10. Mario.
El aire está saturado de humo, y mis pulmones arden con cada respiración. Mi vista está borrosa por el sudor y las lágrimas que no me permito limpiar. Cada paso que doy entre los escombros se siente como una eternidad, pero no me detengo. No puedo.
—¡Mario! —grito una y otra vez, mi voz rota y desesperada. Entonces, lo veo. Un movimiento casi imperceptible bajo una pila de vigas retorcidas y concreto. Mi corazón salta.
—¡Mario! —corro hacia él, esquivando restos aún calientes. Me dejo caer de rodillas junto a su cuerpo medio enterrado. Su rostro está cubierto de polvo, y hay sangre en su frente, pero sus ojos se abren lentamente al oír mi voz.
—¿Denny...? —su voz es débil, pero es suficiente para llenarme de esperanza.
—Estoy aquí, Mario. Te tengo. —mis manos trabajan frenéticamente, apartando los escombros que lo inmovilizan. Siento el calor de las llamas a mis espaldas y el peso del tiempo que no tengo. Con un último esfuerzo, consigo liberarlo lo suficiente para arrastrarlo lejos del peligro. Sus gemidos de dolor me parten el alma, pero no me detengo. Él está vivo, y eso es todo lo que importa.
Finalmente, alcanzo el perímetro donde los paramédicos han establecido un puesto improvisado. Grito por ayuda, y un par de ellos corren hacia nosotros con una camilla.
—Tiene heridas en las piernas y posiblemente una fractura en las costillas —les informo, aunque no sé cómo sigo hablando con la adrenalina desbordándome.
Lo colocan en la camilla con cuidado, y por un momento me apartan mientras revisan sus signos vitales.
—Está estable, pero necesita atención inmediata—dice uno de los paramédicos.
Me desplomo en el suelo, el cansancio finalmente alcanzándome. Mis manos tiemblan, cubiertas de su sangre y el polvo de los escombros. Miro a Mario, que me dedica una sonrisa débil.
—Siempre tan dramática, ¿eh? —bromea con un hilo de voz. Su comentario me arranca una risa nerviosa, mezclada con un sollozo que no puedo contener. Me acerco a él, tomando su mano entre las mías.
—No vuelvas a hacerme esto. ¿Entiendes? — él asiente, y sus ojos se cierran mientras los paramédicos lo suben a una ambulancia. Antes de que me den instrucciones para seguirlos, uno de los médicos me revisa rápidamente, colocando un vendaje improvisado en un corte profundo de mi brazo.
...
El reloj en la pared parece burlarse de mí, marcando cada segundo con una lentitud insoportable. Estoy en una silla de plástico incómoda, con las piernas cruzadas y las manos apretadas sobre mi regazo. La luz fluorescente de la sala de espera es fría, casi cruel.
Llevo horas aquí, esperando noticias de Mario. Cada vez que alguien con una bata blanca cruza la puerta, mi corazón se detiene por un instante. Pero ninguno se acerca a mí. Solo pasan, indiferentes, mientras yo sigo atrapada en esta incertidumbre que me consume.
Finalmente, el sonido de pasos firmes rompe el silencio. Levanto la vista, y ahí está Azim. Siempre parece inmutable, con su traje impecable y esa mirada de acero que podría atravesar cualquier mentira. Pero esta vez, su expresión es más suave, casi comprensiva.
—Green. —se inclina un poco hacia mí, manteniendo su tono bajo.
—¿Cómo pasó esto? Soy la detective a cargo, ¿Por qué no me dijeron nada? —respondo, más cansada que molesta.
Azim se sienta en la silla junto a la mía, dejando caer un maletín negro a sus pies.
—No vine a pelear. Vine a ayudar. — lo miro de reojo, intentando descifrar sus intenciones. Azim siempre tiene un plan, y rara vez incluye algo que beneficie únicamente a los demás.
—¿Qué clase de ayuda?
—Está claro que fue una trampa. Estamos tomando medidas.
—Alguien nos está poniendo en bandeja de plata a los enemigos. Y voy a descubrir quién es. — sabe que desconfío de él.
Azim asiente lentamente.
—Estoy de acuerdo.
Lo miro directamente, buscando alguna fisura en su fachada impenetrable. Antes de que pueda responder, la puerta se abre y un médico aparece. Su expresión neutral es lo suficientemente tranquilizadora para que respire por primera vez en horas.
—¿Familiares del paciente llamado "Mario"?
—Aquí —respondo rápidamente, poniéndome de pie.
—Está estable. Tuvimos que operar para estabilizar una fractura en la pierna y tratar algunas quemaduras menores, pero va a estar bien. Necesita descansar, pero pueden verlo brevemente. — mi alivio es palpable, tanto que casi tambaleo.
—Se recuperará. — Azim dice a mi costado. Lo miro una última vez antes de seguir al médico hacia la habitación de Mario. Por ahora, solo me importa una cosa: mi amigo está vivo. Todo lo demás puede esperar.
El olor a desinfectante me quema la nariz apenas cruzo la puerta de la habitación. Las paredes blancas del hospital me parecen más frías que nunca, pero lo único que importa ahora es la figura en la cama. Mario está ahí, conectado a una máquina que emite pitidos suaves y regulares. No puedo evitar el nudo en mi garganta al verlo tan vulnerable. Él, el hombre que siempre parecía invencible, ahora atrapado en este frágil estado.
Me acerco despacio, como si temiera que el más mínimo ruido pudiera romperlo. Sus ojos se abren lentamente al escuchar el crujido de mis botas contra el piso de linóleo. Su mirada se encuentra con la mía, y aunque su cuerpo está maltrecho, veo a Mario. Mi Mario. Mi compañero, mi mejor amigo.
—Estás loca. —dice, con una voz apenas audible, pero cargada de esa ironía que nunca pierde. Me río, aunque siento que podría romperme en cualquier momento.
—¿Dónde más estaría? ¿Pensaste que me iba a quedar mirando el informe desde la oficina? — él sonríe, o al menos lo intenta, pero la mueca se transforma en una ligera queja de dolor. Automáticamente me siento en la silla junto a la cama, apoyando mis manos en el borde del colchón.
—¿Te duele? ¿Necesitas que llame a alguien? —pregunto con más urgencia de la que pretendía.
—Denny, tranquila. He tenido peores.
Quiero decirle que no es cierto, que esta vez estuvo demasiado cerca, pero sé que no ganamos nada reviviendo el momento. Él lo sabe tan bien como yo. Su mano, aunque débil, encuentra la mía y la aprieta con fuerza sorprendente.
—Oye —dice, mirándome con esos ojos que siempre parecen saber más de lo que dicen— Salimos de esta juntos, ¿verdad?
Asiento, tragándome las lágrimas. —Siempre.
—¿Tu gente misteriosa te ayudó a descubrir que íbamos hacia una trampa?
—Algo así. — revelo.
—Un poco más adentro y no la cuento. Tu voz me salvó la vida. — mis ojos se llenan de lágrimas.
—Te dije que confiaras en mí. No voy a dejar que nada malo te pase. — pero dentro de mí, el peso de la promesa se siente como un ancla.
8pm.
Son las ocho de la noche cuando llego a mi departamento, agotada. La llave encaja en la cerradura con un clic metálico, y abro la puerta empujándola con el hombro. Lo primero que noto es el silencio. Es demasiado perfecto, cargado, como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración.
Doy un paso adentro, y mi instinto de detective grita. Algo está mal. La luz de la lámpara junto al sofá, esa que siempre dejo encendida, no lo está. Y entonces lo veo: el desorden. Mis papeles están esparcidos por el suelo, como si una tormenta hubiera arrasado con mi sala. Los cojines del sofá están tirados, las estanterías vacías de libros que ahora forman montones caóticos en el suelo.
Cierro la puerta tras de mí, lentamente. Camino despacio, revisando cada rincón con la respiración contenida. En la cocina, los cajones están abiertos, los utensilios de cocina desparramados. La nevera también está entreabierta, pero no falta comida; claramente, no era un robo común. En mi dormitorio, mi armario está revuelto. La ropa cuelga de las perchas y las cajas donde guardo recuerdos están abiertas, su contenido arrojado al suelo.
Algo se me revuelve en el estómago. No es miedo, no del todo, sino una mezcla de rabia y vulnerabilidad que me hiela por dentro. Alguien estuvo aquí. Alguien entró en mi espacio, buscando algo. Mis ojos se fijan en mi escritorio, donde guardo los informes más importantes. La caja con mis archivos está abierta, pero parece intacta. Me acerco, reviso rápidamente, y ahí están: las notas del caso. No se las llevaron.
Esto no fue al azar. Sabían lo que buscaban. No lo encontraron.
Mi respiración se acelera, pero obligo a mi mente a calmarse. Necesito pensar. Necesito saber quién hizo esto y por qué. Pero sobre todo, necesito asegurarme de que lo que buscan no los lleve a Mario. Apoyo las manos sobre la mesa, tratando de calmar el temblor en mis dedos.
El aire de la noche es frío, cortante, pero lo prefiero a estar un segundo más en mi departamento destrozado. Mis pasos son rápidos, casi automáticos, mientras bajo las escaleras con la mente en mil cosas. ¿Cómo entraron? ¿Qué buscaban? ¿Dejé alguna pista de la agencia a la que ahora pertenezco? Cuando llego a la acera, el peso de mis pensamientos casi ahoga mi instinto, pero no por completo. Hay alguien detrás de mí. Lo sé antes de girar la cabeza. El crujido de un zapato contra el pavimento lo confirma. No estoy sola.
Me doy la vuelta con la mano, pero antes de que pueda reaccionar, siento el frío metálico de un cañón presionando mi espalda.
—Quieta, detective Green —dice una voz masculina, baja y controlada, justo detrás de mi oído. Huele a cigarro y menta — Esto no tiene que ser más complicado de lo necesario.
—¿Quién eres? —gruño, tratando de mantener la calma mientras mis ojos buscan una salida.
—Alguien quiera hablar contigo. Ahora camina. — no tengo opción. Me guía hacia un jeep negro estacionado al borde de la acera. El vidrio polarizado brilla bajo la luz amarilla de las farolas. La puerta trasera se abre automáticamente, como si el coche supiera que me estaban trayendo. —Entre. —ordena, empujándome con suavidad, pero con firmeza.
Dudo, pero el cañón en mi espalda no me deja mucho margen. Entro. El interior del vehículo huele a cuero y poder. Me doy cuenta de inmediato de que no estoy en cualquier auto. Y entonces lo veo: al hombre sentado frente a mí.
El ministro de Defensa.
Está impecable, con su traje perfectamente planchado y una mirada que podría perforar acero. Tiene las manos entrelazadas frente a él, y aunque su postura es relajada, hay algo en su mirada que me pone más tensa que la pistola que aún siento a mis espaldas.
—Detective Green —dice con una voz grave, calculadora— Gracias por aceptar esta... reunión improvisada.
—¿Esto es una reunión o un secuestro? —respondo, tratando de sonar más segura de lo que me siento. Una pequeña sonrisa se dibuja en su rostro, pero no alcanza sus ojos.
—Eso depende de ti.
Lo miro fijamente, midiendo cada palabra que viene después.
—Sé que eres una de las mejores en tu equipo. Pero estamos en tiempos delicados, y hay un traidor entre nosotros. Tengo razones para pensar que esa persona podría ser alguien cercano a ti. Tal vez incluso... tú.
Mi estómago se hunde, pero mantengo mi expresión neutral.
—Eso es ridículo.
—Espero que lo sea. Pero necesito estar seguro. —hace una pausa, inclinándose hacia adelante— Todo lo que digas, todo lo que hagas, es observado. Si estás limpia, no tienes nada que temer.
Su mirada no parpadea, como si quisiera arrancarme la verdad con los ojos.
—¿Y si no estoy limpia? —pregunto, solo para ganar tiempo. Su sonrisa desaparece.
—Entonces ya sabes cómo terminan los traidores. Si hay algo que deba decirme, hágalo ahora. —dice el ministro, su voz como un eco oscuro. — Gente muy capacitada está investigándola justo ahora. ¿No me llevaré alguna sorpresa desagradable?
—Estoy jugando fuera de base. Pero es por el bien de todos. — confieso, nerviosa. — No quiero más muertes. Y quiero descubrir al traidor tanto como usted. Puede estar seguro.
—Así no funcionan las cosas, Green. Viste lo que le pasó a tu compañero. Quieren hacer lo mismo contigo. O quizás peor.
—Ni los rusos ni los afganos son un problema.
—Pero quien está moviendo los hilos sí. — me quedo en silencio. — Siento mucho lo de su apartamento, pero gracias a todo el informe que me dieron de usted puedo descartarla de la lista de sospechosos. Exceptuando la extraña eventualidad en el almacén. ¿Me contará sobre eso? — guardo silencio, por más que quiera, no puedo hablar. No debo hacerlo. — Sé sobre la existencia de las agencias secretas. — levanto la mirada, asustada. — Los estados también. Dicen que son un mal necesario, pero no estoy convencido. No mientras dependa de los directores que escogen.
—¿A qué se refiere?
—No los encuentras, ellos te encuentran a ti. Si estás dentro puedes guardar suficiente evidencia que nos ayude a saber quiénes son. — por cómo habla, no tiene la seguridad de que sus sospechas sean ciertas. Aunque lo son. — No hace falta que me lo confieses ahora. Sé que hay mucho riesgo de por medio. Solo piénsalo. — el auto se detiene de repente, y antes de que pueda procesar más, la puerta a mi lado se abre. El sujeto del arma está ahí, esperándome.
—Espero que retomemos esta conversación algún día. — salgo del auto, y el aire frío me golpea. El auto se pierde en la noche antes de que pueda tomar un número de placa. Mis manos tiemblan mientras me alejo. No por miedo, sino por la ira que burbujea dentro de mí. Eso ha sido muy raro. ¿Por qué el ministro actúa de tal manera?
El departamento sigue igual. ¿Qué esperaba? Cierro la puerta detrás de mí con cuidado, y el eco del cerrojo resonando en el silencio me recuerda que este espacio ya no es seguro. El desorden sigue ahí, pero no tengo tiempo ni cabeza para ordenarlo. Respiro hondo, intentando bloquear el caos que me rodea. Necesito concentrarme. No puedo quedarme aquí esta noche.
Me muevo rápido hacia el dormitorio, encendiendo solo la lámpara de mi mesa de noche. La luz es tenue, pero suficiente para ver lo que necesito. Cojo una mochila de lona del armario, la misma que uso para los casos largos, y empiezo a llenarla con lo esencial. Meto algo de ropa: un par de jeans, camisetas, ropa interior. Todo lo que puedo meter en cuestión de minutos. Mario diría que soy práctica hasta en el desastre, y probablemente tenga razón.
Busco en el escritorio los documentos que necesito: un par de carpetas con copias importantes y mi libreta. Mientras reviso, mis dedos encuentran una fotografía. Es de Mario y yo, tomada hace un par de años en una de esas cenas de fin de caso. Su sonrisa me recuerda por qué hago esto. La guardo en la mochila sin pensarlo dos veces.
Antes de salir del cuarto, abro la mesita de noche y saco un pequeño frasco de vidrio. Dentro están las pastillas para dormir que rara vez uso, pero esta noche podría necesitarlas. Cuando regreso a la sala, mi mirada se cruza con el desastre una última vez. Un escalofrío me recorre la espalda al recordar que alguien estuvo aquí, hurgando en mi vida. Pero no tengo tiempo para quedarme enojada o asustada. Mario me necesita, y ahora mismo, él es mi prioridad. Me cuelgo la mochila al hombro, reviso que la puerta esté cerrada, y salgo sin mirar atrás. El hospital no es exactamente un refugio, pero es mejor que esto. Además, si voy a estar en la mira de medio mundo, prefiero estar al lado de alguien en quien confío.
El amanecer se filtra a través de las persianas de la habitación del hospital, pintando la pared con líneas doradas y anaranjadas. Estoy sentada en una silla incómoda junto a la cama de Mario, quien duerme profundamente. El suave pitido del monitor cardíaco es el único sonido constante en la habitación, un recordatorio de que sigue aquí, conmigo.
Me estiro, sintiendo el crujir de mi espalda y el peso del cansancio en mis hombros. La noche fue larga, pero el nuevo día trae consigo responsabilidades que no puedo ignorar. Busco mi mochila, que dejé al pie de la cama, y la abro con cuidado para no despertarlo. Saco un par de jeans y una camiseta gris, sencilla y práctica. También hay una chaqueta de cuero que siempre llevo conmigo, perfecta para las horas que me esperan en la agencia.
El baño del hospital es pequeño, pero suficiente para cambiarme. El espejo me devuelve una imagen que no me gusta: ojos cansados, cabello desordenado, una expresión tensa que no desaparece. Me paso los dedos por el cabello, atándolo en una coleta rápida, y me lavo la cara con agua fría. No hay tiempo para más.
Cuando salgo del baño, Mario sigue dormido. Me acerco a su cama y le coloco la manta que se deslizó un poco durante la noche. No puedo evitar sonreír al verlo así, tranquilo, como si estuviera soñando con algo bueno por una vez.
—Volveré más tarde. —murmuro, aunque sé que no puede oírme.
Recojo mis cosas, asegurándome de que las carpetas con los documentos importantes estén en la mochila. Antes de salir, dejo un mensaje en la mesa junto a su cama:
"Llámame si necesitas algo". Green.
El pasillo del hospital está empezando a cobrar vida con médicos, enfermeras y familiares que llegan temprano. Me abro paso entre ellos hasta el estacionamiento, donde mi coche me espera. Me siento al volante y enciendo el motor. Mientras conduzco, la ciudad empieza a despertarse. Las calles se llenan poco a poco, pero mi mente está ya en lo que me espera: interrogatorios, reportes, y una sombra que no me abandona desde anoche.
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