Capítulo 2
¿QUIÉN ES ÉL?
Los bosques siempre han sido un lugar tenebroso, un lugar lleno de misterios y maravillas, así como también de peligros y enigmas. Se dice que dentro de ellos habitan criaturas inimaginables, como si estuvieran dentro de un cuento de terror, criaturas imposibles de pensar que puedan existir y que solo duermen esperando el momento de atacar. Enormes animales, tan salvajes como las olas del océano, tan potentes como un torrente y tan destructivos como la lava de un volcán.
Refugiados están bajo el manto de la naturaleza, quien los protege de todo aquello que posiblemente pueda destruirlos, de la misma manera que ellos a nosotros. Esos son los bosques, eso escuché y yo misma me negué a creer en ello.
Me he cansado de contar las veces que me vi obligada a ingresar en este mundo grande y sin final. He caminado hasta el corazón del bosque incontables veces y, hasta ahora, jamás he recibido un solo ataque de estas "bestias", como suelen llamarlas las personas de mi pueblo.
Y creo que eso se lo debo al cazador y sus hombres. Se dice que después del ataque en que aquel día trágico, Orión se enfrentó a esas criaturas peludas y de cuerpos como el acero, matando a toda la manada y llevándolos hasta la extinción, según se cree, esa fue la razón por la cual sobrevivimos la otra mitad del pueblo.
Por mi parte, nunca vi nada que pudiera atentar contra mi vida en este bosque, así que supongo que la leyenda es cierta. El camino ya lo conocía como la palma de mi mano, así como también qué tipo de criaturas se refugiaban en este bosque. Nada que fuera más grande que una ardilla, solo pequeños roedores, aves, ranas y grillos. Nada de osos, pumas o lobos. No, solo pequeños animales que viven felices bajo las sombras de la oscuridad. Ni rastros de lo que alguna vez fue.
Así me adentré, perdida una vez más en mis pensamientos y en lo que causé. No resistí mucho más y me aparté del camino por un corto lapso de tiempo.
Recordé cada detalle, haciendo cada vez más pesado mi corazón y mi alma. El dolor de haber perdido a los que más amo, de haber causado la muerte de tantos otros, de haber hecho lo que hice...
¿Sabes lo que más me duele? Es el temor de saber que los estoy olvidando. Los recuerdos solo quedan ahora en mi mente, y a medida que voy creciendo, sus rostros se vuelven cada vez más borrosos. Temo perderlos para siempre, perder sus esencias de mi memoria, que dejen de existir por completo, eso es lo que más temo.
Odio mi vida, odio saber que todos me desprecian y que, aunque me duele también decirlo, su rencor hacia mí está justificado. Porque yo arruiné sus vidas; ellos, al igual que yo, aún lloran a sus seres queridos, aún desean verlos, abrazarlos y amarlos, pero ya no es posible, todo gracias a mi estupidez.
Mi cuerpo tembló solo de pensarlo, mi corazón ardió como si estuviese dentro de una olla a fuego vivo y ardiente, mi respiración era cada vez más pesada y, en el silencio del bosque, mi llanto parecía tan alto como si estuviese gritando, pero no, eran solamente mis sollozos, y aunque mi cuerpo me pedía soltar a gritos lo que tenía dentro, no lo hice.
Me ahogué en este mar de emociones, apreté mi mandíbula para no gritar y le pedí a mi mente que parara, que ya no me torturara de aquella manera, pero no obedeció. Siguió así, haciéndome repetir una y otra vez aquellas escenas.
Después de algunos minutos, sentí cómo mi cabeza empezaba a doler, tanto que parecía que iba a estallar, al mismo tiempo que mis pies empezaron a fallarme. Poco a poco, empecé a notar cómo mis ojos se empañaban, no solo por las lágrimas, sino también por la pesadez que me embargó en ese preciso momento. El ardor en el centro de mi pecho ahora también dolía, y el aire empezaba a faltarme.
Entré en pánico, pues, a pesar de que otras veces he llorado a mi familia y a las personas fallecidas de aquel entonces, jamás me había pasado algo similar. Pensé que moriría allí mismo, en el bosque, sin nadie que me acompañara en estos últimos instantes de vida.
Moriría sola...
Mis manos comenzaron a temblar desaforadamente, y el aire del invierno acarició mi piel, adentrándose tanto en mí que pensé que me convertiría en una estatua de hielo. Petrificada aquí mismo, en el suelo del bosque, en las penumbras, lejos de la civilización. Sin poder resistir más, mis ojos se oscurecieron, cayendo estaba en un agujero infinito, cayendo en la inconsciencia.
Y después, todo se volvió negro.
Muy a lo lejos, escuché los susurros de dos personas sumergidas en una conversación. Nunca entendí qué era lo que decían; supuse que se debía al adormecimiento de mi cuerpo y de mi mente. Me sentí débil, agotada, como si alguna roca gigante de las montañas se hubiera desprendido, cayendo encima de mí y aplastando todos mis huesos.
Empecé a observar todo lo que había alrededor y pude percibir que se trataba de una habitación, una muy conocida. Las paredes de la casa eran hechas de madera y no de adobes como normalmente suelen edificarlas en mi pueblo. Era pequeña esta habitación, pero acogedora y tibia, manteniendo mi cuerpo aislado del frío exterior. La cama también era muy suave y cómoda, con unas cortinas de lino en tonalidades rojo oscuro y blanco. Aun así, podías ver más allá de ellas por lo traslúcidas que eran.
Estas cortinas formaban un redondel alrededor de la cama en la que estaba, refugiándome casi por completo en aquel lecho. El cuadro en la pared de enfrente era muy conocido para mí; fue creado por un pintor en la antigüedad, un ascendiente de mi abuela.
¡Por supuesto, esta era la casa de Abelina!
Solté un suspiro de alivio al saber que me encontraba refugiada bajo el techo de este hogar, con una persona muy amada como lo era mi abuela para mí. Pero, ¿cómo llegué? Estoy segura de que no fui yo quien caminó hasta aquí, y tampoco creo que mi abuela tenga las fuerzas suficientes para cargarme durante un largo trayecto.
Intrigada, decidí levantarme e ir a investigar un poco más sobre la identidad de aquel que me había encontrado.
—Ella acaba de despertar —sentí un leve escalofrío recorrer mi espalda, y los vellos de mis brazos se erizaron, pero lo más extraño es que no era por temor, sino más bien por la curiosidad y la atracción que me provocó escuchar esa voz.
Algo dentro de mí se desprendió y buscó dirección hacia aquel extraño pero intrigante ser. La voz del hombre mantenía un timbre muy profundo, grave y, al mismo tiempo, gentil. Le estaba hablando a mi abuela con tanta naturalidad como si se conocieran desde hace muchos años, manteniendo un tono de respeto hacia ella como lo haría un hijo con su madre.
Aquella voz, para mí, por algún motivo, me atrajo como lo haría un imán a un metal. Fue sentir como si el espíritu saliera de mi cuerpo en grandes ráfagas de viento, perdiéndose entre las estrellas y explorando galaxias en el universo. Fue parecido a ese sentimiento de haber vuelto a casa después de tantos años vagando por el mundo o extraviado en el más espeso bosque. Fue sentir los brazos cálidos de aquellos que te esperaron por mucho tiempo y que ahora te dan la bienvenida a casa. Ya mi corazón se sentía más liviano. Perdí aquella culpabilidad que sentía por los sucesos de mi vida por breves momentos y me concentré solo en las cadenas que me atraían hacia aquella voz, como si fuese mi lugar seguro al que acudir. Eso sentí, solo por unos cuantos minutos, con tan solo escuchar esa voz.
Es extraño, ¿verdad? Ni siquiera conozco al dueño de esa dulce melodía para mis oídos y, aun así, me siento atraída por alguien como él. Creo que, después de todo, sí golpeé mi cabeza contra el suelo cuando me desmayé en el bosque. Y, a lo mejor, ya estoy quedando loca.
—Oh, Lina, que bueno que despiertas, ¿cómo te sientes? —enunció mi abuela al verme ingresar a la cocina.
Le sonreí suavemente como respuesta, ya que me encontraba un tanto nerviosa estando en el mismo lugar que aquel hombre misterioso.
Él, al contrario, no se inmutó por mi presencia; solo continuó dándome la espalda, por lo que ni siquiera pude verle el rostro.
—Creo que es hora de que me vaya, Abelina. Muchas gracias por el desayuno.
—No es nada, quien debe agradecer soy yo por traer a mi nieta a casa, manteniéndola a salvo de todo peligro allá en el bosque.
Vi cómo él asentía a las palabras de mi abuela, pero no dijo nada más, solo se levantó de la silla. Pensé que entonces lograría verle el rostro, pero su acción fue demasiado rápida como para lograrlo. Pasó a mi lado con pasos apresurados, tanto que fue muy difícil para mí verlo, fue simplemente como un manchón borroso.
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