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Capítulo 8

Luego de ese primer día de clases que había sido todo un éxito, tuvieron la certeza de que no iba a ser tan difícil amoldarse a la vida de pueblo como habían pensado en un principio. Pronto los días se convirtieron en semanas y antes de que se hubiesen dado cuenta siquiera, se sentían como si hubiesen vivido allí toda la vida. Cada uno de ellos comenzó a desarrollar nuevos vínculos con sus compañeros marcando el inicio de lindas y sinceras amistades.

Gastón se había adaptado muy bien en su nuevo trabajo y tuvo la suerte de conocer a Bárbara Pontevedra, una de sus compañeras de la materia. Joven e inteligente, tenía el mismo tipo de humor mordaz que lo caracterizaba por lo que la conexión entre ambos fue automática. Barby —como la llamaban todos— provenía de una familia humilde. Su padre trabajaba en una carpintería y su madre era enfermera en el Hospital Regional. Además, tenía un hermano menor de tan sólo ocho años al que adoraba y muchas veces quedaba bajo su cuidado.

De perfil bajo y pocas palabras, sólo con él se animaba a mostrarse desinhibida desplegando así su sólida personalidad. Medía poco más de metro sesenta y a pesar de no tener una silueta delgada y esbelta, su contextura era armónica. Solía llevar su largo y rizado cabello recogido de forma prolija y vestirse con ropa holgada. En su redondo rostro de tez trigueña, sus ojos claros se perdían difuminados detrás de unos lentes de marco negro.

Por las tardes, solía ir a la casa de ella para preparar las clases del día siguiente y en varias oportunidades tenía que llamarle la atención por quedarse jugando con su hermanito en lugar de ayudarla a terminar los trabajos en tiempo y forma. Pronto se tornó rutinario el que se quedase a cenar con ellos luego de largas y agotadoras jornadas de estudio, trabajo y juegos.

Los fines de semana, en cambio, solía salir con Marina. Ella no había tardado nada en seducirlo con su increíble cuerpo y mirada gatuna. La atracción había sido inmediata e increíblemente poderosa y con cada encuentro, las chispas explotaban por doquier. Sin embargo, debía asegurarse de mantenerlo en secreto ya que, siendo docente, tenía prohibido mantener una relación de ese tipo con una estudiante. Por esa razón, para evitar correr el riesgo de perder su trabajo, era extremadamente cuidadoso a la hora de pasar tiempo con ella.

Marina lo tenía bien en claro ya que él se había encargado de explicárselo desde un principio para evitar cualquier tipo de problema futuro o malentendido que pudiera surgir entre ellos. Si bien lo respetaba, odiaba tener que guardar silencio. Si había algo que disfrutaba, incluso más que el sexo, era presumir sobre sus conquistas y qué mejor que pavonearse junto a ese maravilloso ejemplar recién llegado al pueblo.

Eugenia, por su parte, había sido incluida en un grupo de amigos que la aceptaron de inmediato y como era habitual en ella, se había enamorado completamente de uno de ellos. Cristian, el muchacho en cuestión, era el único hijo de un matrimonio de médicos. Su padre, el doctor Peralta, era el subjefe del Servicio de Cirugía General del Hospital Regional y su madre, la jefa del Servicio de Guardia.

Si bien la familia tenía un muy buen pasar, él mantenía un perfil bajo. En extremo tímido, alto y muy delgado, solía tener un aspecto desgarbado. Sin embargo, para ella era el hombre más hermoso del planeta y sin duda, lo encontraba por completo irresistible. Preocupada por no poder llamar su atención del modo que quería, solía hablar de él con sus hermanos volviéndolos locos con todo tipo de preguntas y solicitudes de consejos.

Laura, por el contrario, había comenzado a salir con un hombre siete años mayor que ella al que también había conocido en la universidad. A pesar de ser consciente de que no era una buena idea, procuraba mantener en secreto su relación. Había oído los rumores que circulaban acerca de él y estaba segura de que su familia, en especial sus hermanos, no lo aprobarían.

Ignorando su intuición, la cual muchas veces la había hecho dudar de su propia decisión, continuó viéndolo procurando que fuese siempre en lugares públicos. Si bien la angustiaba un poco verlo a escondidas y no poder hablar con nadie sobre él, ni siquiera para pedir un consejo, no quería que se preocuparan por ella. No cuando ella tenía absoluto control de la situación —o, al menos, eso era lo que ella creía—.

Se había convencido a sí misma de que todas las habladurías eran falsas. Micky —como era conocido por todos— siempre la había tratado bien. Era paciente y atento, lo cual la hacía pensar que la gente lo había prejuzgado sin molestarse en conocerlo. Siendo un hombre tan atractivo y popular, no le resultaba extraño si alguna ex pareja despechada se hubiese esmerado en divulgar todo tipo de mentiras sobre él solo para desprestigiarlo.

Por otro lado, sabía que mujeres no le faltaban y si él lo deseaba, podría estar con cualquier otra que tuviese mucha más experiencia que ella. Sin embargo, no solo la había elegido, sino que estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta hasta que ella se animase a dar el siguiente paso.

Virginia, por su lado, estaba cada vez más contenta con su trabajo y dispuesta a que Federico se sintiera orgulloso de ella, se esforzaba día a día por ser la mejor asistente que hubiese tenido. El resto del tiempo, no se despegaba de Damián, a excepción de algunas noches en las que ayudaba a Liliana a preparar la cena. Le gustaban los quehaceres domésticos y se desenvolvía muy bien en la cocina.

Sin embargo, había algo que la tenía inquieta. Había notado que Laura comenzaba a perder esa chispa tan característica en ella y aunque le había preguntado varias veces si le sucedía algo, ella había desestimado el asunto, negándose a hablar. Era evidente que no quería contárselo, pero lejos de sentirse ofendida, estaba preocupada.

Tal vez por eso, se lo había mencionado a Damián cuando él le preguntó qué estaba mal al verla tan decaída. Si bien no se había dado cuenta del cambio en su hermana, podía notar que era algo que angustiaba mucho a Virginia y por eso, le sugirió incluirla en el paseo que tenían pensado hacer ese fin de semana. Hacía unos días que habían descubierto que sabía cómo andar en bicicleta y le había pedido practicar para ver si eso la ayudaba a recordar alguna otra cosa.

Le habían dicho a Diego también, con quien después del primer día de clases, se habían hecho grandes amigos. No era extraño que hicieran cosas juntos ya que solían reunirse en su casa para estudiar algunas tardes a la salida de su trabajo y los fines de semana lo hacían simplemente para pasar el rato. Su madre incluso, tras haberse enterado de que vivía solo, insistía en que se quedase a cenar con ellos. Después de todo, era típico en ella querer mimar a todos y hacerlos sentir parte de la familia.

Laura había aceptado alegre la invitación. Hacía añares que no usaba su vieja bicicleta y la entusiasmaba compartir algo lindo y relajado junto a su hermano y su amiga. Lo que no había esperado era que Diego se sumase. No era que le molestase ni mucho menos, pero ese hombre la ponía un poco nerviosa. Ni siquiera sabía por qué ya que siempre había sido agradable y correcto con ella, pero había algo en él que no la dejaba relajarse.

Tal vez tenía que ver con esos ojos grises que parecían traspasarla cada vez que la miraban y eso no era algo que la hiciera sentir cómoda. No cuando guardaba un secreto que por nada del mundo tenía que salir a la luz. Por eso procuraba mantenerse lejos cada vez que él iba a su casa. Sin embargo, no podía hacer eso en esta oportunidad. Virginia estaba emocionada por compartir esa salida con ella y no iba a despreciarla.

Le sorprendió un poco advertir cómo él también se tensaba al verla. Era cierto que siempre que podía lo evitaba, pero no pensó en ningún momento que él pudiese notarlo o peor aún, sentirse incómodo al respecto. Haciendo a un lado sus temores, lo saludó con una sonrisa. Era un maravilloso día soleado y estaba decidida a que todos la pasaran bien.

Recorrieron el pueblo durante horas, yendo incluso a lugares que jamás se les habría ocurrido si Diego no los hubiese sugerido. El que más le gustó de todos fue el pequeño estanque lleno de peces que estaba ubicado junto a una vieja casa que se encontraba deshabitada.

Decidieron que se quedarían allí por un rato mientras hacían una pausa para comer algo.

—No tenía idea de que había lugares así en el pueblo —dijo sonriente con su mirada fija en el agua.

—Bueno, técnicamente es propiedad privada y no deberíamos estar acá —señaló él con tono divertido—. Pero desde que Don Mario falleció, sus hijos solo vienen de vez en cuando a limpiar y cortar el césped. Su padre era amigo del mío así que no les molesta cuando paso por acá. Me gusta mirar los peces nadar. Me da paz —concluyó mientras jugaba con una rama entre sus dedos.

—A mí también me gusta —dijo, un tanto confundida por la emoción que la invadió de repente.

No sabía por qué no podía apartar la mirada de él. Le había sorprendido que hubiese compartido algo tan personal con ella y más aún, la naturalidad y sencillez con que lo había hecho. Ese hombre, atractivo, misterioso y observador, provocaba cosas ambiguas en su interior.

—¿Seguimos?

La voz de Damián la sobresaltó. Junto a Virginia se habían ido a caminar hacía unos minutos y estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no los había escuchado regresar.

—Sí, mejor —indicó Diego mientras se ponía de pie—. Está por oscurecer y los mosquitos van a hacerse un festín con nosotros si nos quedamos.

A continuación, extendió una mano hacia Laura para ayudarla a levantarse.

—Gracias —alcanzó a decir luego de la extraña sensación que la recorrió ante su suave contacto.

—Por nada —respondió él, sus ojos clavados en los suyos.

Más días pasaron y aunque no estaba segura de estar haciendo lo correcto, Laura continuó con su relación secreta. No obstante, todo se complicó cuando Diego Martínez, el mejor amigo de su hermano, la descubrió una tarde en la plaza. Siempre había sido consciente de que alguna vez algo así podría pasar, pero jamás se imaginó que fuese justo en un momento tan inoportuno.

Micky estaba intentando convencerla de que aceptase ir a su casa con él. Sus padres no estaban y eso les daría la intimidad que él tanto ansiaba. Sin embargo, ella todavía tenía dudas. Para persuadirla, la aprisionó contra el tronco de un ancho árbol y comenzó a besarla de forma carnal, voraz, sin importarle en lo más mínimo el hecho de que cualquiera pudiese verlos. Molesta, lo empujó para que se apartara y entonces, esos ojos grises, que lo veían todo, la encontraron.

Diego caminaba tranquilo por la plaza que solía atravesar para ir a la casa de su amigo cuando, al pasar junto a una pareja, algo lo instó a alzar la vista hacia la misma. Se detuvo en seco y se tensó nada más reconocerla. Sintió la urgente necesidad de alejarse, pero, paradójicamente, su cuerpo no respondió. Sus pies parecían estar estaqueados en el suelo.

Cerró los puños con fuerza al ver la forma tan brusca en la que ese tipo la estaba besando contra el maldito árbol. A pesar de que no tenía derecho alguno a intervenir, no pudo evitar sentir el violento impulso que lo invadió de pronto instándolo a quitárselo de encima. De hecho, estuvo a punto de hacerlo, pero ella le ganó de mano al empujarlo en el pecho para que se detuviese. Entonces, alzó la vista desesperada y sus miradas se encontraron.

Con un esfuerzo descomunal para disimular la decepción y el dolor que estaba sintiendo, asintió hacia ella a modo de saludo y se alejó con prisa sin mirar atrás. La oyó llamarlo, pero la ignoró. No podía enfrentarla; no mientras sentía cómo su corazón se rompía en mil pedazos. No obstante, ella corrió tras él y antes de llegar al final de la plaza, lo alcanzó.

—¡Diego! —exclamó casi sin aliento.

—Hola, Laura —saludó con voz apagada. Sabía lo que iba a decirle y no quería hablar al respecto—. No tenés nada que explicarme —aseguró con una calma que no sentía realmente—. No es asunto mío.

Ella podía advertir la tensión que emanaba de él, pero no comprendía el motivo.

—De todos modos, quiero hacerlo... Es algo complicado y nadie sabe... Todavía no le dije a mi familia que... Pienso contárselos pronto, solo que...

Se detuvo al darse cuenta de que se estaba enredando con las palabras. Diego notó cómo se retorcía incómoda frente a él y sus ojos comenzaban a humedecerse. Automáticamente relajó la postura y alzó una mano hacia ella para acariciarle el rostro en un gesto de contención. Sin embargo, volvió a bajarla.

—Tranquila. Por mí no se van a enterar —le aseguró con una sonrisa poco convincente.

El alivio en ella fue notorio.

—Gracias —dijo exhalando mientras le tocó el hombro.

—No hay problema —respondió retrocediendo de forma sutil para alejarse de su contacto.

Laura frunció el ceño ante ese gesto, pero no dijo nada.

Luego de ese día, la relación entre ellos dio un vuelco de ciento ochenta grados. Contrario a cómo venía actuando con él, ahora solía rondar a su alrededor cada vez que iba a su casa por temor a que le dijese algo a su hermano. Sin embargo, jamás lo hizo y por fin logró relajarse.

Conforme pasaba el tiempo, más lo conocía y más confiaba en él. Se dio cuenta entonces de que disfrutaba pasar tiempo a su lado y sin proponérselo, su relación se volvió más cercana, más íntima. Después de todo, él era el único que sabía su secreto y con el que podía hablar sobre aquella relación clandestina. No tardó en convertirse en su confidente brindándole con su amistad el alivio que tanto necesitaba.

A Diego por supuesto no le hacía ninguna gracia que estuviese saliendo con otro hombre, pero no estaba dispuesto a alejarse de ella. Estaba convencido de que ese tipo seguiría presionándola hasta lograr que por fin se acostase con él y se juró a sí mismo que no iba a permitirlo. Laura valía demasiado para estar con alguien que no estaba a su altura y hasta que ella no se diera cuenta de su propio valor, la cuidaría y permanecería cerca por si alguna vez llegaba a necesitarlo.

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