Capítulo 7
La universidad abría nuevamente sus puertas para dar comienzo al primer cuatrimestre del año y tanto Gastón, que debutaba como docente auxiliar, como los chicos que comenzaban sus estudios, se habían levantado temprano para desayunar todos juntos antes de salir. Los esperaba una caminata de quince cuadras hasta la parada del colectivo y luego unos veinte minutos más de viaje.
También era el primer día de Virginia en el banco y si bien iría con Federico en su auto a media mañana, había decidido levantarse más temprano para poder compartir el desayuno con Damián. Quería desearle suerte antes de que se fuera y de paso, contagiarse de su fortaleza para no sentirse tan ansiosa ante la nueva experiencia que estaba a punto de emprender. Lo bien que hizo ya que, como había supuesto, sus palabras de ánimo y consuelo enseguida surtieron el efecto buscado.
Como la universidad no se encontraba demasiado lejos del banco, Damián le prometió pasar a buscarla para que regresasen juntos a la casa y eso terminó por darle el ánimo que requería para enfrentar un día tan importante. Luego de compartir algunos besos más a escondidas, se despidió de él.
De pronto, oyeron cómo Federico sacudía de forma enérgica, unas llaves en el aire llamando la atención de todos. No tardaron en darse cuenta de que se trataba de las de su camioneta. Entonces, bajo sus miradas expectantes, alzó una de sus cejas y con una gran sonrisa, extendió la mano hacia su hijo mayor para entregárselas.
—¿Qué? ¿No vas a ir a trabajar hoy? —preguntó este sorprendido mientras se incorporaba para agarrarlas.
—Por supuesto que sí, pero en mi camioneta —recalcó sonriendo aún más, como lo haría un niño ante un nuevo juguete—. ¿Qué están esperando? ¡Vayan a verla! —exclamó entusiasmado señalando con la cabeza en dirección al exterior de la casa.
Todos se miraron a la vez y corrieron hacia el ventanal del living para contemplar, con asombro, la costosa y despampanante "Land Rover" de color gris metalizado estacionada justo al frente.
—¡Papá! —gritaron al unísono.
—En realidad es de la empresa —respondió entre risas—, pero mientras trabaje para ellos, está a mi disposición.
—¡Es genial! —exclamó Gastón después de un largo silbido de aprobación—. Tenés que dejarme manejarla algún día.
Federico volvió a reír, consciente del amor de su primogénito por los autos importados.
—¿No sería mejor que manejaras la de ustedes? —dijo con sus ojos fijos en las llaves que tenía en su mano.
—¡No! ¿En serio? —gritó emocionado.
Él asintió carcajeando.
—¡Sos un grande, viejo! ¡No lo puedo creer!
—Agradecele a tu madre ya que la idea fue de ella.
Sin dudarlo, corrió hacia la dulce y hermosa mujer y alzándola en el aire, la abrazó con energía.
—¡Bueno, tranquilo! —rogó ella riendo también—. ¡Igual es de todos, eh! Y nos tienen que prometer que la van a usar de forma responsable.
—¡Eso mismo! —secundó Federico.
—Sí, mamá —respondió Gastón con una sonrisa pícara—. Quédense tranquilos, no voy a ir a más de ciento ochenta.
Liliana frunció el ceño, preocupada y ya se disponía a regañarlo cuando su marido le tocó el hombro sacudiendo la cabeza en ademán de advertirle que solo estaba bromeando. Luego la besó en la mejilla y conteniendo la risa, se dirigió a su estudio para terminar de prepararse.
Gastón, desbordante de entusiasmo, abrazó a su madre una vez más y le aseguró que de verdad iba a tener cuidado. Después recogió su mochila y corrió hacia la que, ahora, era su bebé. Una vez dentro, colocó uno de sus CD favoritos y subió el volumen para disfrutar de la buena música.
Los demás también la abrazaron agradecidos y se apresuraron a seguir a su hermano. Mientras Laura y Eugenia subieron enseguida a la camioneta, Damián permaneció de pie un rato más en la entrada para despedirse de Virginia, una vez más.
No entendía por qué le costaba tanto separarse de ella. Sabía que su padre la cuidaría, pero odiaba tener que esperar horas para volver a verla. Estaba seguro de que su comportamiento no era saludable, sin embargo, no le importaba. Nunca antes se había sentido así con ninguna otra mujer. Era como si ella lo intensificaba todo en él, lo bueno y lo malo, tanto su ardiente deseo que lo consumía con solo verla, como también su carácter posesivo.
Con sus dedos entrelazados, llevó su brazo junto al de ella por detrás de su espalda y ejerciendo una leve presión a la altura de su cintura, la acercó más a él. Comenzaba a inclinarse para volver a besarla cuando el sonido de una impaciente bocina lo interrumpió.
—Creo que tu hermano ya se quiere ir —susurró ella cerca de su oído.
—Que espere —respondió con voz ronca y le besó el cuello.
—Vas a llegar tarde... —señaló con voz entrecortada.
Había hecho un esfuerzo para hablar ya que la sensación de sus labios sobre su piel siempre lograba aturdirla. Ni siquiera podía abrir los ojos cuando su boca la acariciaba de esa manera. El muchacho sonrió levemente al darse cuenta del efecto generado y continuó provocándola dejando una hilera de besos hasta la comisura de sus labios.
—No me importa —reconoció antes de apoderarse por completo de su boca.
La besó con deseo explorando su boca con ahínco. La oyó gemir y la apretó aún más contra él prolongando así aquel maravilloso y sensual momento lo más que pudo. Finalmente, y tironeando con suavidad de su labio inferior con sus dientes, se separó de ella.
Ambos tenían la respiración acelerada y un intenso y repentino color rosado invadió de pronto las mejillas de Virginia. No pudo evitar sonreír al verla. ¡Cómo le gustaba su timidez! Volvió a besarla, ya con más calma y comenzó a alejarse caminando hacia atrás sin apartar sus ojos de ella.
El predio donde se encontraba la universidad era en verdad inmenso. Junto al edificio de varios pisos, se encontraba un amplio estacionamiento con muchas plazas para autos. Del otro lado, había un área verde con mesas y sillas de cemento, muchas de las cuales, ya estaban ocupadas por grupos de jóvenes. Sintieron sobre ellos las miradas curiosas de los estudiantes quienes advirtieron rápidamente las nuevas caras.
Cuando ingresaron al hall central del edificio, se encontraron con una gran cartelera que indicaba la ubicación de las distintas facultades, así como también las oficinas administrativas, la biblioteca, los distintos salones y el ascensor. Se dirigieron al mismo y mientras aguardaban, le desearon suerte a Gastón acordando encontrarse en ese mismo sitio antes de regresar a su casa.
Con varios minutos de retraso, Damián entró apresuradamente en el aula. Se sintió aliviado al notar que el profesor aún no había llegado y la clase no había comenzado. Atravesando las largas filas de asientos, llegó a la última hilera donde había visto un lugar vacío junto a un muchacho de tez blanca y oscuro cabello revuelto. Su aspecto era informal, pero prolijo. Vestía unos jeans gastados y una camisa a cuadros que había arremangado a la altura de los codos.
Lo vio alzar la vista al oírlo aproximarse y tras posar sus ojos grises en él, asintió para saludarlo con gesto amigable.
—¿Está ocupado? —le preguntó señalando con un dedo la mochila que yacía sobre el banco contiguo.
—No, disculpame —respondió con una sonrisa mientras retiró sus pertenencias para trasladarlas al piso.
—¡No hay problema! —desestimó sentándose en el mismo.
Sacó su cuaderno y su lapicera para depositarlos en el pupitre y miró a su alrededor. El sonido de una suave risa le llamó la atención de inmediato provocando que mirase hacia el lugar desde el cual provenía.
De pie frente a una de las primeras hileras de bancos, una chica conversaba de forma despreocupada con otras dos mientras jugaba con un mechón de su cabello en un gesto muy femenino y seductor. De rostro pequeño y facciones delicadas, su corta y lisa melena rojiza resaltaba notoriamente. Era delgada, pero voluptuosa y aunque no era el tipo de mujer que a él le gustaba, debía reconocer que era realmente hermosa.
Evidentemente no era el único que pensaba eso ya que, en ese mismo momento, varios pares de ojos se encontraban fijos en ella. La joven por su parte, parecía disfrutar de la atención recibida —al menos, así lo indicaban sus gestos, claramente intencionados—.
De repente, como si hubiese sentido su escrutinio, dirigió sus ojos hacia él, descubriéndolo. Avergonzado, bajó la mirada por acto reflejo. No había podido distinguir el color de los mismos, pero estaba seguro de que eran oscuros.
—Linda, ¿verdad? —dijo de pronto su compañero sin siquiera molestarse en apartar la vista de sus apuntes.
Damián se arrepintió de haberse quedado mirándola como si fuese un maldito adolescente y trató de cambiar de tema.
—¿Ese es el programa de la materia?
—Ajá —respondió sonriendo al darse cuenta de lo que estaba haciendo—. Lo compré recién en la fotocopiadora de abajo.
—Mmmm, creo que debería hacer lo mismo aprovechando que el profesor aún no llegó.
—Quedate con éste —le dijo mientras se lo entregó—. Por error compré dos así que tengo otro en la mochila.
—Muchas gracias.
—De nada. Me llamo Diego, por cierto —se presentó.
—Damián —respondió de inmediato.
Ambos extendieron sus manos derechas y las estrecharon con firmeza. Como el profesor estaba retrasado, aprovecharon ese tiempo para conversar y conocerse mejor.
Para su sorpresa, Diego se encontraba a la misma altura de la carrera que él y por lo menos en ese cuatrimestre, estaban juntos en todas las materias. Tenía también veinticuatro años y desde que su padre había fallecido dos años atrás, vivía solo en una pequeña casa en el límite entre la ciudad y el pueblo. Su madre, quien vivía en ese entonces en la ciudad con otro hombre, le había implorado para que fuese con ella, pero él había prefería quedarse en su hogar, ahora de él legalmente por herencia y seguir con su vida de allí. Si bien ella continuaba ayudándolo con algo de dinero todos los meses, trabajaba por las tardes en una librería para mantenerse y solventar sus gastos.
A pesar de haberse conocido hacía menos de una hora, ambos advirtieron que se sentían muy a gusto juntos y la conversación entre los dos se desarrollaba de forma tan natural y fluida que parecían viejos amigos.
De repente, unas manos femeninas se apoyaron sobre su mesa acaparando por completo su atención. La pelirroja que lo había descubierto antes mirándola desde lejos, se encontraba de pie frente a él con una sexy sonrisa en el rostro. Alzó las cejas sorprendido en cuanto la vio guiñarle un ojo con descaro.
—Hola, Diego.
Pareció ronronear el saludo y aunque era obvio que hablaba con su compañero, en ningún momento apartó sus ojos pardos de los de él.
—Marina —respondió este con una leve sonrisa asintiendo hacia ella a modo de saludo.
Damián se removió incómodo en el asiento bajo aquella penetrante mirada. Algo en su actitud lo intimidaba.
—¿Y este bombón? ¿Un nuevo amigo? —preguntó inclinándose para darle un beso en la mejilla.
Su belleza era innegable; y su actitud desinhibida, la hacía verse muy segura de sí misma. Por lo que le había dicho Diego minutos antes cuando le hizo una breve descripción de todos, Marina Montero era la típica hija consentida de padres ricos. En extremo superficial y egocéntrica, estaba acostumbrada a conseguir todo lo que deseaba. A juzgar por cómo lo estaba mirando en ese preciso instante, estuvo seguro de que acababa de convertirse en su nuevo capricho.
—Hasta donde sé, puede hablar por sí mismo —respondió Diego con ironía.
Damián se sintió aún más incómodo y comenzó a pensar en alguna manera de sacársela de encima sin ser demasiado brusco. Entonces, como si fuese una señal del cielo, su hermano apareció del otro lado de la puerta y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Gastón, sin saberlo, lo había salvado de tener que recurrir a cualquier otro artilugio.
—Perdón, enseguida vuelvo —dijo ansioso por salir de esa emboscada.
Su hermano se había olvidado la billetera en la casa y como al parecer, no funcionaba sin su dosis diaria de cafeína, no dudó en interrumpirlo para pedirle dinero.
A pesar de que en otras circunstancias le hubiese fastidiado, en ese momento estaba feliz por su tan oportuna aparición. Con un propósito ya en mente, le pidió que lo siguiera hasta su banco con la excusa de buscar en su mochila la billetera. En realidad, la misma se encontraba en su bolsillo, pero para que su plan funcionase, debía hacer que su nueva compañera lo viera.
Al llegar, los presentó y tras los correspondientes saludos, vio cómo de inmediato él clavaba sus ojos en la preciosa muñeca que tenía delante y esbozaba su clásica sonrisa seductora. Marina se sonrojó en respuesta y con una risita nerviosa, centró por completo su atención en él. Sonrió con satisfacción. Su plan había funcionado.
Minutos después, Gastón se marchó con su dinero y el teléfono de una nueva conquista anotado en un papel.
—La mayoría de los que conozco moriría por una oportunidad con ella, en cambio vos... —dijo Diego con una sonrisa dejando la frase inconclusa.
—Estoy saliendo con alguien —confesó como si esa razón fuese más que suficiente. Sabía que el concepto de fidelidad no significaba lo mismo para todos y a Diego recién lo conocía, sin embargo, prefirió ser sincero. Para su asombro, este no pareció sorprenderse—. ¿Y vos nunca intentaste...?
—¿Con Marina? —lo interrumpió negando con su cabeza—. ¡No! Demasiados problemas. Prefiero la abstinencia.
Ambos rieron.
—Igual hay algo que sigo sin entender —continuó aun sonriendo—. Sé que no estás interesado y le habrías dicho que no, pero en lugar de eso, optaste por usar a tu hermano y se la entregaste en bandeja. Porque fue eso lo que hiciste, ¿no?
—Sí —respondió encogiéndose de hombros—. Pero no te preocupes por él. Cuando se trata de mujeres le encanta ser usado.
Volvieron a reír, esta veza carcajadas.
Al mediodía, los dos muchachos bajaron por el ascensor y se dirigieron al hall de entrada donde Damián había quedado encontrarse con sus hermanos para volver todos juntos. Lo que no esperaba era que su novia estuviese esperando de pie junto a ellos.
—¿Virginia? ¿Qué haces acá? ¿Está todo bien? —preguntó con el ceño fruncido.
Le preocupaba un poco que saliera sola. Aun no sabían nada de su pasado y temía que pudiese correr peligro.
Ella se dio vuelta al oír su voz y sin dudarlo, corrió hacia él arrojándose a sus brazos.
—Sí, sí. Quedate tranquilo —dijo contra su pecho—. Tu papá tuvo que salir y me trajo hasta acá para que volviera con ustedes.
Lo besó tímidamente, pero él no se conformó con eso y sujetándola por la parte posterior de su cuello, la acercó aún más para profundizar el beso. ¡Dios, la había extrañado tanto! ¿Cómo podía ser posible si tan solo habían pasado unas horas? Recordando, de pronto, que no estaban solos, se apartó a regañadientes.
—Ahora lo entiendo todo —lo oyó decir a su nuevo amigo mientras esbozaba una sonrisa cómplice.
Damián le devolvió la sonrisa y palmeándolo en la espalda, procedió a presentarlos. A continuación, señaló con su cabeza en dirección a sus hermanos para que lo acompañase. Si bien a Gastón ya lo había conocido, aún no había visto a las dos chicas que estaban a su lado.
Sintió de repente que su corazón daba un vuelco cuando la que tenía el cabello más oscuro giró hacia él y posó sus grandes ojos negros en los grises de él. ¡Carajo! Era preciosa y su sonrisa parecía iluminar el edificio entero.
Notó cómo Laura —así se llamaba—, se sonrojaba y se apresuraba a apartar la mirada. Eso lo atrajo aún más y la frescura e inocencia que veía en cada uno de sus movimientos, terminó por cautivarlo del todo. Deseó no tener que ir a su trabajo y así poder quedarse y conversar con ella, pero debía hacerlo.
Luego de saludar a todos, se disculpó y apenado, se alejó en dirección a la salida. Antes de irse, volteó para mirarla tan solo una vez más. Para su sorpresa, aquellos hermosos ojos negros estaban fijos en él. Ella también lo estaba mirando.
La vio apartarlos en cuanto se sintió descubierta, tal como lo había hecho la primera vez y, aún desde esa distancia, alcanzó a advertir su sonrojo. En ese preciso momento supo que esa mujer sería su condena.
Traspasó la puerta con la sonrisa instalada en su rostro. Esa tarde le iba a costar demasiado apartarla de sus pensamientos.
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