Capítulo Uno.
Fuera de la Gran Plaza de Toros de Sevilla, la multitud se agolpaba; unos para protestar por la libertad de los animales y otros para disfrutar del espectáculo de la corrida.
—¡La vida no es un espectáculo, es un derecho! —gritaba Elena, liderando a la multitud enardecida. En su mayoría, eran activistas veganos que luchaban por aquellos seres inocentes a los que se les quitaba la vida de forma cruel.
Dentro de la plaza, el gran Javier de la Torre esperaba ansioso el inicio del evento que tanto había anticipado: ser nombrado primer torero.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Javier a su asistente, Gian Carlo.
—Es Elena Montenegro, señor —respondió Gian Carlo. El resoplido de Javier resonó en toda la sala. Esa chiquilla ya lo tenía harto; parecía que su odio estaba dirigido únicamente hacia él, pues las únicas corridas en las que ella aparecía eran las suyas. Javier entendía que muchos no estuvieran de acuerdo con su linaje familiar, pero le irritaba que Elena no pudiera respetar el arduo trabajo que le había costado llegar hasta allí.
Sin pensarlo demasiado, Javier decidió seguir practicando para su gran momento. Esto era algo que había estado esperando desde que era tan solo un niño, y no permitiría que una niñata entrometida arruinara su gran día.
La plaza de toros se llenaba de expectación. Los asistentes se acomodaban en sus asientos, algunos con abanicos en mano, mientras el sol abrasador de Sevilla iluminaba la arena dorada. Los aplausos y murmullos creaban un eco que resonaba por todo el recinto. El sonido de los tambores y trompetas anunciaba el inicio del espectáculo.
El portón de toriles se abrió lentamente, revelando al primer toro, una imponente bestia de pelaje negro azabache, cuyas patas fuertes y músculos tensos reflejaban su poder. Con pasos firmes y calculados, Javier se adelantó al centro de la plaza, sosteniendo su capote con elegancia. La multitud contuvo la respiración, esperando la primera embestida. El torero, con una postura erguida y mirada desafiante, giró el capote en el aire, llamando la atención del toro.
La bestia arrancó con una fuerza descomunal, levantando polvo a su paso. Javier, sereno y concentrado, ejecutó un pase limpio, rozando el lomo del toro con el borde del capote. La gente estalló en vítores y aplausos. Este era el momento que había soñado toda su vida: dominar la arena, sentir la adrenalina del enfrentamiento y escuchar los aplausos de la multitud que lo aclamaba como el mejor.
Pero mientras el público vitoreaba, desde la entrada, Elena observaba con el rostro tenso, sus manos aferradas al cartel de protesta. No podía apartar la mirada de Javier, aquel hombre que, a pesar de sus diferencias, lograba encender en ella una mezcla de furia y fascinación.
Elena no iba a permitir que aquel hombre sin escrúpulos y valores siguiera dañando a aquellos seres inocentes que no entendían por qué estaban allí. Sin pensarlo dos veces, empezó a gritar con más fuerza, levantando su cartel en alto. Sin embargo, su voz apenas era un murmullo ante el rugido de la multitud enardecida, que vitoreaba con entusiasmo al gran Javier de la Torre mientras toreaba en medio del ruedo.
Javier disfrutaba aquellos breves instantes en los que se detenía para mirar al público; los aplausos, los gritos de admiración y las ovaciones eran su combustible. Su capa ondeaba con gracia en el aire mientras ejecutaba pases limpios y elegantes, llevándose al toro alrededor de la plaza. Con cada movimiento, el animal embestía con fuerza, levantando polvo a su paso, pero Javier, con una precisión impecable, esquivaba cada ataque. El público estallaba en vítores cuando lograba un pase ajustado, su capote rozando apenas el lomo del toro. Era un espectáculo en el que demostraba toda su habilidad y experiencia, la culminación de años de práctica y esfuerzo.
Finalmente, tras un último pase magistral que hizo vibrar a los asistentes, el toro se rindió ante su dominio. Los aplausos llenaron la plaza, y el presidente del evento hizo una señal desde su palco. Los alguacilillos se acercaron a Javier, llevándole el prestigioso Capote de Oro, un trofeo reservado para los mejores toreros. El torero recibió la banda de "Primer Torero" con orgullo, colocándosela sobre el pecho mientras la multitud coreaba su nombre. Con una sonrisa amplia y sincera, Javier salió de la arena para dirigirse a los que no habían conseguido un boleto para la función, dispuesto a presumir su logro.
Sin embargo, Elena, decidida a no dejarlo disfrutar de su momento, corrió hacia él. Con un par de tomates en mano, se plantó frente al torero. Sin mediar palabra, empezó a lanzárselos uno tras otro.
—¡Así es como te ves, Javier de la Torre! —gritó Elena—. Manchado de tomate, igual que estás manchado de sangre. ¡No eres un héroe, eres un asesino!
Los tomates estallaron contra su traje de luces, dejando manchas rojas por todo su pecho y rostro. Javier, sorprendido al principio, no tardó en reaccionar. Con el ceño fruncido, se lanzó hacia ella intentando sujetarla, pero Elena esquivó el intento, lanzándole un último tomate.
—¡¿Qué acaso nunca viste la película de Olé!? —exclamó Elena con furia mientras se agachaba a recoger un puñado de barro que sin pensarlo lanzó —. ¿Cómo puedes pensar en matar a tantos "Ferdinands"? ¡Son solo animales buscando su lugar en el mundo, igual que tú buscando tu ego!
Javier, cubierto de tomate y barro, le devolvió un par de puñados de lodo, sin poder evitar soltar una carcajada entre la pelea.
—¿De verdad crees que un toro aquí es como ese toro gigante y tierno de la película? —bromeó Javier, esquivando otro tomate—. ¿Qué sigue? ¿Vas a sacarle flores del lomo también?
Elena, sin perder tiempo, cogió otro tomate y lo aplastó en su mano, apuntando directamente al rostro de Javier.
—¡Claro que sí! Porque hasta un toro como Ferdinand tiene más corazón que tú, Javier. Él nunca elegiría luchar por espectáculo. ¡Quizá deberías aprender algo de una caricatura!
El público, expectante y divertido por el inesperado giro de los acontecimientos, no sabía si aplaudir o seguir grabando. Algunos reían mientras los periodistas capturaban cada momento del enfrentamiento. Javier y Elena seguían lanzándose tomates, cubiertos por completo en salsa roja. Los gritos de la activista se mezclaban con las risas y los abucheos de algunos espectadores.
Javier, entre risas y jadeos, intentó acercarse de nuevo a ella, pero una nueva lluvia de tomates lo hizo retroceder. Se limpió la cara con una mano, riendo, mientras Elena seguía provocándolo.
—No sabía que tenías un lado tan artístico, Elena. ¿Acaso estás preparando una nueva Tomatina aquí mismo? —preguntó Javier.
—Claro, pero tú eres el único participante. ¡Disfruta del espectáculo! —gritó ella, lanzando otro tomate con precisión.
El enfrentamiento se convirtió en una escena caótica y surrealista. Mientras se lanzaban tomates, los dos parecían bailar una especie de coreografía improvisada. La multitud disfrutaba del espectáculo tanto como había disfrutado la corrida. Los teléfonos grababan el momento que, sin duda, se haría viral al instante.
Finalmente, ambos acabaron en el suelo, resbalando en el barro y la salsa de tomate. Exhaustos, se miraron fijamente. Javier soltó una carcajada, todavía con la sonrisa amplia.
—Admito que esto ha sido más emocionante que la corrida —dijo, levantando las manos en señal de rendición.
Elena lo miró, con el rostro cubierto de barro y tomate, y, sin poder evitarlo, una sonrisa se formó en sus labios.
—Esto es solo el comienzo, Javier. Si piensas que voy a detenerme, es porque claramente no has visto cómo termina Ferdinand.
La multitud estalló en risas y aplausos, y la imagen de ambos, sucios, riendo y jadeando, quedó como el recuerdo de un día en el que la tradición y la protesta se encontraron de la forma más inesperada.
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