El (des)afortunado encuentro.
Miguel se arrulló en su suave bata de baño y caminò con dirección a la cocina. Cogiò su celular y comenzó a revisar rápido los mensajes de Tinder, Grindr y algunos otros mensajes de extraños en su Facebook.
Mientras cogía unos panes y los echaba a tostar, se disponía a descartar con rapidez a quienes no fueran de su refinado gusto.
— Mh, no, este no. Este tampoco. Ese se ve super cholo. Mh, ese quizá... ajà. —Puso la taza bajo la cafetera y comenzó a chorrear de forma suave el café en el interior. Apenas finalizò el proceso, cogió un poco de leche y endulzante, y las vertió dentro—. Sì, quizá ese... revisarè.
Soltò una risita estridente y caminò a paso apresurado hacia la mesita del living, con su gata maullando y enredándose en sus pies.
—¡Ay, Eva! —se quejó Miguel por lo alto—. Webona, casi me haces caer de hocico al suelo.
—Meeeooow —respondió Eva, la gata.
Miguel sonriò enternecido y se agachò, abriendo una lata y echando atùn al plato de Eva, una gata romana muy peluda y regordeta.
Miguel se echò en la mesa, no quitando la vista de su celular. Comenzò a tomar su café con leche y a comer sus panes tostados con mantequilla y mermelada.
—A ver, a què otro webòn me puedo embaucar... —musitò, sonriendo de lado mientras deslizaba por la pantalla del celular—. Aquì hay uno... umh; Rigoberto, cuarenta y cinco años, divorciado, ingeniero...
Miguel sonriò triunfante.
—Alà. Este parece buen partido...
Eva, la gata, se relamió el hocico con restos de atùn, y maullò por lo bajo, como resoplando por la nueva hazaña de su amo.
Pasaron un par de minutos en que Miguel se quedó allí echado con el celular, generando conversación con su nueva conquista.
—Hola precioso; Miguel te llamas, no?
—Hola. Sì, soy Miguel.
—Estàs bien rico, Miguelito ; )
Miguel dibujò una mueca de desagrado al otro lado de la pantalla. Como una sonrisa torcida.
—Jaja, gracias.
Contestò con desgano.
—De nada cariño. ¿Y bueno, què hace un niño tan bonito como tù en un lugar como Tinder?
—No soy un niño. Tengo 23 años y soy un adulto. Un hombre.
Refunfuñó por lo bajo. ¿Un niño? Èl era un hombre hecho y derecho. Era cierto que tenía la apariencia de un niño lindo, pero joder, era un hombre adulto ya.
—Oh claro, sì, puedo verlo. En tus fotos te ves bien madurito jeje.
—Sì.
—Bueno, SEÑOR... ¿entonces en què anda?
Miguel rodò los ojos con molestia, agarrò su celular con màs fuerza, y escribió:
—Mira, Rigoberto. Soy un Sugar Baby. Soy Miguel, tengo 23 años, soltero y ando en busca de un sugar daddy. Hicimos match. ¿Estàs interesado o no en pactar conmigo?
Rigoberto tardò en contestar, al parecer impactado por la sinceridad de Miguel.
—Vaya, no lo esperè. Sì, claro, me interesa.
—Entonces dejémonos de tonterìas y hablemos de los precios y condiciones.
Mantuvieron una conversación por alrededor de veinte minutos. Despuès de ello Miguel echó un resoplido y se lanzó en el sofà. Su gata le siguió y se sentó a su lado, observándolo.
—Meeeow —le maullò, como intentando indagar en el resultado de la conversación.
Era una gata un poco chismosa.
Miguel ladeò su cabeza y le mirò algo cansado, diciendo:
—Tendremos una cita hoy a las siete de la tarde —sonriò de forma leve—. Acordamos que por la cita me pagarà bastante dinero, y dependiendo de como vaya hoy, fijaremos otra tarifa para que me pague por las otras citas. —Agarrò la almohada del sofà y se la echò en el rostro, reteniendo una risilla contenta—. Al parecer es un viejo con harta plata. Justo lo que me urgía.
Eva, la gata, le mirò con los ojos entre cerrados. Miguel se percatò.
—Ay, ya me estàs mirando de nuevo como juzgándome...
La gata maullò en respuesta.
—Bueno, Eva, pues adivina què. Debo hacerlo porque tù tragas como condenada, y no tengo plata para comprarte comida, ¿vale? —Se alzò y se cruzò de brazos, molesto—. Aparte es un viejo todo feo. De verdad es feo, bastante feo. Se parece al chupacabras. No querrà sexo. La gente fea se conforma con poco no màs. Podrè sacarle harta plata a cambio solo de hacerle compañía y, quizá, de vez en cuando darle un beso en la cara, y ya. Yo, en cambio, soy super guapo, encantador y me visto bien. Y joven, los hombres viejos como èl buscan chiquillos jóvenes como yo para sentirse deseados. No es mucho lo que tengo que hacer con èl. Unos pocos cariñitos y ya.
La gata le ignorò y caminò con dirección a la terraza.
Miguel rodò los ojos y caminò hacia su habitación.
(...)
El resto del dìa Miguel la pasó en su apartamento ubicado en el distrito de Miraflores, en la ciudad de Lima.
Sì, vivía en un sector muy acomodado de la gran capital peruana. Y es que Miguel, a sus cortos 23 años de edad, tenía una vida acostumbrada a los lujos y a las comodidades. Vivìa solo, sin compañía humana al menos pues, su única compañía era la de su gata Eva.
Miguel no trabajaba, y mucho menos estudiaba. Carecía de familia y amigos, y tan solo compartìa sangre con su padre y unos pocos tìos y primos muy lejanos, con los que casi ni compartìa, o al menos no màs allá de unos pocos 'me gusta', o reacciones de Facebook.
Su madre murió cuando èl tenía dos años.
Y bueno, la historia con su padre era algo... especial.
Su padre vivía en Sao Paulo, en donde compartìa su vida con su nueva esposa, y su hijo menor de recién un año de vida.
Su padre, un renombrado e importante hombre de negocios, era dueño de cadenas hoteleras en Brasil y Perù, siendo las màs importantes de ellas en la ciudad de Lima y Màncora.
Casi no hablaba con èl, y las veces en que sucedìa, Miguel salìa siempre regañado por su padre, ¿la razón? Porque el padre de Miguel insistìa en que su hijo era un inútil y bueno para nada. O un nini, como se les decía, pues ''ni trabaja, ni estudia''.
Y claro, Miguel era un nini.
Hasta hace poco, sin embargo, Miguel aùn estudiaba. Su carrera era Ingenieria en administración de empresas, pero apenas estuvo ahì un año, la dejó, pues no le gustaba.
La única razón por la que Miguel soportò ese martirio durante un año, fue única y exclusivamente porque su padre asi lo dispuso.
''Estudia administración de empresas y, el dìa en que seas un ingeniero, podràs tomar mi cadena de hoteles y hacerlas también tuyas'', dijo su padre.
Huevadas; pensò Miguel. Era aburrida esa carrera, y aparte no quería trabajar esa cadena de hoteles que, si bien era cierto dejaba bastante, repito; bastaaaante dinero, a Miguel le daba hueva trabajar en eso.
Era màs fácil ser un sugar baby.
Miguel era un chico joven y bello. Tenìa cabello castaño, ojos azules, y piel trigueña. Tenìa el cuerpo algo delgado, pero atlètico, y tenía un gordo trasero. Sì, era bastante guapo, la verdad. Tenìa el poder de encantar a mujeres y hombres por igual, aunque màs a estos últimos que a las féminas.
¿Por què no podía sacar provecho a eso? La vida le regalò el encanto físico, y obvio, èl sacaba partido a ello.
Pero el tener encanto físico no era solo una característica de Miguel pues, había que admitir, que caprichoso era, y bastante.
Aunque bueno, no solo era caprichoso... en ocasiones, Miguel era también egocèntrico, arrogante, vanidoso, dramático, superficial, prejuicioso e irreverente.
Pero eran detalles, ¿què importaba? El encanto físico, y su tendencia por vestir prendas caras, era lo realmente importante.
Lo demás eran solo detalles.
(...)
—¡Chucha! —exclamò Miguel, alzándose de un salto desde el sofà; su gata, que dormía a su lado, dio un brinco del susto y lanzó un maullido aterrorizada—. ¡Me quedè dormido, Eva! Mira que hora es.
Se encaminò rápido al baño y comenzó a alistarse, nervioso al ver que había perdido tiempo en un sueño profundo.
Un estùpido sueño, en donde soñaba que su padre volvía de Brasil y le decía que estaba orgulloso de èl, y que le amaba.
Al recordar el sueño, Miguel se detuvo en seco, y se dibujò una triste expresión en su rostro.
Se quedó inmóvil por un rato. Sintiò que los ojos se le aguaron por un instante.
—Jaja... —rio en un tono melancòlico, sintiéndose estùpido—. Huevadas, eso son. Sueño huevadas.
Se dispuso a alistarse de forma ràpida, y salió a su habitaciòn. Eligiò sus mejores prendas —las màs elegantes que encontrò—; una camisa violeta, un jeans negro, zapatos negros, y una casaca gris bastante cara que había comprado hasta hace poco.
Se veìa realmente muy guapo.
Se amarró una bufanda, se puso anteojos, cogió su bolso y se perfumó.
Saliò rápidamente del apartamento, pero no sin antes darles unas fugaces caricias a su Eva.
—Espérame, cariño. Volverè —le dijo—. Será algo rápido. Como es un viejo bastante feo, seguro se conforma solo con que le toque la mano. Le bastarà con mi sola presencia para que se sienta satisfecho. Papi volverà con dinero, te comprarè tu whiskas y dormiremos juntos, ¿vale?
La gata maullò en respuesta.
—Nos vemos, bebè.
Y salió.
No tardò mucho en llegar hasta su destino. Lo hizo, obviamente, en transporte público. Miguel no tenía vehículo, a pesar de ser tan vanidoso. Su padre, como forma de castigo, le había quitado su vehículo. Aquello era una larga historia.
Al llegar al paradero, tuvo que caminar alrededor de cinco cuadras para adentrarse al punto de encuentro con Rigoberto, su cita de aquel dìa.
Sacò su celular del bolso, y abrió la aplicación de Google maps para verificar el camino. El destino era en un restaurant bastante acomodado, llamado: ''Le prelibatezze della casa''.
—Uy, que original, otro restaurant de comida italiana —musitò por lo bajo. Muchas citas anteriores le ofrecían comida italiana en la primera salida; no le era sorpresa—. Bueno, al menos es cara la comida italiana. El viejo gastarà plata en mì —sonriò.
En el trayecto hacia su destino, chocaba con bastante gente. Quedaba relativamente cerca de su distrito, por lo que aùn estaba en un buen sector de Lima; la gente que le rodeaba era presumiblemente gente de buen nivel, asì que podía estar tranquilo.
De pronto, Miguel puede ver de reojo a una persona a lo lejos que, muy extrañamente, logró tomar su atención.
Fue como algo medio magnètico.
—Un cholo...
Dijo Miguel medio paniqueado, observando en la distancia a un chico que, a pesar de su apariencia algo destartalada, Miguel reconocía su agraciado aspecto físico.
Pero es que, si bien era cierto que Miguel discriminaba a la gente por su ropa, también era capaz de reconocer que había gente pobre que era bastante linda, pero solo eso. Era, para Miguel, una pena que gente tan linda fuera pobre; si fuesen pudientes, podrían resaltar sus atractivos físicos con mejores prendas.
Pero bueno, la vida del señor todopoderoso no era justa para todos.
—Eh, disculpa...
Oyò Miguel de pronto, observando como aquel muchacho al parecer le hablaba a èl, acercándosele de frente; Miguel observó desconcertado a su alrededor, pensando que le hablaba a otra persona.
Hasta que, por la cercanìa del muchacho, pudo percatarse que se dirigía directo a èl.
—Hola, disculpa, me gustaría que...
Miguel entró en pánico.
—¡Alèjate, cholo! —exclamò Miguel, alejando al muchacho de un manotazo al aire, y tomando su bolso con ahínco, preocupado; el muchacho retrocedió un paso, asustado—. ¡No te me acerques, pirañita!
El muchacho le observó desconcertado.
—¡¿Me quieres robar?! —exclamò, provocando un escàndalo en medio de la vereda. La gente de alrededor observaba de reojo, y seguían su camino—. ¡¿Quieres una limosna?! Bien, te las darè, pero no me hagas nada, ¡¿oíste?!
El muchacho se quedó paralizado por un instante, sin entender la rareza de Miguel. Pestañeò extrañado, y luego se acercò de nuevo.
—No, disculpa... mira, solo quería saber sì...
—¡Què te alejes, cholo!
Y Miguel lanzó otro manotazo, que fue esquivado por el muchacho màs alto. Y lanzó otro, y esta vez le dio en la cara.
El muchacho volvió a pestañear, aturdido.
Y Miguel entonces, en medio de su puesta escénica, lanzó otro manotazo.
Y esta vez el muchacho le agarrò del antebrazo, y le acercò al rostro.
Miguel lanzó un alarido al aire, asustado. Y se quedó de piedra.
Jamàs nadie se había defendido ante un ataque de èl. Por lo general siempre solìa salirse con la suya.
—O-oye, escucha... —comenzó a decir el muchacho, aùn aturdido por el golpe; se llevò su mano libre a la cabeza, y comenzó a frotàrsela—. No... no quiero robarte, aich... —se quejò, cerrando los ojos—. Pegai bien fuerte.
Miguel solo se quedó aturdido observándolo, sin hacer màs drama.
Pero màs que miedo, esta vez fue por otra razón.
Ahora podía ver màs de cerca la belleza de aquel otro muchacho...
Era màs alto que èl. Tenìa la piel blanca, el cabello negro y lacio, los ojos verdes, cejas gruesas, nariz prominente y labios gruesos.
Por ahì, alcanzaba a vérsele un par de tatuajes alrededor de su poleròn negro. Tambièn, pudo percatarse de algunas perforaciones en sus orejas.
Y olìa un poco a marihuana, pero Miguel no le dio mucha importancia a ello.
Era lindo... sì, costaba aceptarlo; era lindo. Y era muy varonil.
Era un cholo guapo... ¿Era de por la zona? Miguel no había visto esa calidad de hombres por ahí. Habia visto en su vida a hombres bastantes guapos, pero nunca uno como èl, que le llamara la atención de inmediato.
Aparte, el chico le hablaba —al parecer, sin querer—, demasiado cerca del rostro; podía sentirle el aliento cerca, y expendìa —a pesar del leve olor a marihuana—, un perfume muy exquisito.
Al menos era un cholo aseado.
—Bueno, como te decía... aich —se volvió a quejar—. Solo quería preguntarte si tù sabì' en donde queda el hospit...
Miguel salió entonces de su trance. De pronto volvió a subirle una energía violenta.
—¡Suèltame! —le exclamò, soltándose de golpe del agarre del otro; lanzó otro manotazo, y el muchacho volvió a esquivar—. ¡¿Cómo osas a tomarme asì?! Piraña huevòn. No me contamines con tus sucias manos.
Le dedicó una mirada iracunda y, con total desprecio, sacò varias monedas de su cartera, y se las lanzó al pecho del muchacho.
—Toma tu puta limosna, y deja de molestarme. ¡Dèjame tranquilo!
Miguel le dedicó una mirada sumamente arrogante, y resopló con ira. Siguiò su camino, y dejó al otro muchacho allí plantado, totalmente desconcertado y extrañado por la grosera actitud de Miguel.
Este último se alejò a grandes zancadas, y no volvió a mirar atrás.
Al paso de unos pocos minutos, entonces llegó a su lugar de destino.
Allì le esperaba Rigoberto, bastante perfumado y vestido de pies a cabeza con ropa de marca. Llevaba el cabello hacia atrás con bastante gel, y tenía una rosa encima de la mesa, para entregarla a Miguel.
Este último llegó a la mesa, y se sentó de inmediato, con la cara larga de disgusto y el ceño fruncido por el reciente episodio.
—Oh, hola cariñ...
—¿Eres Rigoberto? —disparò Miguel hastiado, sin ganas de ser cortés.
El hombre se quedó callado, impactado por la poca cortesía del menor.
—S-sì...
—Bueno —dijo Miguel, malhumorado—. Hola.
Rigoberto sonriò incòmodo. Hubo un silencio.
—Hola, Miguel. Yo... debo decir que eres mucho màs lindo en persona, aùn —sonriò, intentando calmar el ambiente.
Miguel, en cambio, no lo hizo.
—Y tù eres mucho màs feo en persona que, en fotos, si es que eso es posible.
Pensò Miguel, pero no lo dijo; asì que solo sonriò incòmodo.
—Te traje una rosa, para celebrar nuestra primera cita —dijo, extendiéndole la rosa y, de un movimiento torpe, besando el dorso de la mano a Miguel.
Este último sintió que le dio un tic en el ojo. Retirò su mano con disimulo y, por debajo de la mesa, se limpiò asqueado el dorso de la mano con la tela de su pantalón.
—Bueno... ¿pedimos algo para comenzar ya a comer? —preguntò el hombre, y Miguel asintió en silencio, cabizbajo—. Bueno... ¡joven! —gritò, y un mozo se acercò a la mesa.
—Buenas tardes, dìgame, señor. ¿En què puedo servirle?
—Traiga el mejor vino de la casa. Y tome nuestra orden, por favor.
Se quedaron allí comiendo alrededor de dos horas. Miguel no tenía demasiada disposición a comer pues, el reciente episodio con el muchacho ''cholo'', le había amargado bastante.
Rigoberto, en cambio, se veìa bastante feliz. Mientras que Miguel poco y nada hablaba, Rigoberto le contaba anécdotas de sus andanzas por Europa y Asia. ¿Lo peor? Miguel estaba hastiado, solo quería volver a casa. Sin embargo, aquello era gaje del oficio; escuchar hablar a un viejo feo, a cambio de dinero.
Rigoberto no paraba de hablar, y tal parecía, que el efecto de la tercera botella de vino, intensificaba el parloteo de su boca. Mientras que Miguel ya no podía disimular màs su desinterés en aquella cita, Rigoberto no podía dar tregua a su lengua.
Y pasó una hora màs, hasta que entonces el hombre pagò la cuenta, y ambos se fueron del lugar.
Luego de unos minutos, entonces Miguel, sin poder esconder màs sus ansias y ganas de irse, disparò:
—Bueno, la cita ya terminò. ¿Puedo irme a casa? Necesito el dinero, y que fijemos las tarifas para las próximas citas.
Rigoberto, estando borracho, dijo con una mueca un poco coqueta.
—¿Di-dinero? —sonriò, y Miguel sintió que la rabia comenzaba a zumbarle los oìdos—. No, no, no, pequeño saltamontes.
Miguel le dedicó una mirada iracunda.
—Pri-primero vamos a dar una vuelta en mi ca-carro, ¿vale? No te he mostrado mi carro... es bastante caro... y lindo —sonriò—. Es casi tan lindo como tù.
Miguel sintió que quería golpearlo.
—No, quiero irme a casa. Por favor dame mi dinero, y hablemos de las tarif...
—Te pagarè —dijo el hombre, tomando a Miguel por la muñeca, y apretándole; Miguel quedó helado por aquella acciòn—. Solo si das un pequeño paseo conmigo. Si no lo haces, no te pagarè.
Miguel se quedó de piedra; el hombre le sonriò.
Y al paso de varios segundos, entonces el hombre dijo:
—¿Y bueno?
Miguel se mordió los labios, ansioso. Realmente no quería ir a dar un paseo con aquel viejo, pero era necesario tener el dinero que le había sido prometido. No volverìa a casa con las manos vacìas, no al menos después de tener que soportar a ese imbécil por màs de tres horas.
Tomò aire profundo, y entonces dijo:
—Solo un pequeño paseo, y me irè a casa.
Y el hombre sonriò.
(...)
Mientras que Rigoberto cantaba a todo pulmón hacia afuera, Miguel iba de brazos cruzados observando por la ventana, y con el ceño muy fruncido.
Solo quería que ello acabara rápido e irse a casa. E iba con la idea tan sumida en la cabeza, que no fue siquiera capaz de percatarse cuando de pronto bajaron a la zona costera, y se hallaban en un lugar un tanto extraño y alejado.
Y cuando pudo percatarse de ello, entonces Miguel se sobresaltò, y observó a Rigoberto, que ahora estacionaba el vehículo.
Miguel solo alcanzó a ver hacia el frente, en donde podía verse el mar. A su alrededor, parecía ser un sitio algo abandonado y oscuro.
Miguel comenzó a sentir dolor en el estòmago.
—Este... Rigoberto, creo que ya estuvo, ¿no? —dijo, con la voz contraída—. Ya dimos el paseo que querìas, ahora quiero irme a mi casa, por favor —suplicò.
Rigoberto sonriò triunfante. Apagò el vehículo, y observó a Miguel, que se notaba nervioso.
—Tranquilo, cariño —le dijo—. Te darè tu dinero, y nos iremos.
Miguel sonriò aliviado.
—Gracias —le dijo.
Rigoberto hundió la mano en su maleta, y sacò un fajo de billetes. Los extendió hacia Miguel; este comenzó a contar el dinero, con las manos temblorosas.
—Mil trescientos soles, mil cuatrocientos, mil quinientos, mil seiscientos...
Miguel se detuvo, dudoso, y contó de nuevo el dinero.
Rigoberto volvió a sonreír.
—Disculpa, Rigoberto... —dijo Miguel, extrañado—. Mira, a pesar de que soy un sugar baby, soy una persona muy honrada, y...
—¿Y? —inquirió Rigoberto, divertido.
—Me has pagado de màs —dijo Miguel—. El precio de la cita, era de ochocientos soles. Me has pagado el doble, y creo que debo devolverte lo que está de màs —Miguel descontò lo que sobraba, y se las extendió a Rigoberto.
Este extendió su mano y, con un ademàn, rechazò de inmediato la acción de Miguel.
Miguel le mirò extrañado.
—Oh, mi dulce Miguel, quédate con el resto.
Miguel sonriò extasiado, y se quedó en silencio por un momento.
—¿E-en serio? Yo... no sè que decir.
Sonriò enternecido, y se sonrojò un poco.
—Tranquilo, no tienes que agradecérmelo —dijo Rigoberto, y con un movimiento suave, colocó el seguro a las puertas.
Miguel no se percatò.
—Gra-gracias... —decía Miguel, aùn incrédulo de la bondad de Rigoberto—. De verdad, gracias. Y... y lo siento por no comportarme tan feliz hoy, es solo que... bueno, tuve un dìa extraño, y...
—Miguel...
Dijo Rigoberto, y cuando Miguel alzò la mirada, entonces vio que el hombre estaba a pocos centímetros de èl.
Lo tenía pegado, muy cerca a èl, prácticamente acechando.
Miguel quedó de piedra.
—E-eh... Rigoberto, y-yo... debo, irme a ca-casa...
Y cuando Miguel se volteò para abrir la puerta del vehículo, pudo percatarse de que tenía seguro para niños.
El corazón se le detuvo.
—Muchachito... ¿pensaste que el dinero que te di de sobra era un obsequio de tu sugar daddy? —musitò el hombre, lanzando un cálido aliento en la oreja de Miguel, que estaba volteado hacia la puerta, aùn congelado por el pavor—. Claro que no, lindura. Te he pagado el precio justo, para lo que ahora haràs conmigo.
—¿Què? —dijo en un aliento casi imperceptible; comenzaron a temblarle las manos—. N-no... no; te equivocas. Yo... no acordamos esto, Ri-rigoberto.
Dijo Miguel, teniendo la voz en un hilo. Se volteò rápidamente, chocando de frente con el rostro de Rigoberto. Hundiò la mano en su bolso, y le entregò el dinero de sobra, lanzándoselo en el pecho.
—To-toma... eso acordamos, ¿vale? No hay nada màs. Mu-muchas gracias, me tengo que...
—Ten sexo conmigo —dijo el hombre, hastiado de la situación.
Miguel sintió que iba a desfallecer.
—N-no... no puedo, yo... eso no lo acordam...
—No me interesa —dijo el hombre, iracundo a esas alturas—. Toma el dinero de sobra, y tengamos sexo.
Miguel sintió que los ojos le ardìan; làgrimas pronto comenzarìan a brotarle.
—N-no... no puedo, yo...
—Ten sexo conmigo, dije —el hombre tomò el dinero, y lo metió a la fuerza dentro de la ropa de Miguel—. Ahì tienes dinero por sexo. Te paguè; ahora hagámoslo.
—¡No! —exclamò Miguel, al borde del llanto—. ¡No quiero! ¡Por favor! Dèjame ir a casa, te lo suplic...
Y cuando Miguel intentaba escapar, entonces el hombre le tomò furioso por la cintura, y le forzó a un beso.
En un inicio, Miguel quedó de piedra. Pudo sentir la lengua del hombre mayor deslizándose con ímpetu en el interior de su boca. Las manos frìas y agresivas del mayor, tocaban de forma grotesca su cintura y sus piernas, ultrajándole en cada centímetro.
Y Miguel pudo entonces despegar su boca del impetuoso beso.
—¡Dè-dèjame, por favor! —comenzó a llorar—. ¡No! ¡No! ¡No!
Pero el hombre, fuera de sì e impetuoso por su deseo carnal, comenzó a atacar directo al cuello de Miguel, propinando mordidas fuertes y utilizando una fuerza descomunal para aprisionar el cuerpo màs pequeño y debil del menor.
—¡Dèjame! ¡Por favor! ¡Ya no quiero tu dinero! ¡Quèdatelo todo, pero por favor, déjame regresar a salvo a mi casa! ¡Dèjame ir! ¡Ya no quiero tu dinero!
Pero nada le hizo entrar en razón.
—¡Càllate, prostituta! —exclamò Rigoberto, furioso por los llantos de Miguel, que eran sumamente escandalosos—. ¡Te paguè por sexo, y es lo que me daràs! Asì funciona esto, ¿no? Yo te pago, y tù haces lo que yo quiero. Eres una puta, una perra, un objeto...
—¡N-no! ¡No lo soy! ¡N-no, por favor!
—Las putas como tù hacen todo por dinero. Conozco muy bien a las perras de tu calaña... el dinero les obsesiona. Haz lo que digo, y càllate.
Y con enojo, hundió su mano bajo el pantalón de Miguel, tocando con brusquedad la zona de los genitales y luego, del trasero.
Miguel comenzó a gritar.
—¡Auxilio! ¡A-ayuda! ¡Por favor, no quiero esto! ¡Alguien, por favor!
Pero nadie le oìa. ¿Còmo alguien podía oìrlo? Estaba en un sitio alejado, a oscuras, de noche... Rigoberto había planeado todo desde un principio. Nadie le podría salvar en un sitio como ese.
Miguel sería violado, y nada podría ahora salvarlo.
—¡Ayuda, por favor! —y comenzó a perder el aire, cuando Rigoberto sacò su miembro erecto, y comenzaba a bajarle el pantalón para disponerse a penetrar—. ¡No, no, no, no, noooo! ¡Bastaaa!
—¡Càllate, maldita perr...!
Y de pronto, cuando Rigoberto alzò su mano para golpear a Miguel en el rostro, unos pequeños golpecitos se hicieron presente en el vidrio del lado del conductor.
Rigoberto, con la mano aùn alzada en el aire, ladeò su cabeza hacia su costado. Miguel, en cambio, shockeado, con la respiración agitada y con los ojos llenos de làgrimas, observaba con expresión horrorizada hacia el techo del vehìculo.
Y entonces se oyò una voz:
—Hola, buenas noches. Perdòn por la interrupción.
Hubo un silencio absoluto por un par de segundos, y de nuevo, se oyeron unos golpecitos de nudillos en el vidrio.
—Disculpe, señor. Sì, usted, el que está sobre ese pequeño muchacho... ¿tiene un cigarrillo que me dé? Tengo unas ganas de fumar...
Miguel entonces, salió del shock. Y como recién asimilando lo ocurrido, comenzó a sollozar, quebrando el ambiente.
Rigoberto, por su parte, se llevò ambas manos al rostro, enojado por la interrupción, y dijo con desprecio al muchacho visitante:
—¿Si te doy un cigarro, te iràs y dejaràs de molestar?
—Me perderè de vista absolutamente, y los dejarè continuar, señor.
Rigoberto guardò su miembro erecto en el pantalón, subió el cierre, y entre reclamos por lo bajo, tomò su cajetilla de cigarros, y descendió del vehículo.
Miguel se quedó en el interior, llorando en silencio.
—Cholo de mierda... —reclamò Rigoberto, tomando un cigarrillo y extendiéndolo al muchacho—. Toma y vete. Molestas.
Y cuando Rigoberto se dispuso a volver al vehículo, entonces el muchacho volvió a decir:
—Disculpe, es que no tengo fuego para encenderlo. ¿Podrìa prestarme?
Rigoberto echò algunas maldiciones al aire, se devolvió y sacò su encendedor del bolsillo, extendiéndolo al muchacho.
En aquel trayecto, Miguel, tembloroso y aùn con làgrimas en los ojos, girò suavemente su cabeza hacia el costado, y vio a ambos hombres allí fuera del vehículo parados.
Y fue capaz de reconocer al muchacho que llegó.
Era aquel mismo de la tarde. El muchacho de piel blanca, de cabello negro, ojos verdes y de algunos tatuajes y perforaciones.
Sì, era el mismo.
—Uf, tenía unas ganas de fumar... —susurrò divertido, y guardò el encendedor de Rigoberto en su bolsillo, hurtándoselo.
Rigoberto se sobresaltó, enojado.
—¡Hey, eso es mio! Devuélvemelo y vete, maldito imbécil. Pirañita.
El muchacho no hizo caso a la provocación, y comenzó a fumar con suma tranquilidad, echando el humo del cigarrillo en plena cara de Rigoberto, a propósito.
—Sssshhh, paz —dijo, con evidente sarcasmo—. Dèjame fumar tranquilo, ¿quieres?
Rigoberto sintió que la rabia comenzaba a cegarle los sentidos.
—Quèdate con esa mierda, te la regalo. Pero vete, ahora —ordenó el hombre, y se volteò para regresar al interior del vehículo, para volver a lo suyo con Miguel.
Y sintió que un brazo le rodeò por el cuello, y lo jalò hacia atrás con fuerza.
—Espera amigo, ¿por què no te quedas aquí conmigo? —dijo el muchacho, sujetando a Rigoberto por el cuello con fuerza, y fumando con su otra mano libre, con aura tranquila—. Mira, mira... que bella esta la noche. El mar, el viento, las aves... acompáñame. Qué lindas son las noches en Lima. Son màs bellas que en mi natal Santiago...
Rigoberto sintió que el aire comenzó a faltarle por el fuerte agarre del muchacho. Y, oyendo mejor su acento y, dándose cuenta de que el muchacho era de su natal ''Santiago'', comprendiò que era chileno.
Y se zafò con fuerza del agarre del muchacho.
—¡Dèjame en paz, maldito roto! —exclamò, volteándose con dificultad—. ¡Eres un insolente, piraña de mierda!
El chileno soltò una risilla inocente. Y entonces, Rigoberto le lanzó un golpe, el que fue esquivado por el otro.
—Ups, ay, no peleemos —dijo, volviendo a tomar a Rigoberto, el que se retorcía como cucaracha para salir del agarre del muchacho—. Mira, termino de fumarme el cigarro y ya los dejo; relàjate.
Rigoberto forcejeò inútilmente por bastante rato y, al paso de varios segundos, dejó de hacerlo y se rindió; esperaría a que el muchacho se terminara de fumar el cigarro y se fuera, y volverìa entonces con Miguel al vehículo, para terminar lo que quedó pendiente.
Se quedó parado allí, con la cara larga y con la mano del chileno rodeada en su cuello.
Miguel, aùn asustado, observaba desde el interior del vehículo, extrañado por lo que pasaba entre ambos.
—Mira esas gaviotas —dijo el muchacho, observando unas gaviotas que volaban por las cercanìas y dando otra calada al cigarro—. Son libres. Pueden volar y autodeterminar sus acciones. No se rinden ante nadie, y son dueñas de sus propias vidas.
Hubo un silencio largo. Solo se oyò la respiración entrecortada de Rigoberto. Y entonces, a duras penas, dijo:
—Y-y... y eso a mi què, maldito imbécil. Ya... ya suéltame, y vete.
El muchacho hizo caso omiso a la protesta, y volvió a fumar.
Pasò otro largo rato, y entonces el muchacho, soltò a Rigoberto.
Este último lanzó una fuerte bocanada de aire, y se tambaleó a un costado, afectado por la falta de oxígeno.
Comenzò a toser, y después de unos segundos, se alzò y observó al muchacho con aura asesina, decidido a atacarlo.
Y antes de que concretara su ataque, el muchacho dijo:
—Ya me cansè de fumar. Voy a apagarlo.
Y agarrò el cigarro aùn encendido, y lo apagò en el ojo de Rigoberto.
El ardor de la brasa encendida entonces quemò en el ojo de Rigoberto, y este último lanzó un grito ensordecedor de dolor.
Se alzò hacia atrás, y se tomò el rostro, con el ojo sangrando.
Miguel quedó horrorizado. No podía moverse del vehículo. ¿Estaba viendo bien acaso?
—Violador conchetumadre. Los cerdos como tù me repugnan. Lo menos que mereces es que te arranquen un ojo, asqueroso de mierda.
Dijo el muchacho, cambiando completamente su semblante, pasando de uno relajado y tranquilo, a uno que expendía mucho desprecio e ira.
Y cuando Rigoberto, entre alaridos de dolor, se reincorporó para golpear al muchacho, entonces este gritò:
—¡Sal del vehículo, y corre a tu casa! —le gritò a Miguel, pero este, shockeado por lo que pasaba, observó perdido y no reaccionò, quedándose asustado en el interior.
Y entonces, enojado, el muchacho volvió a gritar con tono desafiante a Miguel:
—¡Levàntate, y ándate! ¡Corre! ¡A tu casa!
Miguel lanzó un alarido del susto, y entonces salió del trance.
—¡CORRE!
Y empujado por el tono enojado del muchacho, entonces Miguel salió rápido del vehículo, y comenzó a caminar despacio, observando con mucho miedo, como Rigoberto se quejaba por su ojo quemado.
El muchacho observó a Miguel con el ceño fruncido.
Y Rigoberto entonces, aùn agachado, se volteò e intentò lanzarse hacia Miguel, que ahora estaba detrás suyo, y le gritò:
—¡No te iràs a ninguna parte, maldita put...!
Miguel lanzó un grito de miedo, y se encogió en el lugar.
Y el muchacho volvió a tomar a el cuello de Rigoberto, con su antebrazo y por detràs. Y lo aprisionò. Ambos comenzaron a forcejear.
Miguel estaba aterrorizado.
—¡CORRE AHORA! ¡VETE! —le gritò el muchacho, enojado y forcejeando a duras penas con el hombre, que ahora estaba fuera de sì.
Y Miguel entonces, comenzó a retroceder, alejándose del lugar.
Y Rigoberto se soltò, y ambos comenzaron a intercambiar golpes. Al inicio, Rigoberto dio golpes torpes, los que fueron esquivados por el muchacho.
El muchacho, en cambio, le propinò varios golpes certeros en el rostro.
—¡Puto cerdo violador! —exclamò enojado, y propinando un golpe en la nariz del hombre; este comenzó a sangrar—. ¡Oì de lejos los gritos de ese pobre niño! ¡Hijo de puta! ¡Maldito!
Rigoberto lanzó un grito de furia.
—¡Maldito roto de mierda! ¡Piraña asquerosa! ¡Voy a matart...!
Y cuando Rigoberto quiso lanzarle otro golpe, el muchacho se adelantò y le golpeò la quijada con un puño.
—¡Un verdadero hombre no se aprovecha de quién no puede defenderse! ¡Viejo culiao asqueroso!
Y Miguel, que ya se hallaba varios metros alejado de ambos, no podía irse del lugar, asustado por lo que podría pasar al muchacho que lo defendía.
Sollozaba en su sitio, atolondrado aùn por el shock de la situación.
Y desde su sitio, Miguel pudo ver como Rigoberto, aùn tendido en el suelo por otro golpe, se arrastrò hacia el vehículo, hundió su mano bajo el asiento, y sacò un objeto.
Entonces Miguel gritò.
—¡Nooooooo!
Era una pistola.
Y cuando pudo verse la silueta de Rigoberto apuntando directo al muchacho, Miguel sintió que la lucidez se le iba, y comenzaba a desfallecer.
Y con sus últimas fuerzas, intento correr hacia ambos, para detener la tragedia que ocurriría.
Y la última imagen que alcanzó a ver, fue cuando el muchacho se lanzaba sobre Rigoberto, y ambos forcejeaban de nuevo.
Y antes de caer al suelo, producto de su desmayo, entonces Miguel oyò un disparo.
Y fin. Supo que Rigoberto había disparado a aquel muchacho, y lo había matado.
Y Miguel sintió que cayó al suelo, golpeándose fuertemente la cabeza.
Y ya no vio nada màs de la noche.
(...)
Moviò los dedos de su mano derecha, y desde ese punto comenzó a recobrar la consciencia.
A lo lejos, podía oírse el leve ruidito de líquido cayendo sobre una superficie. Era similar al ruido de su cafetera... ¿acaso estaba en su casa?
Los pàrpados le temblaron de forma leve, y de a poco, entonces comenzó a abrirlos.
Con la vista nublosa, de inmediato pudo ver un color blanquecino ante èl. ¿Estaba en el cielo? ¿Eran nubes?
No, no eran nubes. Ese era el techo de una habitación.
Sintiò el suave tacto de sàbanas tibias, y la tierna y acolchada sensación de una cama muy reconfortante.
A lo lejos, sintió el dulzor de un suave aroma lácteo.
Miguel entonces entendió, que estaba acostado en una habitación, de una casa que no era la suya.
Y no, no era un hospital; lo descartò a los pocos segundos de habérsele ocurrido.
Un hospital no era tan reconfortante. Èl conocía bastante bien el aura fría de un hospital, con sus gélidas paredes blancas.
Pero no; ese lugar era distinto. Allì se sentía bien, en paz y protegido.
¿En dónde estaba?
—Veo que ya has despertado.
Oyò Miguel una suave voz de pronto irrumpir en la habitación. Se exaltó, y quiso incorporarse de inmediato, pero una fuerte punzada le cruzò por la nuca, y pegò un quejido.
—¡A-aaah! —exclamò, retorciéndose por el dolor provocado.
El muchacho, que ahora ingresaba en la habitación, apresurò el paso y dejo una taza con caliente líquido humeante en el velador del costado, y asistió a Miguel de inmediato.
—¡He-hey! —le dijo, tomándole suave por los hombros y volviendo a recostarlo—. No te esfuerces asì. Te golpeaste la cabeza al desmayarte, y te hiciste una herida —le explicó, poniendo un par de almohadas sobre la espalda de Miguel, para poder erguirlo mejor—. Me di la libertad de ponerte unos vendajes. Te sentiràs mejor.
Miguel, aùn aturdido y sacado de onda por la situación, solo observó al muchacho que se hallaba en su costado.
Lo observó por varios segundos, con una expresión somnolienta y algo débil.
—T-tù... tù eres...
Sì, era el mismo muchacho de aquella tarde cuando le dio las limosnas, y el mismo que le había defendido de su violador.
Miguel sonriò con debilidad.
—Estàs con vida... —dijo, sintiéndose aliviado por no cargar con la muerte de una persona—. Me alegro de que estès con vida.
El muchacho se rascò la nuca, y sonriò apenado.
—Sì, supongo que sì; es bueno estar vivo —dijo, tomando la taza humeante de café con leche, e intentando acercarla a Miguel—. Toma esto. Es café con leche. Te ayudarà a reponer un poco de energìas.
Miguel observó la taza con cierta desconfianza.
—Anda, tòmala. Confìa.
Y Miguel tomò la taza. Comenzò a beber despacio el café con leche.
Se formó un largo silencio bastante apacible. Miguel, semi sentado en la cama, comenzó a inspeccionar a su alrededor de forma sigilosa y disimulada.
Era una habitación de un tamaño adecuado para alguien. Tenia paredes violetas, una lámpara de sal que expendìa una suave y tierna luz color durazno. Tenìa cortinas azules, una televisión y un armario con bastante ropa. Podìa verse también algunas decoraciones alrededor; fotografías de antaño, de grupos musicales y cantantes —entre ellos Aerosmith, Michael Jackson, Iron Maiden y, para sorpresa de Miguel, también de Marc Anthony—. En un rincón, podía distinguirse lo que parecía un álbum familiar, y una colección de maneki nekos —gatitos chinos de la suerte—. Era una habitación muy tierna, reconfortante y austera. Miguel se sentía bien allí.
—Bueno... supongo que querrás saber qué fue lo que pasó —interrumpiò de pronto el muchacho en los pensamientos de Miguel; este último despegò su vista de la habitación, y miró directo a los lindos ojos verdes del otro.
—A-ah... —musitò, avergonzado—. Sì, claro que sì...
Hubo un largo silencio un tanto incòmodo.
—Rigoberto... èl... ¿què pasó con èl? Oì un disparo, y pensé que èl...
—Intentò matarme —dijo el muchacho, y Miguel sintió que la garganta se le secò de pronto—. Pero no me dio. La bala me rosó la costilla, pero detuve el sangrado; fue una herida superficial. Quiso dispararme de nuevo, pero lo golpee y lo dejè inconsciente. Lo dejè tirado allí mismo.
Miguel no supo què decir exactamente, asì que guardò silencio. Pestañeò con sorpresa, y siguió tomando su café con leche, escondiendo su rostro bajo la gran taza.
Hubo otro largo silencio.
Miguel tenía una extraña fusión de sentimientos. Por un lado, sentía gratitud hacia ese extraño muchacho pues, de no haber sido por su heroica intervención, èl estaría siendo en ese momento violado y, posiblemente, hasta asesinado por Rigoberto.
Pero, por otro lado, sentía vergüenza pues, esa misma tarde, había insultado y despreciado al muchacho por su ''descuidada'' —en realidad solo fue porque tenía tatuajes, perforaciones, y no llevaba ropa distinguida, pues más bien iba vestido casual—, apariencia.
Y, por otro lado, aún sentía rechazo por el muchacho pues, para Miguel èl seguía siendo posiblemente un ''cholo'', o ''piraña''.
Pero Miguel, manteniendo un poco su postura caballerosa, decidió olvidar eso por un instante, y se decidió por dar gratitud.
—Yo... —comenzó diciendo, con una voz muy tìmida; el muchacho le mirò atento, sorprendido por la iniciativa del otro—. Gracias. Gracias por lo de hoy... —dijo, sin dirigirle siquiera la mirada—. Si... si no hubiese sido por ti, no sè que habrìa pasado...
Y se puso rojo como una fresa, avergonzado por tener que dar las gracias pues, Miguel, jamás había dado las gracias a nadie por una buena acción.
Estaba acostumbrado a creer que lo que hacían por èl, era obligación. Pero aquel muchacho le había salvado la vida, y eso era merecedor de un gracias, a lo menos.
El muchacho sonriò enternecido por la avergonzada actuación de Miguel, y contestò:
—De nada. Me alegra saber que pude ayudarte —hubo otro largo silencio, y Miguel siguió tomando su café con leche—. Y bueno... ¿cómo te llamas?
Esa pregunta rompió la atmòsfera lejana entre ambos, y Miguel, con algo de pena, contestò:
—Me llamo Miguel...—dijo, sonriendo un poco avergonzado—. ¿Y... y tù?
El otro muchacho sonriò enternecido, y Miguel le observó de reojo.
¡Joder! Què guapo que era. A la luz de la lámpara de sal se veìa aùn màs bello; el resplandor de sus ojos verdes —o pardos, pues tenía destellos de color miel con verde, y hacia una extraña y linda combinación en sus orbes—, el blanco de su piel, su cabello negro y sus cejas gruesas, le provocaron una especie de atracción a Miguel.
Era guapo, pero... ¡PERO ERA UN CHOLO! ¡PUTA MADRE!
—Yo me llamo Manuel —dijo, riendo divertido—. Pero me dicen Manu.
Miguel dibujò una sonrisa tonta en su rostro, como medio atolondrado por haber conocido al fin el nombre del muchacho. Y, cuando se dio cuenta de lo imbécil que se veìa, cambió su rostro a uno serio, y siguió tomando el café con leche, haciéndose el enojado.
—Y bueno... —dijo serio, carraspeando su garganta—. Esta es tu casa, ¿verdad?
—Asì es. Esta es mi casa.
—No parece la casa de un cholo... —susurrò.
—¿Perdòn? No te oì...
—No, nada, olvídalo —dijo, desviando la atenciòn—. Bueno, Manuel. Fue un momento muy grato, pero debo volver a mi casa. Vivo en Miraflores, y mi gata me está esperando. Supongo que no queda muy lejos de acà, asì que... —Miguel dejó la taza en el velador, y comenzó a incorporarse despacio, para retirarse del lugar.
Manuel le observó un tanto complicado.
—Eh, bueno... sobre eso...
Miguel le observó curioso.
—No creo que puedas volver esta noche a tu casa —le dijo Manuel—. Bueno, no al menos si vives en Miraflores como dices...
Miguel dibujó una expresión contrariada, y le dijo con tono indignado:
—¿Què? ¿Por què?
Manuel le mirò algo nervioso.
—Estamos en El Callao —le dijo, y Miguel abrió la boca de la sorpresa—. Yo vivo acà, en El Callao.
Miguel lanzó un leve alarido, y se llevò una mano al pecho.
—¡¿El Callao?! —exclamò un tanto shockeado—. ¡¿E-El Callao, estamos en El Callao?!
Manuel, extrañado por la exagerada reacción de Miguel, solo asintió con expresión divertida.
—¡Què horror! —exclamò, irguiéndose de la cama y sacudièndose—. ¡Do-dormì en una cama del Callao! Ay, no, no, no. ¡Estoy en la cuna de los cholos! ¡Estoy en el seno de las pirañas! ¡Què horror!
Manuel pestañeò shockeado por la reacción. Se sintió bastante ofendido.
—Oye, respet...
—¡Tù, càllate, cholo! —le gritò, iracundo por el lugar a donde había ido a parar—. ¡¿Me trajiste al callao?! ¡¿Acaso eres huevòn?! ¡Yo no puedo estar en este sitio! ¡No pued...!
—¡Bueno! ¿Y por què no puedes? —le enfrentò Manuel—. ¿Eres especial o algo por el estilo?
—¡Sì, soy especial! —le gritò Miguel de vuelta—. Un cholo ignorante, y sucio como tù no podría comprenderlo.
Manuel tuvo que respirar para controlar su ira.
—Escucha, niño...
—Ay no, que horror... —siguió Miguel, ignorando a Manuel—. Mis cosas... —pensó de pronto, recordando su bolso con sus cosas en el interior—. ¡¿Dònde están mis cosas?! —gritò a Manuel, acercándose a este y tomàndole por el cuello de su camisa—. Las robaste, ¿verdad?
Manuel rodò los ojos con impaciencia. Se zafò suavemente del torpe agarre de Miguel, caminò hacia un rincón de la habitación, tomò un objeto y lo soltò frente a los ojos de Miguel.
Hubo un ruido sordo en la habitación.
—Ahì está tu bolso —le dijo—. Tu bolso con todas tus cosas dentro. No. No te he robado nada, no soy un ladròn, no soy un cholo, ni soy un...
—¡Traficante! —le dijo Miguel—. Entonces eres un traficante, ¿verdad? Claro...
Manuel ya no sabìa què cara poner a las tonterìas que decía Miguel.
—Por eso olías a marihuana hoy, cuando te topaste conmigo...
Manuel se llevò una mano al rostro, haciendo un facepalm.
—Mira, Miguel... allí están tus cosas, ¿vale? Ahora vuelve a la cama, y...
—¡¿Què?! ¡Claro que no! —dijo Miguel, poniéndose sus zapatos, tomando su bolso y saliendo de la habitación.
Miguel cruzò por el living, la cocina y un pequeño patio, estando dispuesto a salir hacia la calle. En el trayecto, Miguel pudo percatarse de que, en una mesita del living, se hallaban muchos papeles e indumentarias como de laboratorio, pero las ignorò.
Manuel le siguió por detrás, con un aura tranquila y los brazos cruzados.
Cuando Miguel abrió la puerta hacia la calle, entonces se quedó allí, paralizado.
Manuel le observó con calma.
—¿Y bueno? —dijo Manuel, expectante—. Vete.
—Bueno... —dijo Miguel, dándose cuenta de la situación.
Afuera estaba todo oscuro. Tan solo un foco del alumbrado público que, aparte se apagaba y encendía con insistencia, daba un poco de claridad a la calle. A lo lejos, algunos perros ladraban y otros aullaban.
Miguel tragò saliva.
—Son las tres de la mañana —dijo Manuel, y Miguel se mordió los labios—. Si quieres recorrer las calles del callao, a las tres de la mañana, a pie y a oscuras; tú dale, es tu decisión, no te detendré.
Miguel, con evidente miedo por lo que podría pasarle, pero a la vez, en una postura muy orgullosa de no querer demostrar debilidad a Manuel, dio un paso hacia la calle.
—Bu-bueno, me... me irè.
Dijo, y dio otros tres pasos, y parò, congelado por el temor. Las piernas le temblaron ligeramente.
Manuel, apacible y observando con una ceja alzada desde la puerta de su casa, veìa lo testarudo que podía ser Miguel; se comportaba como un niño pequeño.
Y después de varios minutos en que Miguel se quedó allí parado en medio de la calle, sin saber qué hacer, Manuel rodò los ojos, dio un largo suspiro, y caminò hacia la calle.
—Què bueno que ya lo entendiste —le dijo a Miguel—. No puedes irte de este lugar a estas horas. —Tomò a Miguel suavemente por el brazo, y lo condujo de nuevo al interior de la casa—. Quèdate esta noche, y mañana a primera hora te vas.
—S-sì, claro... —dijo Miguel rendido, caminando con la cabeza baja y arrastrando los pies.
Apenas entraron, Manuel cerrò la puerta con fuerza, dando un portazo. Miguel, aùn desconcertado por dicha realidad, se quedó allí parado en medio del living, con la mirada triste.
—Lima entera es peligrosa a altas horas de la noche, y deberías ya de saberlo —le regañò Manuel, pero Miguel no hacía mucho caso; sentía en las palabras de Manuel como un toque de preocupación paternal, y eso le recordaba a las palabras de su padre.
Se encogió en su sitio. Se le vino a la mente una sensación melancólica. Comenzaba a entender lo que había pasado; el choque de realidad. Èl había sido abusado sexualmente por un viejo, casi violado y ahora un extraño le había salvado la vida... pero, ¿y su padre? Su padre seguro habrìa dejado que lo violaran. Su padre ni siquiera lo llamada desde Brasil para saber còmo estaba. Hace dos meses que no hablaba con èl, pues Miguel había dejado de llamarlo, solo para ver si su padre tenia la iniciativa de saber de èl.
Y no, no tenía siquiera la decencia de llamarlo para saber si seguía con vida.
—Pero me parece feo de tu parte que, solo por estar en el Callao, te refieras de esa forma a la gente que vive acà. En el callao no viven delincuentes, ni cholos, ni pirañas, ni flaites, ni ignorantes, ni sucios, ni nada que tu afilada lengua quiera decir —Esta vez era Manuel quien estaba enojado. De forma severa, pero sin alzar la voz en un grito, daba una reprimenda a Miguel por su actitud inmadura—. En este sitio vive gente trabajadora, amas de casa, obreros, y gente maravillosa. Te pedirè que, las siguientes horas que pasemos bajo este techo, no vuelvas a mostrarme una actitud tan arrogante y prejuiciosa como esa, o tendrè que darte otra reprimenda.
Miguel, melancòlico y con la vista hacia el suelo, solo asintió en silencio.
Manuel suspirò con pesar.
—Ve a dormir —le dijo—. Debes descansar. Pasaste un evento muy traumàtico y tu mente puede que aùn no asimile lo que has pasado —dijo, tomando a Miguel de forma suave por los hombros, y re direccionándolo hacia la habitaciòn—. El estrès post traumàtico es muy común en estas situaciones; has tenido suficiente por hoy. Descansa. Y tranquilo, este ''cholo'', no te hará nada.
Miguel se sentó en el borde de la cama, y solo observaba hacia el suelo.
—Dormiràs en esta cama. Si necesitas algo, alza la voz y vendrè aquí. Estarè aquí en el living. Buenas noches, descans...
Y cuando Manuel se dispuso a abandonar la habitación, Miguel le tomò suavemente la mano. Manuel se volteò sorprendido, y le observó.
—Dis-disculpa... —susurrò Miguel, con la voz apagada—. ¿Do-dònde dormiràs tù? Tampoco quiero ser una molestia... después de todo, esta es tu casa, y... y yo puedo dormir en el sofà, y tù en tu cama.
—No —dijo Manuel, y se zafó despacio del agarre de Miguel. Se volteò, se agachò a la altura del muchacho, le tomò por los hombros, y le dijo de cerca—: Yo dormirè en el sofà. No te preocupes. Eres tù quien ha pasado un evento traumàtico, y necesitas un lugar cómodo para descansar. Aparte estàs herido.
Miguel sintió de pronto una sensación càlida en el pecho. ¿Por què estaba siendo tan bueno con èl, incluso después de todo el lìo que había armado?
Aparte, la suave voz de Manuel, y su aliento tibio en su rostro, le provocaban una extraña sensación de paz.
—Pe-pero... —insistió Miguel—. Incluso esta cama es grande para ambos. Podemos perfectamente dormir tù y yo...
¡¿QUÈ?! ¿¡REALMENTE HABIA DICHO ESO?! Miguel no pudo creer lo que èl mismo había dicho.
Manuel no pudo evitar soltar una risita agraciada.
Miguel sonrojò como un tomate, y torció los labios. Bajò la mirada de inmediato, avergonzado por lo estúpido que había sido.
—Te lo agradezco, pero no —contestò de forma cortés Manuel—. Si dormimos juntos, es probable que en medio de la noche pase a llevarte por algún movimiento mientras descansas. Eso solo empeorarà las cosas porque, al tener una experiencia de intento de violación cercana, reviviràs los recuerdos traumáticos, y terminarè haciéndote daño.
Miguel asintió con la cabeza, aùn sonrojado.
Manuel se alzò de su sitio, caminò hacia el living y, después de algunos ruidos de papeles y lápices, regresó junto a Miguel.
Este le mirò extrañado.
—Toma —le dijo, extendiéndole un papel—. Como tienes una herida en la nuca, es mejor que compres algunos analgésicos para el dolor. No tengo ahora alguno, pero si tuviera te los habría dado —dijo, sonriendo—. En fin. Toma, te será de utilidad. Guàrdalo.
Miguel tomò el papel con cierta timidez, y al paso de unos segundos, leyò el papel, y quedó extrañado.
Era una receta médica para compra de analgèsicos, y abajo se veìa un timbre con el nombre del profesional de la salud que prescribía dicha dosis.
''Manuel Gonzalez Rodriguez, médico general''
Al leer aquello, Miguel abrió los labios de la impresión. Y, sin decir palabra alguna, levantò la mirada hacia Manuel, buscando alguna respuesta al respecto, pero este solo guardo silencio, y caminò hacia la puerta.
—Con eso podràs comprar analgèsicos. Te lo doy ahora por si, mañana temprano, despiertas y yo no esté. Te dejarè sobre la mesita del living el número de un amigo que es taxista. Llàmalo, y èl te llevarà de vuelta a tu casa.
Miguel dibujò una expresión un tanto desconfiada en el rostro.
—Tranquilo; no es un ''cholo''. Es un hombre trabajador, y muy honrado —Miguel asintió en silencio—. Ahora sì; descansa Miguel, y buenas noches.
Y salió de la habitación, dejando a Miguel solo en el lugar.
Con la receta médica aùn en las manos, Miguel re leyò varias veces aquello, sin entender bien lo que era.
''Manuel''... pues èl se llamaba Manuel. El cholo se llamaba Manuel. ¡Pero èl no podía ser médico! ¿O sì? ¡No, claro que no!
Los médicos eran personas pitucas, que vivìan en altos distritos de Lima. En sectores distinguidos, con casas gigantes y enormes patios. Con muchísimo dinero y con ropa de marca.
Ese cholo no podía ser un médico.
Aparte, èl no era el único Manuel de Lima. Habìan muchos con el mismo nombre, y quizá solo era una receta de algún médico que èl había visitado anteriormente, y la guardò. O bien, era una receta falsificada, pero alguna explicación tenía al respecto.
Seguro era falsificada pues, ese piraña tenía pinta de ser falsificador... ¿què clase de médico lleva tatuajes y perforaciones? ¡Ninguno! Sì, seguro era algo de ese estilo, pensó Miguel.
Asì que, sin darle mayor vuelta al asunto, puso la receta médica sobre el velador, y se recostò.
Y desde ese punto de la noche, le costò conciliar el sueño.
Porque, para desgracia de Miguel, el rostro de Manuel no dejaba de aparecerse en su mente al cerrar los ojos, y no le dejaba dormir.
No llevaba ni veinticuatro horas de conocer al cholo, y ya le agarraba odio.
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