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Capítulo 11

El primer cuatrimestre estaba llegando a su fin y con él, los últimos exámenes de julio. Debido a eso, el clima en la casa se había tornado un poco tenso. Damián, Laura y Eugenia dedicaban todas las tardes a estudiar y Diego se les sumaba cuando salía del trabajo. Había días en los que Marina también se juntaba con ellos con el pretexto de que necesitaba ayuda. Sin embargo, lo único que en verdad quería era estar cerca de Gastón. Luego de la fiesta, él había comenzado a evitarla. Como no podía concebir la idea de que alguien la rechazara, y no estaba dispuesta a renunciar al mejor amante que había tenido en su vida, se las ingeniaba para siempre tener un pretexto para ir a su casa. No obstante, Gastón nunca estaba en ella.

Virginia tenía cada vez más trabajo. El banco se había desbordado de juicios de recupero de créditos y ella no solo debía realizar sus tareas habituales como asistente personal de Federico, sino también asistir al nuevo asesor legal que habían contratado. No le molestaba el trabajo extra en absoluto, de hecho, le gustaba sentirse útil. Pero había algo en el joven abogado que la ponía nerviosa. No podía especificar por qué, pero no podía evitar sentirse cohibida ante la manera en la que la miraba cada vez que la tenía delante.

Paralelo a eso y coincidiendo con la incorporación de él en la empresa, había comenzado a sufrir fuertes e intermitentes jaquecas que no se calmaban con un simple analgésico. Muchas veces, incluso, habían llegado a distorsionarle la visión obligándola a tomar un descanso. Lo raro era que no se había vuelto a sentir así desde aquella noche en la que Damián la había encontrado y eso era algo que la inquietaba. ¿Por qué ahora?

Esa tarde, faltaba tan solo media hora para que terminara su horario de trabajo y ella no veía la hora de irse. Si bien el día había transcurrido sin problemas, su noche no había sido muy buena por lo que se sentía realmente agotada debido a la falta de descanso. Por otro lado, Federico estaba demorado en una reunión y si quería regresar con él, tendría que esperarlo algunas horas más. La verdad era que no se sentía con la energía suficiente como para hacerlo y tampoco deseaba llamar a Damián para que fuese a buscarla; el pobre apenas dormía por culpa de los inminentes exámenes y en ese momento seguro se encontraría estudiando.

Por esa razón y luego de preguntarle a una compañera para asegurarse de cuál era el colectivo que debía tomar, le dejó una nota sobre el escritorio a Federico para avisarle que se marchaba y lo vería en la casa. Acomodó las últimas cosas, recogió su bolso y tras saludar a sus compañeros, se dirigió al ascensor. Apretó el botón de la planta baja y esperó a que las puertas se cerraran. Pero justo cuando las mismas estaban por hacerlo, una mano asomada en la rendija hizo que volvieran a abrirse.

Tomás Gutiérrez, el nuevo asesor legal, apareció ante ella y entró en el ascensor. Se colocó a su lado y le dedicó una increíble sonrisa capaz de derretir hasta a un témpano. Ella le sonrió tímidamente y bajó la mirada, nerviosa. No podía negar que era muy atractivo. Llevaba su cabello rubio desmechado y peinado con gel y tenía unos increíbles ojos azules. No sabía su edad, pero no creía que superara los treinta.

—¿Ya te vas? —le preguntó sin dejar de sonreír. Ella asintió—. ¿Te vienen a buscar?

―No, voy a tomar el colectivo que pasa en la otra cuadra ―le respondió intentando ser amable.

—Si querés te llevo. Tengo el auto en la esquina ―se ofreció mirándola fijamente a los ojos.

—Gracias, pero no quisiera molestarte.

—Para mí no es ninguna molestia —aseguró sin dar lugar a ninguna réplica.

No quería irse con él y no entendía por qué insistía tanto en llevarla. Intentó pensar en algo que le sirviera para negarse, pero su cabeza comenzó a dolerle en ese mismo instante impidiéndole pensar con claridad. Además, era como una especie de jefe para ella y no quería que se sintiera ofendido o de algún modo despreciado por su negativa.

—Bueno, en ese caso está bien —aceptó finalmente forzando una sonrisa.

Salieron del ascensor y avanzaron hacia la puerta principal. Tomás la abrió y haciendo un gesto con su mano, le cedió el paso. Una vez afuera, apoyo una mano en la parte baja de su espalda instándola a avanzar mientras que con la otra le indicaba el camino.

De repente, Virginia se arrepintió de haber aceptado. No le gustaba para nada la idea de estar con él a solas en su auto, pero ya era demasiado tarde para declinar. Entonces, oyó a lo lejos esa voz que siempre lograba hacerla sentir a salvo.

Del otro lado de la calle, Damián bajaba de la camioneta cuando la vio. Su padre lo había llamado para avisarle que estaba atrapado en una reunión y que demoraría más de lo previsto, por lo que no había dudado en ir a buscarla. Frunció el ceño al ver al hombre que había salido junto a ella y en ese momento le apoyaba una mano en la espalda para instarla a irse con él.

—Pero, ¿qué carajo? —murmuró apurando el paso.

En pocas zancadas salvo la distancia que los separaba.

—Virginia —la llamó con voz firme.

Los dos giraron al mismo tiempo y las expresiones en sus rostros no pudieron haber sido más diferentes entre sí. Ella parecía estar sintiendo un inmenso alivio y él, más bien todo lo contrario. Parecía frustrado y lo miraba con... ¿odio? Sí, parecía como si quisiese asesinarlo con los ojos.

—¡Hola, amor! —saludó ella avanzando rápidamente hacia él—. ¿Qué estás haciendo acá?

—Mi papá me llamó para avisarme que estaba demorado con una reunión difícil de la que no se podía ir así que vine a buscarte —respondió, aún tenso.

—¡Qué bueno! —le dijo con una gran sonrisa.

Poniéndose en puntas de pie, le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó en los labios. En cuanto Damián sintió su contacto, la tensión abandonó su cuerpo y una sensación de paz lo invadió. Deslizó la mano hacia su nuca y atrayéndola más a él, profundizó el beso. Se separaron cuando ambos se quedaron sin aire y aún tenían sus ojos cerrados cuando oyeron un carraspeo impaciente a su lado. Virginia recordó de inmediato que no estaban solos y sonrojada, retrocedió unos pasos para poner distancia.

—Perdón —balbuceó, nerviosa—. Él es Tomás, el nuevo asesor de tu papá. Tomás, te presento a Damián, el hijo de Federico.

—Y su novio —agregó este mirándolo fijamente a los ojos.

El letrado sonrió con amabilidad y extendió el brazo hacia adelante para saludarlo con un fuerte apretón de manos.

—Encantado. Bueno, como ya tenés quien te lleve a tu casa, entonces yo me voy yendo. Nos vemos mañana.

—Sí, igual gracias por el ofrecimiento —respondió despidiéndolo con un beso en la mejilla.

Tomás volvió a sujetarla de la cintura y luego asintió hacia su novio —quien no apartó ni un segundo los ojos de él— a modo de saludo. Finalmente, se alejó con pasos apresurados.

En el camino de regreso, Damián no volvió a emitir palabra alguna y con expresión seria, mantuvo la vista fija en el parabrisas. Virginia, incómoda ante su silencio y el ceño permanentemente marcado en su rostro, decidió preguntarle qué le pasaba.

—¿Ese tipo siempre te toca así?

—¿Qué? ¿Así como? No entiendo —le respondió sorprendida por la rabia que oía en su voz—. Nunca me tocó. ¿Por qué lo decís?

—Puso su mano en tu cintura, Virginia.

—Pero eso fue solo un segundo y para indicarme hacia dónde caminar —respondió incómoda ante su conjetura—. Jamás permitiría que me toque de ninguna otra forma.

Giró la cabeza para mirarla a los ojos. Sabía que era sincera y le agradó su respuesta. Se dio cuenta de que se había enojado ante su comentario; podía notarlo en el suave rubor que mostraban sus mejillas, y eso le gustó aún más. Disminuyendo la velocidad, se arrimó a la banquina hasta detener la camioneta. Entonces giró hacia ella y sujetándole el rostro con ambas manos, la besó con posesividad.

—Perdoname. Es que no me gusta que otro te toque —susurró contra sus labios.

—No te preocupes. A mí tampoco.

A continuación, le devolvió el beso con la misma pasión que él.

Esa noche, Virginia volvió a tener dificultades para dormir. El dolor regresó con fuerza y aunque se había tomado un ibuprofeno, el mismo no parecía aliviar su padecimiento. Con los ojos cerrados, trató de aquietar su mente mientras que, con sus dedos, apretó el entrecejo con la intención de suavizar, aunque fuese un poco, el intenso y continuo martilleo.

En algún momento que no fue capaz de precisar, por fin comenzó a relajarse y poco a poco se fue adormilando. No obstante, su descanso no duró demasiado. En medio de la noche, un grito agudo y desesperado de mujer la despertó bruscamente.

Saltó en su cama y se apresuró a encender la luz. Estaba empapada en sudor, sus manos temblaban y su corazón palpitaba con fuerza dentro de su pecho. Asustada, buscó alrededor con desesperación. Sin embargo, contrario a su aceleración, en la habitación reinaba la paz absoluta. Tanto Eugenia como Laura dormían profundamente y eso solo podía significar que aquel grito desgarrador había sido producto de una pesadilla. ¡Qué real se había sentido!

A partir de ese momento, una extraña sensación de intranquilidad la invadió y ya no pudo volver a dormirse.

Por la mañana del día siguiente, se levantó temprano y desayunó junto a Federico antes de marcharse al trabajo. Todos los demás aún dormían ya que se habían quedado despiertos hasta muy tarde estudiando. El dolor continuó atormentándola y comenzó a sentir que su cabeza le estallaría de un momento a otro. Al terminar, lavó las tazas rápidamente y fue al baño para buscar otro Ibuprofeno. Justo en ese momento, Laura abrió la puerta y la vio.

—¡Está ocupado! —le gritó sobresaltada mientras se guardó la tableta en el bolsillo de su pantalón.

—Perdón, no me di cuenta —le dijo asombrada por la forma en que le había hablado—. ¿Estás bien?

—Perdoname, no te quise tratar así, es que hace días que me duele mucho la cabeza y no se me pasa con nada.

—Uh, que feo. ¿Pero por qué no le preguntás a Euge? Quizás ella pueda darte algo más fuerte. O tal vez Damián pueda llevarte al hospi...

—¡No! —interrumpió, nerviosa—. No quiero que él lo sepa. Ya bastante estresado está con los exámenes como para sumarle otra preocupación. Por favor, Laura, prometeme que no vas a decirle nada.

—Está bien, te lo prometo, no le voy a decir nada. Pero creo que, al menos, deberías hablar con mi hermana. Ella seguro te...

—Sí, voy a hacer eso. Gracias —la interrumpió, una vez más.

A continuación, salió del baño a toda velocidad y se marchó sin despedirse.

Laura frunció el ceño, preocupada. La había visto nerviosa y agotada, prueba de eso eran sus exageradas reacciones y las sombras oscuras debajo de sus ojos. Algo más le estaba pasando y por lo visto, no deseaba contárselo a nadie. Se debatió en su interior entre hablar o no con Damián, pero luego de unos segundos, decidió que lo mejor sería esperar e intentar hablar con ella más tarde.   

En el banco, Virginia la estaba pasando realmente mal. El analgésico no había funcionado y la cabeza no dejaba de dolerle, al punto de molestarle incluso la suave música ambiental. Peor aún, Federico le había pedido que imprimiera varias copias de un informe para presentarlo ante los directivos y la maldita máquina no quería colaborar. Primero había tenido que cambiarle el cartucho, después se quedó sin hojas y en ese momento, un papel se encontraba atascado y no había forma de que pudiese sacarlo. Se sentía frustrada y molesta. Si seguía así, en cualquier momento comenzaría a llorar.

Tomás entró a buscar las copias justo cuando ella comenzó a insultar a la impresora por lo bajo.

—¿Qué pasó? —le preguntó divertido.

—Ay, perdón, es que no me siento muy bien y no puedo sacar el papel que se quedó trabado ahí adentro —dijo nerviosa señalando la máquina.

―Bueno, tranquila. A ver, dejame probar a mí ―se ofreció de inmediato con una sonrisa.

Se acercó hasta quedar a su lado y comenzó a examinar el aparato intentando descubrir el origen del problema. Al hacerlo, Virginia pudo oler su intenso y masculino perfume. A pesar de que era una fragancia agradable, no pudo evitar sentir un vuelco en el estómago que le provocó unas fuertes y repentinas nauseas.

Un escalofrío la recorrió a lo largo de su columna y un sudor viscoso comenzó a cubrir su frente. De pronto, todo se volvió blanco, brillante y sintió que sus piernas ya no podían sostenerla. Finalmente, como si alguien hubiese apagado el interruptor de la luz, la oscuridad se cernió sobre ella. 

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