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Capítulo 12

Esta historia también me vino en un sueño, o mejor dicho pesadilla, la cual no quiero repetir ni de chiste.

Las Tortugas Ninja no son mías, ahora pertenecen a Nickelodeon.

Adoro a Leonardo.

Espero que les guste esta obra.

Estaba tan cansado.

Estaba tan cansado y ni siquiera entendía por qué.

Leonardo había permanecido recostado en la oscuridad mirando el techo de su habitación por lo que parecieron... ¿minutos?... ¿horas?

Giró la cabeza hacia el reloj en la mesa, sus ojos fijos en la hora y parte de su mente recordándole que debería estar durmiendo. Sin embargo, como ocurría últimamente con todo lo que debería hacer, fracasó en ello.

Sus ojos se sentían irritados y secos, aún así pudo sentir su cuerpo intentando producir más lágrimas.

Suspiró porque no importaba lo que hiciera, el cansancio y el vacío seguían ahí.

El entumecimiento empezó en su pecho antes de extenderse por el resto de su cuerpo.

Leonardo no pudo estar más agradecido.

Era en esos momentos en que dejaba de sentir dolor y sus pensamientos se adormecían por un breve espacio de tiempo en el que podía parar de recordar todo lo que hizo y estaba haciendo mal.

Él sabía que algo en él no estaba bien, sabía que algo estaba dañado.

No sabe cuándo comenzó, pero sí sabía que tenía que aprender a esconderlo porque no era lo que se esperaba de él.

Debía ser un buen amigo, buen hermano, buen hijo, buen estudiante, buen guerrero, buen líder.

Debía ser bueno en todo. Es más, no sólo "bueno" debía ser "excepcional".

Debía ser perfecto.

Por supuesto, nunca lo ha logrado.

Alguien perfecto no puede estar roto.

Entonces lo escondió, por varios años hasta acostumbrarse. No fue difícil, era una rutina más. Guardaría todo en lo más profundo de sí mismo hasta que una vez al año se permitía sacarlo todo en la soledad de un espacio confinado donde nadie pudiera ver cuán imperfecto era.

Nadie se dio cuenta y decidió ignorar la parte de su mente que no supo identificar si era algo de lo que estar aliviado o triste.

Giró en su cama una vez más, escondiendo su rostro en la almohada con la infantil esperanza de que eso pudiera ocultarlo de todo.

Casi podía escuchar el regaño de su padre por su inmadurez o la burla de sus hermanos.

-No es que importe, en realidad -susurró con una sonrisa amarga

Nunca llegó a cumplir las expectativas de los demás, no era digno de la confianza de nadie, siempre era una decepción tras otra sin importar el esfuerzo que pusiera para demostrar que no era un completo fracaso, que él valía la pena.

Si aprendía una nueva kata por sí solo después de semanas de entrenamiento, no era suficiente, debió haber aprendido diez más.

Si no podía unirse a sus hermanos para ver películas, jugar o cualquier otra cosa por estar estudiando o entrenando; era un mal hermano. Si hacía todo lo que podía para estar con ellos, no era divertido para ellos o no encajaba y terminaba siendo incómodo.

Si se interesaba por lo que a su familia le gustaba, era un entrometido; si les daba su espacio, era un irresponsable por no saber todo lo que hacían.

Si no cometía errores, era su obligación; si cometía incluso el más mínimo, era un inútil.

Estaba tan cansado de todo y aún así no se rindió. No se dejó doblegar por los pensamientos que amenazaban con devorarlo.

Con el pasar del tiempo, dejó de importarle lo que le hacía sentir que para las personas que amaba fuera más una herramienta que un ser vivo, porque así se sentía. Él era algo que debía mantenerse en buenas condiciones para cuidar de los demás.

Y lo aceptó. Lo aceptó puesto que él también escondía un secreto con gran recelo y egoísmo en su corazón. Ocultó tanto como pudo a quien se había convertido en lo más cercano que tenía de un ángel de la guarda, de una madre.

Eiko era su lugar seguro, era donde podía ser él mismo sin miedo al juicio. Ella lo escuchaba cuando necesitaba, conversaba con él de cosas que no tenían nada que ver con liderazgo, estudios o entrenamiento, reía feliz cuando él no podía contener la emoción por algún evento en particular, le enseñaba nuevas cosas sin afán o expectativas de que supiera todo del tema. Ella no esperaba que fuera perfecto, sino él mismo.

Ella era quien lo abrazaba incluso cuando no sabía que lo necesitaba, quien lo dejaba llorar sin importarle que ya no fuera un niño, quien lo dejaba descansar en su regazo sin preguntar y le acariciaba la cabeza asegurándole que todo estaría bien.

Asegurando que para ella, él siempre era más que suficiente.

Entonces cuando vio al ser que significaba tanto no sólo para él sino para el mundo espiritual, darle lo poco que quedaba de sí misma e irse de una forma tan bella de su vida; no pudo hacer más que gritar.

Gritó con ira, con rabia, con abandono.

Gritó con el dolor de a quien le desgarran el alma.

Algo dentro de él terminó de hacerse pedazos.

Leonardo lo intentó, jura por lo que más sagrado para él que en verdad lo intentó. Él trató de volver al status quo, de volver a suprimir todo, de volver a lo que eran antes.

Trató de perdonar y dejar todo de lado como siempre.

Falló de una forma garrafal.

No sólo en eso, sino consigo mismo. No se reconocía a sí mismo y estaba aterrado por ello. Sentía tanta ira y dolor por momentos, solo dominados por el cansancio y el vacío que sentía. Empezaba a dudar que el frío que sentía la mayoría de veces fuera solo el clima.

Y los pensamientos... Oh, los pensamientos.

Leonardo no entendía como podía tener tanta oscuridad en su mente. No podía entender cómo podía desear tanto mal a las personas por las que daría su vida.

En este punto ni siquiera se entendía a sí mismo.

Él amaba a su familia, él sabía que nunca podría hacerles daño pero ahora... había ocasiones en que se imaginaba a sí mismo destruyéndolos, haciéndolos pedazos hasta ver la expresión aterrada en sus rostros. Destrozarlos hasta que pudieran sentir el mismo dolor que él.

Se sentía como si fuera un monstruo.

Quería desaparecer.

Quería dormir.

Quería morir.

Quería a su mamá.

No quería estar sólo.

Miró la pila de ropa en la que tenía que trabajar amontonada en una esquina, April le había acompañado a su habitación para dejar ese último encargo. Tenía que avisarle a su amiga que ya no recibiría más pedidos argumentando su razón con la mentira que se le ocurriera en ese instante.

La pelirroja le había comentado de forma casual, o tan casualmente como daban sus facultades sociales, que las figuras de acción que le habían gustado estaban en descuento y si juntaban lo que había quedado de sus ahorros con un poco de los de April y parte de los de Casey, podrían comprarlas. Leonardo podría pagarles después.

El de añil, recordando las cajas que yacían bajo su cama repletas de todas las cosas que una vez fueron importantes para él, solo le había agradecido la intención e intentó sonreírle aunque estuvo seguro de que salió como una mueca. Por alguna razón, ya no se sentía capaz de dar una sonrisa sincera o, por lo menos, fingir una.

No alcanzó a ver la expresión pasmada de la pelirroja al ver las paredes desnudas de su cuarto y la falta de cualquier objeto personal que indicara que alguien vivía ahí como más que un invitado temporal.

Cerró los ojos antes de incorporarse en su cama y quedar sentado en la orilla viendo la hora nuevamente en el reloj antes de apoyar sus antebrazos en sus muslos y dejar caer su cabeza en sus manos.

Dios, estaba tan cansado.

Se sentía inútil, un fracaso, patético.

No merecía estar ahí, le resultaba incomprensible la razón por la que Eiko consideró que valía la pena salvarlo ahora y antes.

-¿Qué diablos me pasó? -se cuestionó dejando salir una risa incrédula

Su mente se mantenía lo suficientemente unida como para que se diera cuenta de que lo que estaba haciendo estaba mal.

Estaba lo suficientemente cuerdo como para saber que se estaba lastimando a sí mismo y a los que quería. Lo suficiente como para saber que de alguna manera estaba buscando ser destruido y poder, finalmente, descansar de todo.

Los ataques de ira, los desvelos, las mentiras, el distanciamiento, el confinamiento, las salidas impredecibles; nada de eso fue algo que el joven hubiera creído que alguna vez haría.

Jamás creyó evitar a su familia tanto como se le permitía o entrenar de forma excesiva que duraba más de lo que dormía para no tener que estar sólo con su cabeza.

Jamás creyó que llegaría un día en el que simplemente le dejaría de importar darle razones a su familia o de preocuparle lo que pensaran de él.

Jamás creyó que llegaría a dejar de importarle su propia vida.

No sabe en qué momento de todo el caos, los paseos dejaron de ser paseos y se habían convertido en espectáculos de violencia y sangre.

Había corrido por las alcantarillas y los tejados tratando de huir del caos en su cabeza, los miles de pensamientos invadiendo su mente al mismo tiempo. Como si fueran millones de voces gritando en un pequeño espacio.

Antes no era así, antes podía mantenerlos a raya.

Pero desde que se averió, empezó a fracasar en todo ello. No podía levantarse de su cama en las mañanas, la mayoría de las veces no encontraba la motivación para entrenar. No podía controlarse.

Y una noche, sólo... se encontró con unos criminales y no le importó si eran Dragones Púrpura, ninjas del Pie o de alguna mafia. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, esas personas estaban en el suelo desangrándose de sus varias heridas y sus espadas estaban manchadas de un inconfundible color carmesí.

Se horrorizó al darse cuenta de que no podía importarle menos.

Llamó a una ambulancia en un posterior ataque de arrepentimiento, y se quedó hasta que supo que el último criminal fue recogido.

Se dijo a sí mismo que no volvería a pasar.

Una mentira más, por supuesto, en el cuadro que él mismo había pintado.

Empezó a volverse más frecuente esa clase de escenarios, semanas en las que iba todas las noches o en las que no tenía la fuerza para salir. Las semanas se volvieron meses. Eventualmente, admitió para sí mismo que de alguna manera se había vuelto adicto a ello porque era de las pocas cosas que ahora lo hacían sentir vivo.

A medida que pasaron las noches de peleas, empezó a dejar de llevar su equipo de protección. Fue inconsciente si era sincero, olvidaba sus vendas, o sus rodilleras, o su cinturón de herramientas.

La noche en que únicamente llevó sus espadas para defenderse fue en la que se encontró con Raphael.

No sintió nada.

Fue liberador por ese instante.

Sus ojos se dirigieron a las piezas de la máquina que seguramente Donnie había hecho con esmero para él y que aún así le generaba sentimientos contradictorios cargados de rabia y culpa que no alcanzaba a comprender la causa.

Un minuto había estado sosteniendo la máquina en sus brazos y antes de que se diera cuenta la había arrojado con una fuerza que no sabía que tenía hacia la pared, sintiendo una culposa satisfacción al verla romperse en pedazos.

Mikey y Splinter trataban de pasar tiempo con él, y solo pudo encontrar desagrado dentro de sí mismo ante la idea.

Una parte de sí mismo notaba que su familia y amigos estaban tratando de acercarse, de enmendar lo que quiera que haya salido mal. Así mismo, otra parte de su cabeza resoplaba y preguntaba cuánto duraría ese supuesto cambio, ¿una semana? ¿un mes?

Suspiró antes de levantarse y empezar a prepararse para el día, colocando la máscara que ocultaba sus ojeras en un ritual ya practicado demasiadas veces. Estaba pensando si debía desayunar esa mañana cuando encontró la cocina vacía y una nota en la mesa que le indicaba que había una sorpresa para él en la sala de entrenamiento.

De alguna manera su cuerpo se sintió más pesado y débil mientras caminaba hacia allí.

Tomó una respiración profunda antes de abrir la puerta y entrar, deteniéndose a mitad del camino al notar un cambio en el panorama usual. Le tomó tiempo a su cerebro registrar el nuevo mueble cerca de la pared, aún más identificar la forma usual de un altar japonés.

Sus ojos recorrieron el gran mueble con cautela, desde la base hacia arriba donde descansaba un mango delgado y largo que terminaba en una gran hoja.

Sintió como si alguien le robara el aliento de golpe y algo le apretara el pecho con un vicioso agarre. Sus pies dieron apenas dos pasos para acercarse, sin creer lo que veía.

La había dado por perdida. La noche en que había ido a buscar la guadaña, había sentido una gran desesperación cuando vio a otros ninjas tomar el último recuerdo que le quedaba y perdió la cabeza. Lo único que recuerda es que al terminar de pelear el arma ya no estaba.

Ahora la tenía aquí, frente a él, al alcance de su mano y en un lugar que era un homenaje a su portadora fallecida.

Su familia y amigos la habían escondido para poder hacerle ese regalo.

Lo dejaron creer que la había perdido para poder hacer el altar.

Debía estar feliz y agradecido ¿por qué no lo estaba?

Ah, sí. Algo estaba mal con él.

Sintió una gran rabia crecer dentro de su corazón, Leonardo se estaba esforzando para hacerle razonar tanto a él como a su mente que esa ira no tenía sentido.

Habían hecho algo bueno por él, no habían hecho nada malo.

Ninguno pareció entender porque de alguna forma todo lo que podía sentir era como si una parte de su vida hubiera sido violentada de alguna manera.

Para cuando se dio cuenta tenía una de sus propias armas en su mano. Alzó su espada dispuesto a destruir el altar pero por más que su mente rogaba liberar el dolor en un corte limpio, sus brazos fueron incapaces de moverse mientras sentía su corazón sangrar en su pecho como si tuviera una herida que nunca fue tratada y solo se reabría.

La espada cayó de sus manos y él de rodillas cerca de ella sintiéndose impotente, un fracaso por no poder seguir ni siquiera con sus propios deseos. Sus manos golpearon el suelo debajo de él sin registrar dolor físico.

Escuchaba gritos de los que tardíamente se dio cuenta que era el dueño.

Cuando finalmente aquella tormenta que sentía dentro de sí se apaciguó un poco, apenas y quedaba un joven temblando entre sollozos, gateando lentamente hacia el altar, sintiendo como si en cada avance la vida se le estuviera yendo antes de tomar el arma en la cima del mueble y abrazarla tan fuerte como pudo mientras se acurrucaba en un rincón de la pared. Su cerebro apenas notó que había más de una presencia en la entrada de la habitación que lo estaban observando, sin embargo su corazón no le dio importancia y no le podría haber parecido menos relevante identificar si estaba en peligro o no.

Solo quería llorar, llorar hasta que su corazón dejara de doler y su mente pare de gritar.

Llorar hasta que su alma dejara de sentirse tan pesada en su cuerpo y la carga en sus hombros dejase de aplastarlo.

Quería llorar hasta quedarse dormido y no volver a despertar.

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A Miguel Ángel y a April les costaba retener los sollozos. Raphael y Donatello continuaron mirando en shock mientras Casey se pasaba la mano por el pelo sin saber qué hacer y Splinter se olvidaba de respirar.

Leonardo estaba acurrucado en una esquina junto al altar como si fuera un animal herido resignado a morir, sin ver posibilidad alguna de escapar con vida de los depredadores que le rodeaban.

¿Qué habían hecho?

Continuará...

Bueno... joder.

Los que me conocen saben que siempre hay mínimo un capítulo donde trato de enfocar todo lo que siente el personaje, la cosa es que obviamente este es muy diferente a mi forma usual de hacer las cosas porque este es el capítulo que más personal he sentido considerando todo lo que he escrito. Como saben esta historia es una de las más importantes para mí porque se desarrolló en un antes y un después en mi vida, que al parecer estoy reflejando y me parte el corazón hacer esto a un personaje que adoro con el alma.

Les dije que para muchos estos últimos capítulos, este en específico, iba a pegar demasiado cerca de casa porque saben lo que se siente estar en una situación similar y enserio lo siento mucho. Lamentablemente, los entiendo.

Con amor, consideración y respeto por todo lo que ustedes han pasado,

Miko Eiko.

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