Capítulo 4
NECESITO UN SALVADOR...
Me encontraba semiinconsciente, pero muy lejos en mi mente pude percibir lo que Román trataba de hacer; comenzó sacando mi capa y, posteriormente, intentó hacer lo mismo con el vestido...
Con las pocas fuerzas que me quedaban, traté de empujarlo, también pataleé con intenciones de golpearlo, pero al parecer yo estaba muy débil y mi lucha era en vano.
—¡Román!, ¿qué haces? ¡Aléjate de mí! —grité con dificultad.
A estas horas de la tarde, y muy dentro del bosque, era muy difícil que alguien pudiera escucharme. Y yo me llené de terror solo de pensarlo.
—¡Eres un cerdo asqueroso! ¡Aléjate!
Román no me escuchó. Continuó su "trabajo". Él sabía que eran pocas las probabilidades de que alguien estuviera merodeando el bosque; este, para él, era el momento adecuado.
Pude notar, en mi delirio, cómo su respiración se volvía más pausada; sus manos me sostenían contra el suelo con fuerza, y en sus ojos pude notar el deseo y la lujuria. Quise vomitar solo de pensar cómo terminaría todo.
Sentí mi piel quemar en mis brazos; él me había golpeado tanto que me sentía tan débil. Sentí también que mi cabeza estallaría del dolor, y mi vista se volvía más borrosa, haciendo que todo se volviera irreconocible, quizás a causa de las lágrimas.
Sentí el helado del invierno tocar mi cuerpo; él había logrado sacar el vestido casi por completo, y esto provocó pánico en mí. Como última esperanza, reuní fuerzas desde mi interior y grité...
Grité lo más fuerte que mis pulmones lograron hacerlo en ese momento:
—¡Ayúdenme! —mi voz salió en grandes oleadas, siendo llevada por el viento.
Sentí como mi llanto resonó en cada rincón del bosque; incluso pude notar cómo unas avecillas salieron volando alborotadas por mi grito.
—¡Maldita sea, cierra la boca! —exclamó Román con ira.
Volvió a golpearme en la mejilla con el puño cerrado, provocando que mis labios salpicaran el suelo con sangre.
Solté otro sollozo por el dolor y el miedo, sentí cómo mi cuerpo temblaba y cómo se desprendían de mí las esperanzas. ¿Así es como acabaría todo? No podía creerlo... De verdad quise morir.
—Ahora pagarás todo lo que he hecho por ti. Has vivido bajo mi techo sin pagar un centavo, comes de mi mesa sin haberte ganado el alimento. Creo que ya es tiempo de que pagues por todo...
Todo aquello era mentira. Había sacrificado gran parte de mi niñez y adolescencia por ellos. Yo hacía los quehaceres del hogar, me adentraba en el bosque en busca de leña y cazaba algún animal silvestre para el alimento, mientras él y mi tía solo se sentaban a conversar por horas en el patio de su casa. Era yo la que me encargaba de todo, incluso del cuidado de sus hijos, pero ellos no veían esto. Para ellos, yo era un simple estorbo, peor que un esclavo a sus ojos.
—¡No, por favor! ¡Por favor, no! —sollocé.
Muy en mi interior, le pedí al cielo que me enviara una esperanza, un salvador, que alguien me librara de tal castigo. No quería ser víctima de este hombre...
Y como si mis ruegos hubieran tocado el corazón del cielo, mi esperanza llegó vestida de majestuosidad.
A lo lejos en mi mente, ya que estaba cayendo en la inconsciencia, pude escuchar un gruñido bajo pero aterrador. Escuché unas pisadas, parecían ser de algún animal enorme, ya que sus garras hacían un clic sobre la nieve, sin contar lo pesado que se sentía el aura a mi alrededor, como si aquel ser fuese imponente y peligroso.
—¡Oh, por los cielos! —escuché decir a Román.
Después de aquella exclamación, Román dio un pequeño salto lejos de mí. Noté en sus ojos el miedo, un miedo profundo y escalofriante; me dio la impresión de que estos se saldrían de sus cuencas en cualquier momento. Su rostro estaba pálido, como si la sangre ya no corriera por sus venas, hasta le hacía competencia a cualquier muerto, y esto sin exagerar lo que pasaba a través de mis ojos casi inconscientes.
De pronto, a mi lado, vi una enorme bestia gigante, de ojos amarillentos cual sol, un sol que quema hasta lo profundo del alma, y unos dientes tan enormes, casi tan firmes como el tronco de un árbol. La bestia tenía unas garras tan afiladas como un hacha de leñador, capaces de partir cualquier cosa, incluso un ser humano.
El animal que mis ojos percibieron era aún más grande que los caballos en el establo, y mucho más fuerte que un búfalo de montaña. Aquel lobo miraba con odio a Román; vi cómo su pelaje marrón con leves tonalidades de gris se erizaba mientras su vista estaba clavada en aquel que antes me había hecho daño. Ni siquiera titubeó un solo momento; se mantuvo firme, dispuesto a acabar con el esposo de Nadia. De su hocico caían grandes cantidades de baba, como si estuviese rabioso. Sin lugar a dudas, fue algo terrorífico de presenciar.
Por otro lado, Román, con gran dificultad, se levantó del suelo, refugiándose así en el hacha que cargaba consigo, como si aquello fuera su salvación. Si él lo hubiese sabido, entendería que el arma no serviría de nada, no contra aquel enorme lobo.
Eso fue lo último que pude presenciar. Porque me desvanecí. No resistí mucho más y me dejé llevar; después de todo, el destino tenía planeado para mí la muerte. Uno de los dos me destruiría. Al regresar a casa, posiblemente Román se encargaría de ello si es que lograba sobrevivir, y si no, entonces yo le serviría de alimento a la enorme bestia del bosque.
Cuando desperté, me di cuenta de que estaba dentro de una cabaña. Tardé varios segundos en darme cuenta de eso, pero después logré observar con mayor detenimiento el lugar.
Era una choza simple; solo tenía una cama, la cual se encontraba cerca de la cocina, solo siendo separada por una manta traslúcida de color blanco. Al parecer, solo tenía estos dos lugares, siendo una de las cabañas más pequeñas en las que he estado. Pero dejé a un lado aquello, y me concentré en lo que de verdad importaba: ¿¡dónde rayos me encontraba!?
Me senté en la cama con gran dificultad, y siseando un poco por el dolor que esto me ocasionó. Al poner mis manos sobre la cobija, me di cuenta de que se trataba de un abrigo de pieles. Era bastante grueso y de color gris, tan suave y muy cómodo para dormir en el invierno. Quienquiera que viviera aquí, tenía que vivir solo. Lo deduje por el tamaño del hogar y por este tipo de detalles, que a cualquiera le podrían parecer insignificantes, pero no para mí, ya que los abrigos así de extravagantes se obtenían para mantenerse calientes durante el invierno, cosa que no pasaría si tuviera a alguien dándole calor por las noches. Al menos eso escuché decir a Nadia cuando la vecina le hizo una pregunta a principios del invierno.
Estaba a punto de ponerme en pie de la cama para irme, cuando escuché la puerta abrirse. Levanté la vista, pero no le vi el rostro ya que estaba de espaldas. Traía consigo lo que parecía ser una cría de ciervo; quizás estaba a punto de preparar la cena.
Yo no supe cómo reaccionar entonces; por un lado, con la forma en que estaba herida, no llegaría muy lejos a través de la vegetación del bosque, pero por otro lado, aquel era también un hombre al igual que Román, y no sabía de quién se trataba, por lo que sentí cómo mi cuerpo y mi mente entraban en pánico otra vez.
—No temas. No te haré daño —dijo él mientras seguía dándome la espalda. Solo continuó su trayecto hacia la pequeña mesa que tenía en su cocina, donde depositó al ciervo.
Su voz volvió a remover todo en mi interior como la primera vez que lo escuché, y por supuesto que lo reconocí: era Marcus, el mismo joven que solía visitar a mi abuela.
No sé por qué, pero me sentí aliviada de saber que era él. Su voz me trajo calma y serenidad, ya no me sentí amenazada ni temerosa de que alguien más me hiciera daño.
Lo cual es extraño, pues tampoco lo conocía muy bien. Sin embargo, así era. Me sentí, de alguna manera, a salvo.
—Debes tener hambre, ¿no es así? —preguntó—. Abelina dice que lo normal es comer tres veces al día, al menos para ustedes.
—S-sí, así es. Y sí, sí tengo hambre, pero no debes preocuparte, no tienes que...
—No, está bien. Me gusta cocinar de vez en cuando —alegó él; al parecer, estaba decidido a hacerlo—. Tú descansa, has tenido un día pesado.
Me pareció escuchar en su voz la ira al pronunciar la última frase, lo cual me hizo preguntarme: ¿cómo sabía él lo que me había pasado?
—¿Cómo es que...? —empecé a preguntar, pero él me interrumpió.
—Debes descansar para reponer las fuerzas que has perdido. Mañana te llevaré con Abelina; quizás eso te haga sentir más cómoda —aconsejó—. Te despertaré cuando la cena esté lista.
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