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Prefacio

Todo comenzó en una gélida noche de invierno. Una noche extraña y sombría, distinta a cualquier otra. La posibilidad de presenciar algo así era casi inexistente. No intentes imaginarla, porque el horror que se desató aquel día es algo que no le deseo a nadie.

Era el penúltimo día de la semana. El sol había caído tras las colinas verdes, y lo que normalmente sería un ocaso teñido de suaves naranjas y dorados, se transformó en un crepúsculo teñido de un rojo profundo, casi del color de la sangre.

Así comenzó todo, y con ello, el caos.

Del corazón del bosque emergieron enormes bestias cubiertas de un espeso pelaje. Sus colmillos, gruesos y amarillentos, se asomaban amenazantes bajo fauces rugientes. Sus cuerpos estaban protegidos por pelajes de distintos tonos, pero no contra el frío invierno, sino contra cualquier golpe o ataque; sus pieles eran impenetrables, y bajo ellas se escondían músculos poderosos, duros como el granito, que los convertían en criaturas imponentes e indomables.

Podías distinguir sus músculos desde lejos, como los de un toro salvaje, y entender el peligro que representaba enfrentarlos.

Sus ojos ardían con una furia implacable, como brasas encendidas, incapaces de mostrar piedad. Ya habían sido traicionados una vez, heridos por manos que antes les suplicaron clemencia. Ahora, eran tan letales como un relámpago en plena tormenta.

Vi sus garras. No eran simples herramientas de la naturaleza, sino armas letales, afiladas como cuchillas dobles que rasgaban la carne con una facilidad espantosa. Ante mis propios ojos, vi cómo aquellas garras de acero arrancaban los rostros de los humanos, despojándolos de sus ojos, nariz y boca, dejándolos irreconocibles, grotescas sombras de lo que alguna vez fueron. El terror y el llanto resonaban en mis oídos, mezclándose con los gritos de dolor y las súplicas ahogadas por la muerte.

Sentí una corriente helada recorrer mi cuerpo y contuve un grito en mi garganta. Tragué el nudo de angustia que me atenazaba el corazón y me refugié tras el enorme muro de metal de la fortaleza donde me escondía. Pero, a pesar del miedo, no pude apartar la mirada. A través de un pequeño orificio, observé con espanto cómo aquellos a quienes conocía iban cayendo, cómo les arrebataban la vida sin compasión.

Tenía ocho años en aquel entonces. Esa noche cambió mi vida para siempre. Perdí a mi hermano, a mis padres... y lo más doloroso fue ver con mis propios ojos la crueldad con la que fueron arrancados de este mundo. La culpa me consume desde entonces, porque fui yo quien los llevó a la muerte.

Ellos murieron por protegerme.

Desde ese momento, el odio se instaló en mí. Odio lo que soy y lo que hice. Para el mundo, soy una aberración. Yo debería haber muerto aquel día, no ellos. Guié a esas bestias hasta aquí. Fui yo quien debió morir en aquel día.

"Entre el deseo y el peligro, el amor florece".

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