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Capítulo 31

La posada se distinguía de las demás casas únicamente por el cartel que colgaba de la puerta. Al entrar, sintieron un intenso olor a incienso que los hizo arrugar la nariz. Detrás del mostrador, una señora de unos setenta años se encontraba leyendo el diario. Miraron alrededor con cautela por si los veían a ellos o bien, algún movimiento extraño. Todo parecía tranquilo, demasiado tranquilo.

La mujer, sorprendida por la llegada de nuevos clientes, abandonó la lectura para darles la bienvenida.

—Buenos días —saludó sonriente.

—Buenos días —respondieron al unísono.

—¿En qué puedo ayudarlos, jovencitos?

—Estamos buscando a esta chica. ¿Me podría decir si se encuentra alojada aquí? —preguntó Damián enseñándole la foto.

Acomodándose los lentes, se concentró en la imagen. La miró durante unos segundos y luego negó con su cabeza.

—No. Nunca la vi, ni por acá ni por ningún otro lado —respondió decidida.

La esperanza que habían comenzado a sentir, desapareció de forma violenta dejando en su lugar el sabor de una amarga desilusión. Damián gruñó y arrebatándole la foto de la mano, dio media vuelta y salió al exterior. Gastón se acercó a la señora y se disculpó en nombre de su hermano. Le agradeció por la información y le preguntó si había algún otro hotel o posada en la zona. La mujer volvió a negar con gesto malhumorado y entonces se despidió volviendo a pedirle disculpas.

Cabizbajos y algo desanimados, continuaron recorriendo el pueblo hasta que ya no quedó ni una casa o negocio por visitar. Habían pasado varias horas desde el mediodía y Damián comenzaba a sentir la derrota. Caminó hacia la camioneta, pero en lugar de entrar en ese infierno andante, avanzó un poco más y se sentó bajo un árbol apoyando su espalda en el tronco. Gastón lo siguió, pero permaneció de pie.

—¡Soy un boludo! —exclamó, frustrado—. Si tan solo hubiese venido el sábado.

—¿Y cómo ibas a saber que vendrían acá? Dejá de castigarte. Cualquiera en tu lugar habría hecho lo mismo o incluso menos de lo que vos hiciste.

Damián apoyó la cabeza en el árbol y cerrando los ojos, intentó contener las lágrimas que amenazaban con salir por sus ojos. Intentaba no dejarse invadir por la desesperación, pero por más esfuerzo que hacía, no lograba calmarse.

Gastón se preguntó qué hacer, cómo continuar. Se sentía impotente por no poder aliviar la culpa y el dolor que podía ver en su hermano. Inquieto, comenzó a caminar de un lado a otro para aclarar sus ideas. Luego, se sentó a su lado y apoyó una mano sobre su hombro. Presionó suavemente los dedos en un intento por contenerlo. Entonces lo vio abrir sus ojos y clavarlos en los de él con incertidumbre y desasosiego.

—Es demasiado tarde ¿no? —preguntó con voz quebrada—. Quizás debería renunciar y olvidarla... solo que... no se vivir sin ella. ¡No puedo más, Gastón!

Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas de forma atropellada.

Conmovido por la desesperación que emanaba de él, lo abrazó con fuerza intentando de algún modo brindarle toda la fortaleza que tenía en ese momento.

—¡Sigamos buscando! —lo animó haciendo un esfuerzo por no quebrarse ante su sufrimiento—. Todavía nos queda revisar la zona de fábricas que vimos cuando veníamos hacia acá. Virginia está en algún lugar, Damián. Tiene que estarlo. ¡No te rindas!

Este rompió en llanto en los brazos de su hermano, tal y como lo había hecho de pequeños cuando se lastimaba en alguna caída y buscaba su consuelo. Necesitaba sacar toda la angustia que tenía acumulada en su interior. Sabía que Gastón tenía razón. Virginia contaba con él y no podía fallarle. No podía rendirse ahora.

—Gracias —le dijo a la vez que le devolvió el abrazo.

Tras palmearlo con fuerza, se incorporó y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse también. Ambos avanzaron hacia la camioneta. El calor no daba tregua por lo que bajaron las ventanillas y se acomodaron en las butacas para continuar con su viaje.

Gastón acercó la llave al tambor y se disponía a ponerlo en marcha cuando de pronto, una voz familiar llamó su atención provocando que la misma escapara de sus dedos hasta caer al piso. Damián también la había oído y su corazón se disparó, frenético. No podían creerlo. Cuando menos lo esperaron, cuando casi se les habían agotado todas las esperanzas, la suerte por fin decidió ponerse de su lado.

Miraron al mismo tiempo a través del parabrisas, estupefactos al descubrir a Tomás saludando a una persona que entraba en la tienda de dulces de la cual él salía. Llevaba una caja de bombones en una mano y dos bolsas en la otra, una de ropa de mujer y otra de... ¿lencería?

—Hijo de puta —maldijo Damián entre dientes y llevó la mano hacia la manija de la puerta, pero Gastón lo sujetó del brazo para detenerlo negando con su cabeza.

—Pará. ¿No ves que está solo? Vamos a seguirlo —le dijo mientras tanteaba el piso buscando la llave.

Damián asintió a regañadientes. No obstante, mantuvo con fuerza su mano alrededor de la manija a riesgo de romperla.

Lo vieron mirar alrededor en forma automática y metódica para luego avanzar hacia una vieja camioneta "Chevrolet Silverado" de color rojo desvaído estacionada frente a la tienda. Para su fortuna, dos autos ocultaban gran parte de su camioneta por lo que sabían que él no podía verlos.

—¡Dale que se va carajo! —gruñó ante la tardanza de su hermano.

—¡La tengo! —gritó y se apresuró a poner en marcha el motor—. ¡No lo pierdas de vista!

—¡Te puedo asegurar que no!

Tomás ya había tomado la curva hacia la derecha y Damián agitó su mano desesperado indicando la misma dirección por donde aquella ruidosa y destartalada camioneta había desaparecido.

—¡Dale, Gastón, que lo perdemos!

—¡Estoy haciendo lo que puedo! —exclamó acelerando de forma brusca para alcanzarlo.

Apoderados por los nervios y el torrente de adrenalina que corría con furia a través de sus venas, lo siguieron por la ruta. Se mantuvieron a una distancia considerable con el fin de que no se diera cuenta de que estaban ahí. Estaba solo y se dirigía hacia la zona de fábricas donde ellos se habían dispuesto a ir minutos atrás.

A juzgar por las cosas que había comprado, estaba más que claro que se dirigía hacia el lugar donde la tenía encerrada. Damián estaba ansioso por verla, por comprobar que estuviese bien y aunque no estaría tranquilo hasta ponerla a salvo de ese depravado, al menos volvía a sentir esperanzas.

—¡Mierda! —dijo Gastón al ver que bajaba bruscamente la velocidad.

Tomás dobló por un camino que, según lo escrito en un viejo cartel a medio caer, conducía a un viejo aserradero.

—¡Nos va a ver! —exclamó Damián, atemorizado por perder la última y única chance de encontrarla.

—No, tranquilo.

El viejo aserradero ya no estaba en funcionamiento por lo que ahora era solo un enorme galpón tapiado y evidentemente abandonado.

Se detuvieron a una distancia prudente agradecidos de tener una camioneta con motor silencioso. Descendieron a toda prisa y corrieron hacia los árboles que bordeaban la carretera. Avanzaron entre los mismos para acercarse más al descuidado edificio y se detuvieron a escasos metros del lugar, donde lo vieron entrar y cerrar la puerta tras él.

Damián se dispuso a acercarse más. Necesitaba confirmar que allí se encontraba Virginia.

—¡Esperá! ¿Qué hacés? —lo detuvo su hermano—. El tipo ese está loco y probablemente armado. No sabemos con qué nos vamos a encontrar si entramos.

—¡No me importa! —exclamó nervioso—. Si ella está ahí...

—¡Lo sé! —lo interrumpió para tranquilizarlo—. Pero haciéndote matar no vas a lograr nada. Dejame llamar a papá para avisarle donde estamos. Él se encargará de llamar a la policía para que vengan. Ya los encontramos, hermano. Eso era lo más difícil. Ahora dejemos que ellos hagan su trabajo.

—¡Está bien! Pero no me voy a arriesgar a perderla de nuevo. Vos andá a llamarlo. Yo te espero acá —respondió exasperado.

Gastón lo pensó por unos segundos y finalmente asintió.

—Ok, no tardo. La estación de servicio está a unos pocos kilómetros. Damián, por favor prometeme que no vas a hacer ninguna estupidez —rogó.

Al verlo asentir, se alejó corriendo entre los árboles. Él no estaba en verdad seguro de poder cumplir su promesa. Desde ya, no estaba dispuesto a esperar para acercarse. Si las cosas terminaban por salirse de control, no le importaba el peligro. Sólo podía pensar en recuperar a Virginia.

Federico se encontraba en su estudio tomando un café con Martín cuando el teléfono sonó estridente, sobresaltándolo. Desde que Virginia había desaparecido y sus hijos pasaban los días fuera buscándola, reaccionaba de la misma manera con cada llamado. Posó sus ojos en el pequeño aparato y se apresuró a atenderlo.

Al oír la voz de Gastón entrecortada por su agitación, se incorporó de forma brusca. Escuchó por unos segundos y luego tanteó la superficie del escritorio con el fin de recoger una lapicera. Escribió una dirección con letra desprolija y se la mostró a su amigo.

—Tranquilo, estoy acá con Tincho y ya mismo vamos para allá.

—Deciles que no hagan nada hasta que llegue la policía —agregó el detective también poniéndose de pie.

—Hijo, esperen a la policía. Es demasiado peligroso. Y por favor te pido, cuidá de tu hermano. Sabés que en este momento no puede pensar con claridad.

—¡Ya lo sé, papá! ¡Por eso tengo que volver con él! ¡Vengan rápido! —pidió y cortó la comunicación.

Federico salió del estudio y se dirigió a la sala donde se encontraba su esposa y las chicas. Les contó rápidamente lo que había sucedido y lo que iban a hacer a continuación. Mientras tanto, Martín procedió a llamar a la policía y luego salió como una exhalación hasta su Renault Clío Williams color azul para ponerlo en marcha.

—Por favor, querido, tengan mucho cuidado —suplicó Liliana tomando la mano de su marido entre las suyas.

—Sí, amor, quedate tranquila. La policía ya está en camino y seguramente llegará antes que nosotros. Todo va a salir bien.

Ella asintió sin dejar de mirarlo a los ojos y con su mirada expresó el profundo temor que sentía de que su familia saliera lastimada. Deseaba con todas sus fuerzas que todo terminara de una vez para poder tener a sus hijos y a Virginia de nuevo en la seguridad de su hogar.

Federico, que entendía y compartía su sentimiento, le acarició con ternura la mejilla y le dio un beso. Después, posó sus ojos en sus hijas y en Sofía que lo miraban expectantes.

—No se preocupen. Voy a traerlos a todos de vuelta —aseguró antes de dar media vuelta y correr hacia el auto.

Ambos salieron a gran velocidad provocando que las ruedas chirriaran en el pavimento. Las cuatro mujeres permanecieron de pie junto a la puerta en silencio, conscientes, más que nunca, del peligro al que se estaban enfrentando.

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