En la zona más apartada y despoblada de un pequeño pueblo del interior de la Provincia de Buenos Aires, un frente de tormenta se precipitaba a gran velocidad desde el este, convirtiendo vertiginosamente el día en noche. El vendaval desatado bramaba con energía sacudiendo violentamente las tupidas copas de los árboles y, desde el cielo, repentinos e intermitentes fogonazos de luz le daban al lugar un tenor lúgubre y siniestro.
Una camioneta Grand Cherokee negra doble cabina y con vidrios polarizados se acercó lentamente hasta detenerse frente a la única casa de esa manzana. La misma se encontraba al frente de una gran extensión de terreno y llamaba notoriamente la atención por sus dos plantas y su diseño moderno de grandes ventanales y ladrillos a la vista.
Los ensordecedores truenos hacían temblar los cristales de la camioneta y en su interior, los seis integrantes de la familia permanecieron en silencio observando el que a partir de esa noche se convertiría en su nuevo hogar.
Federico González Herrera, un hombre de cincuenta y cinco años, era abogado y subgerente de una de las entidades bancarias más importantes de Argentina. Desde muy joven había comenzado a trabajar para el banco y se había esforzado mucho por obtener un cargo jerárquico. Por eso, cuando el Directorio le comunicó su deseo de nombrarlo Gerente de la nueva sucursal, sintió que finalmente todo había valido la pena.
Sin embargo, debía estar dispuesto a mudarse a más de trescientos kilómetros de su hogar y arrastrar a su familia con él. Por otro lado, junto con el puesto, le ofrecían una vivienda permanente y completamente amueblada en el pequeño pueblo que se encontraba justo a la salida de la ciudad donde abrirían la nueva sucursal.
Era una oportunidad única y sabía que no podía rechazarla. Lo había estado esperando toda su vida y, además, significaba un importante incremento en sus ingresos. No obstante, a pesar de su deseo y la tentadora oferta, no podía tomar una decisión de ese calibre solo y por tal motivo, se tomó varios días para considerarlo. Finalmente, y luego de estar seguro de que contaba con el apoyo de su familia, aceptó la propuesta.
En ese momento, con sus ojos oscuros como la noche fijos en aquella desconocida casa, se encontraba paralizado. Le seguía preocupando cómo afectaría a su familia un cambio tan rotundo.
Su esposa, Liliana Segovia, una elegante mujer de cabello claro, corto y despuntado a la altura de la nuca, posó sus ojos del color del caramelo en el rostro consternado de su esposo. Le gustaba contemplarlo siempre que podía ya que, a pesar de su edad y algunos cabellos canos, aún conservaba su atractivo y porte. Era tres años menor y hacía veintisiete que estaban juntos por lo que lo conocía a la perfección.
Se dio cuenta de inmediato de lo que pasaba por la mente de su querido esposo. Sabía que estaba mortificado y sintió que debía hacer algo al respecto. Lo tomó de la mano con ternura provocando que él la mirara al instante. Le sonrió y obtuvo otra sonrisa en respuesta. Eso fue todo lo que necesitó Federico para poder continuar.
Las primeras gotas comenzaron a caer pausadas y aisladas, y casi sin tregua, se desató el implacable aguacero. Reaccionando en el acto, el hombre descendió del vehículo con prisa instando a todos a seguirlo. Sus cuatro hijos: Gastón, Damián, Eugenia y Laura, corrieron aún más rápido y llegaron rápidamente a la entrada. Se agruparon para esperarlos en el escalón más alto de los tres que desembocaban en la puerta de madera maciza color caoba. Del otro lado, un portón de idéntico diseño habilitaba el acceso a la cochera.
En cuanto ingresaron a la casa, se sorprendieron ante el espacioso recinto, y a pesar de la soledad que transmitían sus blancas y vacías paredes, la perfecta distribución y estado de los muebles lo hicieron más cálido.
Agotados por el viaje, decidieron comenzar cuanto antes a desembalar las cajas con sus cosas que habían sido trasladadas el día anterior bajo la experta supervisión de su nueva secretaria. De esa manera, terminarían antes y podrían descansar más temprano.
Federico decidió empezar a organizar el pequeño cuarto que se hallaba junto a la sala, destinado a convertirse en su estudio. Aquel hombre era extremadamente obsesivo en cuanto a su trabajo y, como todo buen abogado, estaba siempre atento al más mínimo detalle.
Liliana se dirigió directamente a la cocina con el fin de distribuir y organizar los víveres. Mientras ordenaba, pensaba en sus cuadros. Le bastó una rápida mirada para imaginarse donde colocaría cada uno.
Cuando encontraba tiempo libre, le gustaba pintar coloridos paisajes campestres inspirados en el pueblo de su feliz infancia. Allí lo había conocido a Federico en uno de sus tantos viajes de negocios. Sonrió al recordar el primer momento en el que se vieron. Ella estaba de novia, pero eso no lo detuvo en lo más mínimo y, con insistencia, la sedujo en cada oportunidad que encontró. Liliana nunca antes había experimentado las sensaciones que Federico le provocaba y después de luchar contra sí misma, finalmente puso fin a su relación para poder estar con él.
Su amor fue tan intenso desde el principio que, cuando llegó el día en el que Federico debía regresar a la Capital Federal, se la llevó con él a la gran ciudad. Allí se casaron y se disfrutaron plenamente aprovechando cada instante para amarse sin tapujos ni restricciones. Ni siquiera la llegada de su primer hijo, Gastón, los detuvo. Tampoco la de Damián al año siguiente o la de las mellizas, Laura y Eugenia, dos años más tarde. Por supuesto que debieron ser más cautelosos, pero, aun así, en ningún momento dejaron de demostrarse lo mucho que se amaban. De hecho, hasta el día de hoy, se atraían con la misma intensidad de los inicios.
Laura era igual que su madre. Había heredado su carácter dulce e inocente y su altura media. Sin embargo, sus curvas eran un deleite para los ojos que la convertían en una hermosa mujer. Tenía veintidós años y su cabello y ojos eran oscuros como los de su padre. Estudiaba psicología y tenía una personalidad dócil y amable. Tenía la virtud de verle siempre el lado positivo a las cosas —tal vez por eso el cambio no le había afectado demasiado— y no había nada que no estuviese dispuesta a hacer por su familia, aunque muchas veces eso significase sacrificarse a sí misma.
Observó a su alrededor advirtiendo al instante los rostros cansados de sus hermanos. Determinada a aligerar el ambiente, recogió su largo y lacio cabello en un rodete improvisado y avanzó hacia la escalera que llevaba al piso superior. Mientras subía en dirección a los dormitorios, los miró con una sonrisa y los desafió a una carrera para elegir la mejor habitación. Todos sonrieron en respuesta y se apresuraron a seguirla.
Era casi medianoche cuando la lluvia por fin cesó. En su lugar, había quedado un intenso y refrescante aroma a tierra mojada, pero como estaban a fines de febrero, no había refrescado demasiado.
En el parque, el césped había sido cortado recientemente y la única fuente de luz provenía de un farol ubicado en la galería detrás de la cocina. Allí mismo, había una mesa con cuatro sillas y dos reposeras en la esquina. Al final del terreno, se llegaba a vislumbrar el frente de una especie de depósito o cuarto guarda útiles, probablemente inutilizado. A ambos lados del perímetro, se desplegaban dos perfectas y altas líneas de tupidos arbustos.
Gastón, el mayor de los cuatro, se había recibido hacía poco de periodista y en los próximos días tendría una entrevista laboral en la Universidad Regional donde estudiarían sus hermanos. Para su fortuna, había una vacante libre para ayudante de cátedra en una de sus materias favoritas —las que tenían que ver con la escritura—, por lo que estaba ansioso por ser seleccionado.
Tenía veinticinco años. Sus ojos y su corto, aunque rebelde, cabello oscuro eran iguales a los de su padre y su hermana, Laura. Era muy alto, rondando el metro noventa, y su contextura física era atlética y estilizada. Era demasiado atractivo y solía siempre llamar la atención de las mujeres, incluso sin proponérselo. Eso le molestaba un poco ya que solía aburrirse rápidamente. Además, era un tanto intolerante y mordaz, por lo que impresionarlo, se tornaba una tarea muy difícil. Hasta el momento, ninguna mujer había logrado despertar en él un interés más allá de la atracción física.
En busca de un momento de soledad para poder continuar leyendo el libro que había comenzado días atrás, se dirigió al parque trasero. Avanzó hacia donde se encontraban las reposeras, se acomodó en una de ellas y, tras abrir el mismo en la hoja que estaba marcada en su borde superior, se sumergió de lleno en la lectura. Absorto y ajeno al murmullo proveniente de la cocina, sus ojos recorrieron velozmente las líneas de un lado a otro. Era una historia de suspenso, justo el género que más disfrutaba, y la trama lo tenía atrapado.
De pronto, se sobresaltó ante el ruido que hizo la reposera contigua cuando su hermano se sentó en ella. Molesto por la interrupción, apartó la vista del libro para observarlo.
Damián era el segundo hijo del matrimonio y el más parecido a su madre, tanto en personalidad como en apariencia física. Al igual que ella, su castaño cabello era claro y ondulado, pero sus ojos, de un cristalino color celeste, eran producto de la herencia directa de su abuela materna. Era apenas un poco más bajo que su hermano y sus músculos, no tan marcados, se delineaban de forma natural.
Si bien tenía un carácter agradable y tranquilo, era demasiado sobreprotector y estructurado, por lo que solía preocuparse, en vano, por situaciones en las que no podía ejercer ningún tipo de control. A pesar de ser menor que Gastón, siempre había aparentado tener más edad. Le faltaba un año para recibirse de contador y estaba decidido a terminar su carrera en la nueva universidad.
En cuanto Gastón notó cómo su hermano contemplaba al cielo —ahora despejado— e inspiraba profundamente, supo que algo le preocupaba. Cerró el libro de forma automática y lo depositó en el suelo por debajo de su reposera.
—¿Qué pasa?
Este volteó hacia él y exhaló.
—La verdad no sé. Es como que tengo sensaciones encontradas. Por un lado, sé que todo esto es buenísimo para el viejo y no me arrepiento de haber aceptado venir. Pero por el otro, siento que estamos en la loma del culo, en un pueblo en el medio de la nada que ni siquiera me acuerdo cómo se llama —respondió, confuso—. Entonces, me pongo a pensar en las chicas caminando solas de noche o en mamá quedándose sola durante todo el día sin las viejas chismosas del barrio y... que se yo, creo que ellas estarían mejor allá.
—Uh pará un poco esa mente y bajá la ansiedad. A ver, es verdad que estamos en el medio de la nada y quizás... qué digo, seguramente, va a ser un embole para todos; pero con lo demás me parece que estás exagerando un poco. No creo que sea tan inseguro como pensás o que Euge y Lau tengan muchas ganas de andar por ahí de noche. —Hizo una pequeña pausa—. En cuanto a mamá... ¿no te parece que es papá quien debe preocuparse de eso? Yo que vos, comenzaría a relajarme y pensaría en cosas más interesantes, por ejemplo... —agregó, con una sonrisa pícara mientras alzaba una de sus cejas— ...en las chicas del pueblo. Sabés que se vuelven locas con los porteños.
Damián no pudo evitar sonreír ante el comentario de su hermano. Ya le parecía raro que no hubiese mencionado antes su tema preferido. Pero entonces, lo vio sacar de su bolsillo un paquete de "Marlboro" y encender un cigarrillo y la sonrisa se borró de su rostro. Odiaba que tuviese ese hábito. Puso los ojos en blanco cuando este extendió la caja hacia él en señal de ofrecimiento y negó con su cabeza.
—Sabés que no fumo.
—Lo sé. Y quizás ese sea tu problema —señaló irónicamente justo antes de exhalar el humo—. Hermano, la vida es corta. ¡Disfrutala!
Damián sabía que tenía razón. No en lo de fumar por supuesto, sino con lo de disfrutar más. No obstante, no podía evitar preocuparse por todo.
Se incorporó con la intención de regresar al interior de la casa, pero antes de llegar a la puerta de la cocina, fue interceptado por Eugenia, quien traía dos tazas de café humeante en las manos. Detrás de ella, Laura cargaba una bandeja con otras dos tazas y varios sándwiches de jamón y queso.
—Yo te diría que no entres —sugirió la primera, sonriendo—. Mamá y papá encontraron el viejo tocadiscos y no creo que tengas muchas ganas de ver a los tortolitos bailar como dos adolescentes.
Eso le provocó risa y dio la vuelta para desandar el camino y seguir a sus hermanas.
—A mí me parecen adorables —agregó Laura.
Si había algo que ella admiraba de sus padres era el tipo de relación que tenían. Era raro que pelearan y aún después de tantos años, se los veía muy enamorados.
Damián se sentó en una de las sillas ubicadas alrededor de la mesa y comenzó a beber su café. Inmediatamente, Laura se sentó a su lado y apoyando la cabeza sobre su hombro, buscó su cobijo.
—Tenés frío, ¿no? —dedujo mientras pasaba un brazo alrededor de su hermana.
—¡Siempre tiene frío! —acotó Eugenia desde la reposera donde antes se había sentado Damián—. Ya le dije que debe estar anémica, que tiene que ir al médico, pero no me hace caso.
—¡No, gracias! A los médicos mejor tenerlos lejos. Cada vez que vas te encuentran algo —respondió sonriendo con la clara intención de provocarla.
—¡Ah, andá a cagar! —exclamó mientras agitaba su mano en el aire, en ademán de descartar su comentario.
Todos rieron divertidos por su reacción.
A pesar de ser mellizas, Eugenia era físicamente más parecida a su madre y a Damián. Sus ojos eran de color marrón claro, al igual que su largo y ondulado cabello el cual había recogido en una cola alta y era muy delgada y esbelta. Poseedora de una personalidad espontánea y extrovertida, era en extremo honesta, por lo que no solía medir las palabras al hablar. Estudiaba medicina y desde hacía un año había empezado con las prácticas. Su deseo era convertirse en pediatra.
Permanecieron conversando alrededor de una hora hasta que el frío y el entumecimiento los instó a entrar en la casa. Si bien las chicas lo hicieron de inmediato, Damián y Gastón se demoraron unos segundos más para terminar de recoger las tazas y el libro que estaba debajo de la reposera.
Pero entonces, el sonido de un fuerte e inesperado golpe los sobresaltó. Alzaron la vista hacia el fondo del parque donde se encontraba aquel cuarto y alcanzaron a ver que las dos grandes hojas de madera que conformaban la puerta se encontraban entreabiertas. Seguramente el viento, que aún soplaba con fuerza, había sido el responsable de semejante estruendo.
—Tal vez deberíamos trabarlas con algo para que no vuelvan a golpearse —sugirió Damián avanzando hacia el lugar.
—Sí, creo que sería lo mejor. Esperá que voy a buscar una linterna. Te apuesto lo que quieras a que no hay electricidad ahí dentro.
Tal y como había predicho Gastón, el interruptor de luz no funcionaba, por lo que debieron ingeniárselas con la escasa luminosidad que les proporcionaba la linterna.
El estado del interior era deplorable y precario. El polvo había cubierto cada centímetro del lugar y el frío se sentía incluso con mayor intensidad que afuera. Las paredes de concreto se encontraban sin revocar y pegado a una de ellas, había un mueble largo sin bisagras. Sus puertas se encontraban apiladas a un costado. Sobre el suelo del extremo más alejado, había una enorme pila de mantas viejas amontonadas de forma desordenada y bolsas de arena y cemento sin abrir.
—Mejor busquemos en la casa —manifestó Gastón mientras emprendió la retirada—. Acá no hay nada que podamos usar para...
De repente, un movimiento brusco y el ruido de algo cayendo al piso llamó su atención. Apuntó con la linterna directamente hacia el lugar y se quedó inmóvil al descubrir lo que había generado el alboroto.
Damián, también sorprendido, abrió grande sus ojos fijando la vista en la joven mujer que, insólitamente, acababa de emerger de entre las mantas. Estaba sucia y asustada, y su rubio cabello, lleno de hojas, caía revuelto por sus hombros hasta su cintura.
—¡Por favor no me lastimen! —exclamó mirándolos con ojos aterrados.
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