz no tiemble. —¿Puedo ayudarle en algo?
—No, solo me pareció que estabas algo... apurada. ¿Todo bien? — da un paso hacia mí, y yo retrocedo instintivamente.
—Sí, solo tengo prisa. ¿Podemos hablar luego? Debo hacer algo urgente. — lanzo la frase mientras me giro, sin esperar respuesta. Mi único objetivo ahora es poner distancia entre él y yo. Puedo oír sus pasos siguiéndome. Se hacen más firmes, más decididos. Mi mente corre tan rápido como mis pies.
Si consigo entregar esta memoria, quedará expuesto y no tendrá escapatoria. Acelero el paso. Mi plan es simple: tomar el ascensor que está a pocos metros y llegar directamente al piso superior, donde está la oficina del ministro. Pero cuando el ascensor se abre y me acerco, Azim mete el brazo entre las puertas y las obliga a abrirse.
El ascensor se llena de una tensión insoportable cuando entra. Se queda de pie junto a mí, y puedo sentir su mirada fija en mi rostro, incluso cuando yo hago todo lo posible por mirar hacia adelante. El ascensor se detiene en el tercer piso. No el mío. Antes de que pueda reaccionar, él presiona el botón para mantener la puerta abierta.
—Creo que deberíamos hablar. — mi mente trabaja a toda velocidad. No puedo quedarme atrapada aquí con él. En un movimiento rápido, finjo tropezar hacia la puerta y corro hacia el pasillo del tercer piso. Lo escucho maldecir y sus pasos detrás de mí.
El tercer piso es un laberinto, pero lo conozco bien. Es la zona de archivo. Pasillos estrechos, puertas cerradas, y apenas un par de guardias que patrullan ocasionalmente. Si logro despistarlo aquí, tengo una oportunidad. Doblo una esquina y empujo una puerta que lleva al cuarto de suministro. Me escondo detrás de un estante lleno de papeles viejos, tratando de controlar mi respiración.
Escucho sus pasos, cada vez más cercanos.
—Green, esto es absurdo. —dice su voz desde el pasillo. — Solo quiero hablar. Pero si no sales, todo puede empeorar. — mis manos tiemblan mientras saco el teléfono y envío un mensaje a Mario: "Azim es el infiltrado".
No puedo quedarme aquí mucho tiempo. El despacho del ministro está en el piso cinco. Si consigo llegar a las escaleras de emergencia... De repente, la puerta del cuarto de suministro se abre. Azim entra, sus ojos recorriendo el espacio. Mi tiempo se acaba.
Mientras evalúo la situación, escucho el sonido de su mano en el pomo de la puerta.
—Sé que estás ahí dentro— dice, su tono ahora más bajo, más peligroso. — No necesitas hacer esto más difícil, Green. Entrégame lo que tienes. — el silencio en la oficina parece oprimir mi pecho. Saco el teléfono, escribo un mensaje rápido para alertar a seguridad, y lo dejo preparado para enviar con un solo toque. Mi otra mano roza la memoria en mi bolsillo.
Él no se detendrá. Y yo tampoco.
—Sé lo que han estado haciendo, tú y tu hermana. No puedo creer que llegué a tenerles respeto. — digo desde mi escondite, tratando de ganar tiempo.
—No deberías haber investigado más de lo necesario. — dice con una calma que es más amenazante que un grito. — Porque ahora tendré que matarte. — da un paso hacia mí, y mi espalda choca contra el estante. Mi mano roza un archivador metálico. Lo agarro sin pensar y lo lanzo en su dirección. Él lo esquiva con facilidad, pero aprovecho su distracción para intentar salir del cuarto. Es rápido, más de lo que esperaba. Me agarra del brazo y me empuja contra la pared. El impacto me deja momentáneamente sin aliento.
—Entrega la memoria. — gruñe, mientras su mano busca en mi bolsillo.
Con un grito, uso mi rodilla para golpearlo entre las piernas. Él se dobla ligeramente, pero no me suelta. Es entonces cuando veo mi oportunidad. Con toda la fuerza que tengo, lanzo mi cabeza hacia adelante, impactando directamente en su rostro.
Un crujido seco. Él retrocede, llevándose las manos a la nariz, que ahora sangra profusamente. Su gruñido de dolor llena el espacio pequeño, pero no espero para ver qué hará después. Corro hacia la puerta, la abro de golpe y salgo al pasillo.
El Pentágono ya está en alerta. Luces rojas parpadean en los techos, y una voz metálica resuena por los altavoces:
—Nivel tres en cuarentena. Seguridad en camino.
Corro hacia las escaleras de emergencia, esquivando a un par de oficiales que me miran con sorpresa. Mi corazón late con fuerza mientras subo los escalones de dos en dos, sin mirar atrás. Desde abajo, escucho a Azim gritar algo, pero no logro distinguir las palabras. No importa. Debo llegar al quinto nivel.
En el cuarto piso, un par de guardias bloquean mi camino.
—¡Deténgase! ¡Identificación!
—Detective Green. Llevo el caso LX-9. Deben dejarme pasar con el ministro ahora. — digo rápidamente, mostrando mi placa mientras trato de seguir corriendo. Los guardias dudan un segundo, pero el estado de alerta general parece convencerlos. Uno de ellos asiente y me deja pasar.
Finalmente llego al quinto nivel. Los pasillos están más vacíos aquí, pero el eco de mis pasos me recuerda que Azim no estará muy lejos. Sé que estoy cerca del despacho. Al girar la última esquina, veo al ministro de Defensa hablando con su asistente fuera de su oficina.
—¡Ministro! — grito, mi voz cortada por el esfuerzo. Él se gira, confundido al principio, pero su expresión cambia al ver mi estado. Antes de que pueda explicarme, escucho los pasos pesados de Azim detrás de mí. Su nariz ensangrentada y su mirada de furia son un recordatorio de lo cerca que estoy del peligro.
Con un último impulso, llego hasta el ministro y le entrego la memoria.
—¡Azim es el infiltrado! Él y su hermana estuvieron aliados a los afganos todo este tiempo. — el ministro frunce el ceño mientras analiza mis palabras. Azim intenta avanzar, pero los guardias que estaban en la oficina ya tienen las armas desenfundadas, apuntando hacia él.
Azim levanta las manos.
—¿De verdad va a confiar en ella? Nos ha estado ocultando información.— da un paso adelante, ignorando las armas apuntadas hacia él. Su nariz aún sangra, pero su expresión es calculada, fría, como si todo esto fuera parte de un juego que sabe jugar demasiado bien.
— Green ha estado bajo investigación por comportamientos sospechosos desde hace semanas. Su acceso a ciertos detalles ha sido cuestionable, y hoy... hoy me temo que finalmente ha revelado sus verdaderas intenciones.
Mis ojos se abren de par en par.
—¡Eso es mentira!
Azim ignora mi interrupción.
—La historia que le está vendiendo es una cortina de humo. Ella es la que ha estado pasando información sin previa autorización. Todo esto es un intento de desviar la atención de su propia traición. — el ministro me lanza una mirada inquisitiva, pero no habla. Está evaluando cada palabra.
—Señor... — continúa Azim, levantando las manos en un gesto conciliador. — Ya se equivocaron conmigo una vez, no lo vuelvan a hacer.
El silencio en el pasillo es ensordecedor. Doy un paso al frente, mi voz más firme de lo que esperaba.
—Es un manipulador. Por eso ha logrado llegar tan lejos. Si de verdad cree que estoy mintiendo, entonces revise el contenido ahora mismo. Estoy dispuesta a enfrentar las consecuencias si estoy equivocada. — es increíble como intenta voltear todo a su favor. ¿Cómo no lo descubrí antes?
El ministro parece atrapado entre dos versiones opuestas. Da un paso hacia el escritorio cercano y toma un comunicador. — Traigan a un analista de ciberseguridad ahora mismo. Quiero esta memoria evaluada en un entorno seguro. — mi corazón late con fuerza mientras observo al ministro. Sé que el tiempo juega en mi contra. Azim es bueno manipulando, demasiado bueno.
—Debe confiar en mí, señor. — en sus ojos veo que lo hace.
Azim da un paso adelante.
—Es una traidora. Ninguna persona inocente actuaría así. — por un momento, el ministro no dice nada. Su mirada viaja entre nosotros, sopesando cada palabra, cada gesto.
Hasta que finalmente, habla.
—Ambos quedarán bajo custodia temporal hasta que tengamos respuestas claras —dice con voz autoritaria. — Nadie saldrá de este edificio hasta que la memoria sea examinada.
Mi estómago se hunde, pero sé que esto es lo mejor que puedo esperar por ahora. Sin embargo, una pequeña chispa de esperanza se mantiene viva. Los datos en esa memoria son irrefutables. Todo lo que necesito es tiempo.
Azim me lanza una mirada de triunfo disfrazado de cortesía. Yo lo miro directamente a los ojos. Está muy tranquilo para saber que en cuanto revisen el contenido, es hombre muerto.
...
La sala de detención es fría, estéril y cargada de tensión. Estoy sentada en una silla de metal, con las manos esposadas al frente, a solo un par de metros de Azim. La mesa que nos separa parece insignificante frente a la guerra silenciosa que se libra entre nosotros.
—Debo admitirlo— dice Azim con esa sonrisa fina que he llegado a odiar. — has jugado bien tus cartas. Pero sabes que no basta con intentarlo.
—Cuando revisen esa memoria, ¿qué harás? ¿Llorarás? ¿Suplicarás? — me obligo a mantener la calma. No le daré el placer de verme perder el control. — Tus días están contados, Azim. No hay manera de que salgas limpio de esto. — él ríe, una risa seca, burlona.
Un guardia entra en la sala y deja dos botellas de agua sobre la mesa. Su mirada recorre a ambos, evaluando la situación antes de salir nuevamente. El silencio regresa, pesado y opresivo.
—¿Sabes lo que más me gusta de todo esto? — dice, inclinándose un poco hacia adelante. —Que no importa a quien atrapen. Ya hay suficiente como para que el sistema tarde años en recuperarse. Lo que crees que estás protegiendo... ya está roto. — su confesión, aunque velada, me da una idea. Si consigo que diga más, podría incriminarse solo.
—¿Es eso lo mejor que puedes hacer, Azim? — digo con un tono deliberadamente provocador. — Hablar de tus grandes logros mientras estás sentado aquí, esposado como un criminal cualquiera. Si fueras tan inteligente como dices, no estaríamos teniendo esta conversación.
Sus ojos se entrecierran. He tocado una fibra sensible.
—¿Crees que esto me detendrá? —murmura, con un filo peligroso en su voz. — Ni siquiera entiendes la magnitud de lo que está en marcha. Tú y tu pequeño juego no son más que un obstáculo menor.
Antes de que pueda continuar, la puerta se abre de golpe. Entra un analista con un ordenador portátil, seguido por el ministro de Defensa y dos agentes de seguridad.
El aire se electrifica. Mis ojos se fijan en la pantalla mientras el analista conecta la memoria. Un silencio cargado llena la sala mientras una serie de ventanas y archivos se despliegan.
Mi corazón se acelera.
Azim, por primera vez, pierde la compostura. Se inclina hacia adelante, su voz más alta, casi desesperada. El ministro lo observa con frialdad.
—¿Por qué, Azim? ¿Por qué traicionarnos? — Azim se queda en silencio, su mandíbula apretada, sus ojos buscando desesperadamente una salida que no existe.
El ministro asiente hacia los agentes.
—Llévenselo. Esto es suficiente. Quiero que lo mantengan bajo máxima vigilancia hasta nuevo aviso. — Azim es levantado de la silla y esposado. Mientras lo sacan de la sala, me lanza una última mirada, una mezcla de odio y frustración.
—Esto no ha terminado, Green.
—No, para mí no. — respondo con una calma helada. — Para ti, sí.
Cuando la puerta se cierra tras él, dejo escapar un suspiro que parece haber estado contenido por horas. El ministro se vuelve hacia mí.
—Buen trabajo, detective. Pero esto no ha terminado. Si Azim tenía contactos, debemos encontrarlos antes de que actúen. Prepárese. Ya emitimos una orden de arresto contra Julia donde sea que esté. — asiento, mi determinación renovada. Azim puede estar bajo custodia, pero el verdadero enemigo aún está ahí fuera.
Entra la calma, empiezo a notar algo extraño. La primera señal fue un silencio inusual. Una calma demasiado perfecta, como el momento antes de una tormenta en el desierto. Nadie lo notó al principio; los sistemas seguían funcionando, los pasillos del Pentágono bullían con la actividad cotidiana, y las alertas habituales no parecían fuera de lo común. Pero entonces, las sombras llegaron. No eran visibles al ojo humano, sino codificadas en paquetes de datos que viajaban a través de las redes, insertándose como virus sigiloso en los sistemas de seguridad. Durante semanas, los afganos aliados de Azim habían estado sembrando el caos desde las sombras, preparando el escenario para su golpe maestro. ¿Owlwatch no se había encargado de ellos ya?
La primera explosión no fue física, sino digital. Las pantallas en las estaciones de control del Pentágono parpadearon antes de apagarse. Los sistemas de comunicación se silenciaron, y las cámaras de vigilancia comenzaron a mostrar bucles de grabaciones antiguas, engañando a los operadores. En el corazón del sistema, un comando oculto activó una secuencia que dejó al Pentágono ciego.
Luego vino el verdadero ataque.
Un convoy que parecía ser parte de una entrega rutinaria de suministros se detuvo frente a una de las entradas secundarias. Los guardias apenas levantaron la vista: los papeles estaban en regla, y las insignias en los vehículos eran oficiales. Lo que no sabían era que los conductores eran agentes enemigos, infiltrados gracias a información proporcionada por Azim.
Cuando las puertas se abrieron para dejar pasar el convoy, todo se desató.
Explosiones sincronizadas sacudieron el edificio, cada una dirigida a puntos estratégicos. Las ventanas estallaron, los pasillos se llenaron de humo, y los sistemas de emergencia lucharon por activarse en medio del caos digital.
Pero lo más aterrador fue lo que vino después: los drones.
Los aliados de Azim, antiguos guerrilleros transformados en estrategas tecnológicos, lanzaron una flota de drones armados desde un contenedor cercano. Eran rápidos, silenciosos, y letales. Cruzaron el cielo como un enjambre de avispas, atacando con precisión. Oficinas clave, sistemas de defensa aérea, y hasta los techos del edificio fueron blancos.
Dentro del Pentágono, reinaba el caos. Los empleados y oficiales corrían entre el humo y los escombros, buscando refugio o intentando recuperar el control de los sistemas. Las órdenes se gritaban, pero las comunicaciones estaban cortadas.
En medio de todo esto, el ministro de Defensa se reunió con un grupo de altos mandos en un búnker subterráneo. Las imágenes satelitales proyectaban un panorama aterrador. Desde Afganistán, un grupo armado reclamaba la autoría del ataque, exigiendo la retirada inmediata de las tropas estadounidenses de la región.
—Esto no es solo un ataque— dijo uno de los generales, con el rostro endurecido. — Es una declaración de guerra.
Mientras el Pentágono luchaba por contener los daños, el presidente de los Estados Unidos autorizó una respuesta inmediata. Bombardeos estratégicos comenzaron en Kabul y otras ciudades clave controladas por los insurgentes. Pero los enemigos de Azim no estaban improvisando. Cada acción desencadenó una reacción igual de devastadora, y las líneas de batalla se extendieron más allá de Afganistán. Aliados y enemigos de ambos lados comenzaron a alinearse, dividiendo al mundo en un conflicto global.
En el corazón de todo esto, Azim estaba sentado en su celda, viendo las noticias en la pequeña televisión. Su sonrisa era un reflejo de satisfacción oscura. Aunque estaba atrapado, su misión estaba completa. El caos que había desatado ahora tenía vida propia, y él sabía que sería recordado como el hombre que encendió la mecha.
Mientras el Pentágono seguía ardiendo y los soldados se preparaban para una guerra que nadie quería, una pregunta persistía en el aire lleno de humo y polvo: ¿quién podría detener un conflicto que había comenzado en las sombras, pero que ahora consumía al mundo entero?
El Pentágono está irreconocible. El aire huele a polvo y metal quemado, y el sonido de explosiones lejanas se mezcla con las órdenes gritadas por los oficiales. Luces rojas parpadean en los pasillos, mientras las alarmas de emergencia resuenan como un latido constante.
Estoy en el búnker subterráneo con el ministro y su equipo. La memoria USB está sobre la mesa, junto a mapas y pantallas llenas de datos caóticos. La información que contiene podría ser nuestra única ventaja en este caos. Pero algo más me preocupa.
—Necesito la memoria devuelta. Ahí están todas las evidencias. — digo, mi voz firme pero cargada de urgencia. — Si los aliados de Azim la encuentran, esto habrá sido en vano. — el ministro asiente.
—Tienes razón. Llévala directamente a la base de Fort Belvoir. Allí podrán analizarla y prepararnos para lo que viene.
—No, no podemos confiar en nadie ahora. Solo usted en mí. — intento convencerlo.
Antes de que pueda responder, un fuerte estruendo sacude el búnker. Las luces parpadean, y el suelo tiembla bajo nuestros pies. Una explosión cercana ha dañado el acceso principal.
—¡Debemos evacuar ahora! — grita un oficial.
El ministro me entrega la memoria.
—Tómala. Un equipo de soldados te escoltará. Haz lo que sea necesario, pero sobre todo, protege a tu país. —no tengo tiempo para dudar. Meto la memoria en el bolsillo interior de mi chaqueta y corro hacia la salida, seguida por tres soldados armados hasta los dientes.
El pasillo es un campo de batalla. Fragmentos de concreto caen del techo, y los gritos de heridos llenan el aire. A medida que avanzamos, veo cuerpos de oficiales y personal, algunos moviéndose, otros inmóviles. Aprieto los dientes y sigo adelante.
—¡A la derecha! — grita uno de los soldados. Un grupo de insurgentes infiltrados está abriendo fuego desde un pasillo lateral.
Nos agachamos tras una fila de escritorios destrozados, devolviendo el fuego. Los soldados cubren mi avance mientras corremos hacia las escaleras de emergencia. Subimos dos niveles para evitar un derrumbe en la planta inferior.
Cuando finalmente salimos a un nuevo pasillo, el soldado que lidera el grupo señala hacia una ventana rota.
—Podemos usar la salida de emergencia en el ala este. Hay vehículos listos para evacuar. — asiento, pero antes de que podamos avanzar, otro estruendo sacude el edificio. Una parte del techo cede, separándome de los soldados.
—¡Detective! — grita uno de ellos mientras intento recuperar el equilibrio. Estoy sola al otro lado del derrumbe.
—¡Avancen! Los alcanzaré por otro camino— respondo, mi voz firme pese al miedo que me golpea el pecho.
Corro sola por los pasillos vacíos, con la memoria USB apretada contra mi pecho. Cada esquina es una posible emboscada, y mi respiración suena demasiado fuerte en mis oídos. Escucho pasos detrás de mí y sé que no estoy sola.
Finalmente llego al ala este. Los soldados me están esperando junto a un vehículo blindado. — ¡Vamos, detective! — grita uno, ayudándome a subir al vehículo mientras las balas zumban a nuestro alrededor.
El vehículo avanza a toda velocidad, esquivando obstáculos y cruzando las puertas destrozadas del Pentágono. Desde las ventanas, veo drones todavía atacando el edificio, mientras helicópteros militares intentan derribarlos.
—¿Está a salvo la memoria? — pregunta uno de los soldados. La saco del bolsillo y asiento.
—Sí. Pero necesito llegar a otro lugar. A mi departamento.
—No es una buena opción, detective.
—Sé lo que hago. Solo llévenme. Pueden irse después. — se miran entre sí y niegan con la cabeza.
—No podemos hacer eso. Tenemos órdenes estrictas de proteger la memoria y a usted.
—Está bien, pero de todas formas, quiero ir al departamento. — asienten y me llevan allí.
El viaje hasta mi departamento fue silencioso y tenso. Los soldados me escoltan en un vehículo militar, sus miradas fijas en el exterior como si esperaran un ataque en cualquier momento. En el asiento trasero, aprieto la memoria USB en mi bolsillo, su peso psicológico más pesado que su tamaño real.
—¿Es seguro venir aquí? — pregunta uno de los soldados al volante.
—Ningún lugar es seguro. — respondo, aunque mi voz traiciona una pizca de incertidumbre. — Solo necesito mi arma y algunos papeles más. — ellos asienten, aunque sé que ninguno de nosotros se siente realmente seguro en este momento.
El edificio de apartamentos está oscuro, casi desierto. Las calles están vacías, una mezcla de toques de miedo generalizado mantiene a la gente dentro. Subo los escalones con los soldados siguiéndome de cerca, sus armas listas.
—Departamento 14B— les digo mientras giro la llave en la cerradura.
El interior de mi apartamento es pequeño y sobrio, un reflejo de mi vida como detective. El arma está guardada en una caja de seguridad oculta en la pared detrás de un cuadro anodino. Con manos rápidas, saco la llave del cajón de mi escritorio, desbloqueo la caja y extraigo la pistola.
Es un arma negra y elegante, perfectamente mantenida, pero nunca usada. Siento su peso en mis manos mientras reviso el cargador. Las balas parecen brillar bajo la luz tenue del apartamento. Por un momento, dudo. Esto es un umbral que no quería cruzar, una parte de mi trabajo que siempre había sido una posibilidad remota, no una realidad. Pero esta noche, el peligro es palpable, y la necesidad de estar lista supera cualquier reserva que pueda tener.
Cuando salgo del apartamento, algo está mal.
Las luces del vehículo militar parpadean intermitentemente, iluminando el callejón oscuro frente al edificio. Las puertas del auto están abiertas, y no hay rastro de los soldados que me escoltaron hasta aquí.
—¿Sargento? — llamo, mi voz baja pero cargada de tensión. El silencio que sigue es más aterrador que cualquier respuesta.
Me acerco lentamente al vehículo, con la pistola levantada, mis ojos recorriendo cada sombra. El sonido de mis propios pasos parece ensordecedor en la quietud. Entonces, veo las primeras manchas de sangre en el pavimento, un charco oscuro que se extiende bajo la puerta del conductor.
Mi corazón se acelera. Camino alrededor del auto, y ahí están: los cuerpos de los soldados, tirados en el suelo como muñecos rotos. Uno tiene un disparo limpio en la cabeza; otro, una herida profunda en el cuello. El tercero está apoyado contra la pared, su arma aún en la mano, pero inútil contra el ataque que enfrentó.
—Azim... — susurro, un escalofrío recorriéndome la espalda.
Entonces lo siento antes de verlo. Un movimiento detrás de mí, rápido como una sombra. Giro justo a tiempo para ver a Azim, su figura alta y ágil, saliendo de las sombras con un cuchillo en la mano.
—Siempre tan predecible, detective Green— dice, su voz suave pero cargada de peligro. No espero a que se acerque. Levanto mi arma y disparo. El sonido retumba en el callejón, y Azim apenas logra esquivarlo, el proyectil rozándole el brazo. Su rostro se contrae de dolor y sorpresa.
—¿Primera vez que usas tu propia arma, detective? —pregunta, retrocediendo ligeramente mientras aprieta su herida.
—No será la última— respondo, mi voz fría y firme.
El enfrentamiento es breve pero intenso. Azim lanza el cuchillo, y me agacho justo a tiempo para evitarlo. El sonido del metal al caer al suelo resuena en mis oídos. Mi pistola ha salido disparada de mi mano después de que Azim me la arrebatara con un golpe seco. Estoy contra la pared, jadeando, sintiendo cómo cada músculo de mi cuerpo protesta por el forcejeo.
Azim se mueve con una calma inquietante. Su rostro está manchado de sangre seca, cortes recientes cruzan su piel, pero su mirada es feroz, casi salvaje. En su mano, un cuchillo brilla bajo la luz tenue de la sala abandonada.
—Siempre pensé que eras más inteligente. — dice, su voz suave pero cargada de desdén. —Pero resultaste ser igual que los demás: obediente a un sistema corrupto que aplasta a los que están debajo.
—¿Esto es lo que crees que estás haciendo? ¿Luchar por los oprimidos? — escupo, intentando ganar tiempo. Mi mente trabaja frenéticamente, buscando una salida. —Todo esto, Azim, es por poder. Eres un traidor. — Azim sonríe, pero no es una sonrisa de alegría. Es fría, calculada, y me congela la sangre.
—Traidor... así me llamas. Pero, ¿qué soy yo frente a lo que ustedes han hecho? Operaciones encubiertas, golpes de Estado, todo para mantener su dominio. No hay inocentes en este juego. Y yo simplemente decidí jugar en el bando ganador.
El cuchillo en su mano da un giro lento, amenazante.
—Esto no es personal— dice, acercándose un paso más. — Solo estuviste en el lugar equivocado, igual que Laura. — mi alma de congela al escucharlo. Por Dios, él la asesinó. — Solo debían rastrear el LX-9 y nadie habría resultado herido.
Se lanza hacia mí, y apenas logro esquivar el primer golpe. El cuchillo pasa peligrosamente cerca de mi rostro, y el movimiento me hace perder el equilibrio. Caigo al suelo, pero antes de que pueda moverme, él está sobre mí, sujetándome con fuerza.
Azim es más fuerte, y lo sabe. Siento el peso de su cuerpo sobre el mío, su mano apretando mi muñeca contra el suelo mientras el filo del cuchillo se acerca a mi garganta.
—Es una pena, pero tengo que.
Mi corazón late con fuerza, y el mundo parece reducirse al frío acero que amenaza con cortar mi vida.
—No vas a ganar, incluso si muero. — murmuro, jadeando, mientras mis dedos buscan algo —cualquier cosa— con qué defenderme. Pero antes de que pueda reaccionar, un sonido ensordecedor corta el aire.
El disparo.
Azim se congela, sus ojos abiertos de par en par. Por un segundo eterno, pienso que ha sido él quien disparó, que estoy a punto de morir. Pero entonces, su cuerpo se tambalea hacia atrás. Un agujero limpio atraviesa su frente, y la sangre comienza a correr mientras su cuerpo cae pesadamente al suelo.
Respiro profundamente, jadeando, sin poder creer lo que acaba de suceder. Levanto la mirada y veo una figura en la entrada de la sala. Es Bonneville, con el arma aún levantada, su rostro endurecido pero lleno de alivio al verme viva.
—¿Estás bien? —pregunta, acercándose mientras guarda su arma.
—Lo estoy— respondo, aunque mi voz tiembla. — Llegaste justo a tiempo.
Mientras el cuerpo de Azim yace inerte a unos metros de mí, siento una extraña mezcla de emociones: alivio, rabia, y algo que no puedo nombrar. La memoria USB sigue en mi bolsillo, pero el peso en mi alma es más difícil de cargar. El sonido de sirenas en la distancia nos recuerda que el caos sigue afuera, pero en este momento, he sobrevivido una vez más.
El BMW blindado avanza a toda velocidad por las calles desiertas. Las luces de la ciudad parpadean, y las sombras parecen moverse con vida propia. Estoy en el asiento del copiloto, mi arma aún en la mano, mientras Bonneville conduce como si nuestras vidas dependieran de ello. Y, francamente, lo hacen.
—Tenemos que llegar a la sede— dice, sus ojos fijos en el camino mientras su voz permanece tranquila. Asiento, aunque mis manos aún tiemblan.
—¿Estás seguro de que podemos llegar? Si Azim tenía aliados aquí dentro, podríamos estar rodeados. — Bonneville me lanza una mirada rápida, un destello de ironía en medio del caos.
—Por supuesto que estamos rodeados. ¿No sería aburrido si no lo estuviéramos? — su comentario apenas termina cuando un ruido ensordecedor sacude el aire. Un proyectil golpea el asfalto detrás de nosotros, levantando una nube de escombros y haciendo que el coche tambalee.
—¡Nos están siguiendo! — grito, girándome para ver a través de la ventana trasera.
Tres vehículos militares vienen tras nosotros, equipados con ametralladoras montadas. Desde uno de ellos, un insurgente afgano apunta un lanzacohetes en nuestra dirección.
—¡Sujétate! — grita Bonneville, girando bruscamente el volante. El BMW se desliza por una esquina cerrada, casi volcando, mientras el cohete pasa rozando el lateral y explota contra un poste eléctrico.
El sonido de las balas perforando la carrocería es ensordecedor. Bonneville maniobra con precisión mortal, evitando disparos y obstáculos en el camino, pero el enemigo no cede.
—¡Conduce! — grita, señalándome el volante. Me paso rápidamente y sigo conduciendo mientras él sale por la ventana y los contrataca. Apunta al vehículo más cercano. Las balas impactan en el motor, y el jeep enemigo comienza a echar humo antes de desviarse y chocar contra una barrera.
Los otros dos vehículos se acercan más. Desde uno, un insurgente saca medio cuerpo por la ventana y dispara con un rifle automático. Me agacho, sintiendo el zumbido de las balas pasando peligrosamente cerca de la ventana.
El segundo vehículo acelera, intentando flanquearnos por la derecha. Bonneville le dispara contra sus neumáticos, pero los blindajes improvisados absorben gran parte del daño.
—¿Qué estás haciendo? — pregunto, cuando regresa el asiento del conductor.
—Es hora de jugar sucio— responde con una sonrisa feroz.
El vehículo enemigo no tiene tiempo de reaccionar y choca directamente contra nosotros. El impacto sacude todo el jeep, pero nuestra carrocería blindada resiste. Nos sigue de cerca, su conductor maniobrando con la misma destreza que Bonneville.
—Esto no va a acabar bien— murmuro.
—Confía en mí— responde, su tono cargado de confianza que apenas logro entender.
El vehículo gira bruscamente hacia un túnel estrecho, y Bonneville acelera al máximo.
—¿A dónde vamos?
—Si no podemos ganar la carrera, haremos que la pierdan ellos.
Dentro del túnel, las paredes de concreto son demasiado estrechas para maniobras arriesgadas. Bonneville zigzaguea, haciendo que el vehículo enemigo se acerque más, demasiado confiado en su ventaja.
Bonneville frena de golpe mientras gira hacia un desvío lateral apenas visible. El vehículo enemigo no logra frenar a tiempo. Su lanzacohetes se dispara, pero el proyectil impacta contra el techo del túnel. La explosión es devastadora, llenando el lugar de humo y escombros.
Salimos del túnel a toda velocidad, dejando atrás el caos. Mi corazón late con fuerza, y me dejo caer en el asiento del copiloto, jadeando.
—¿Sigues viva? —pregunta Bonneville con una sonrisa.
—Apenas— respondo, pero no puedo evitar devolverle la sonrisa.
Mientras nos alejamos, el horizonte comienza a iluminarse con las luces de la sede.
—Gracias por salvarme una vez más.
—De nada— responde, sus ojos fijos en el camino. — Eso hacen los amigos. — amigos. Oficialmente somos amigos. Se siente bien. Bajamos del coche en el estacionamiento pero algo me detiene.
—Mario. Está en el hospital, corre peligro. Debo ir por él.
—Ya me encargué. Está en mi pent-house. Estará seguro ahí.
—¿Cuándo lo llevaste?
—Hace unas horas, cuando Patrick y Henders descubrieron que mas afganos estaban aquí. Estará bien. — eso me deja mas tranquila.
Las puertas blindadas de la agencia secreta se abren con un estruendo mecánico. Bonneville y yo entramos al vestíbulo principal, aún cubiertos de polvo y sangre. Las luces brillantes contrastan con el caos que acabamos de dejar atrás, pero aquí dentro, la tensión es palpable.
Patrick nos espera en la entrada del centro de operaciones.
—¡Dame eso! — dice con urgencia, extendiendo la mano hacia mí.
Saco la memoria USB del bolsillo interior de mi chaqueta, sintiendo el peso simbólico de lo que contiene. Patrick la toma como si estuviera manejando un artefacto explosivo.
—Tienes todo lo que necesitas para exponer a Azim y sus aliados— digo, mi voz firme a pesar del cansancio. —Haz que valga la pena. — Patrick asiente. Pero mi atención ya no está en él. Dirijo mi mirada al extremo del pasillo, donde está la oficina del director Thompson. La puerta es pesada, casi intimidante, pero no tengo tiempo para dudas.
—¿A dónde vas? —pregunta Bonneville, siguiéndome.
Thompson está en su oficina, rodeado de informes clasificados y pantallas que proyectan la magnitud de la crisis. Cuando entro sin tocar, levanta la vista con una mezcla de sorpresa e irritación.
—No puedes entrar a mi oficina así, detective Green.
—No tengo tiempo para formalidades, director— digo, cerrando la puerta tras de mí. — Usted y yo sabemos que esto no es solo un ataque terrorista. Es el inicio de una guerra, y tenemos la oportunidad de detenerla. — él se reclina en su silla, entrelazando los dedos sobre el escritorio.
—¿Y qué sugieres que haga, Green? ¿Enviar un escuadrón al azar? ¿Escalar el conflicto con decisiones precipitadas? Este es un terreno peligroso.
—¡Peligroso es quedarnos sentados mientras ellos toman el control! — exclamo, dando un paso adelante. — Azim no estaba solo. Tiene aliados dentro de nuestras propias filas y fuera de nuestras fronteras. Ya tienen acceso a información confidencial y ahora están destruyendo nuestras defensas. ¡No podemos esperar!
Thompson niega con la cabeza, su expresión imperturbable.
—No puedes entender las implicaciones. Una respuesta apresurada podría desestabilizar aún más la situación. Tenemos que ser estratégicos, no reactivos.
—¿Estratégicos? —casi escupo la palabra. —¡Ellos ya están dentro! Si no hacemos algo ahora, no habrá nada que salvar. — Thompson se levanta, su altura y presencia llenando la habitación.
—Green, tu trabajo es seguir órdenes, no darlas. Este no es nuestro problema. El estado y seguridad nacional están ahí por una razón. — mi sangre hierve.
—¿No es su problema? ¿No fue para descubrir al responsable de todo esto que incluso me buscó? ¿No le pagaron para eso? — por un momento, el silencio se cierne entre nosotros, pesado y cargado de tensión. Finalmente, Thompson rompe el contacto visual, mirando hacia la ventana. — Hice mi trabajo, cumplí con el contrato ¿y ahora que le pido que haga algo al respecto dice no ser su problema?
—Este es mi último aviso, Green— dice con una voz más baja pero firme.
Salgo de su oficina con las manos temblando de rabia, pero mi determinación intacta. Bonneville está esperando en el pasillo, y al verme, levanta una ceja.
—Déjame adivinar— dice con sarcasmo. —Thompson no moverá un dedo.
—Asquerosamente correcto— respondo, respirando hondo para calmarme. —Pero no voy a esperar a que él se decida. Patrick está trabajando en la evidencia. Si logramos exponer todo esto antes de que sea demasiado tarde, quizás podamos cambiar las cosas. — Bonneville me mira fijamente durante un momento, luego asiente.
—Porque pueden actuar sin permiso, ¿no? — veo la duda en sus ojos. — Tu lo has hecho por mí.
—No es lo mismo. Es un problema internacional por el que no hay recompensa.
—¿Todo se trata de conseguir algo a cambio para ti?
—No personalices la conversación, estamos hablando de la agencia.
—¡Pero la agencia es ustedes! ¿Qué haría Thompson si todos toman una decisión? — se queda en silencio. Todos los que están cerca pueden escucharnos. — Está bien. Ya entendí. No pertenezco aquí, y jamás lo haré. — intento irme pero Bonneville me detiene.
—Solo espera. Deja que hagamos las cosas a nuestra manera.
—No hay tiempo para esperar. — me libero de su agarre. — Y si no dejas de ser egoísta por un minuto de tu vida, será mejor que no vuelvas a aparecer frente a mí. — digo firmemente. Aunque las palabras me duelen más a mí. Camino hasta el estacionamiento donde aún permanece mi auto. Lo enciendo y conduzco de regreso. Sabiendo que estoy completamente sola en esto. Mi única salida es el ministro. El único que parece poder hacer algo al respecto, antes de que todo empeore. Si es que puede más.
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