
47. Todo lo que no vivimos
Ese mismo día, en el hospital.
Los cinco estamos dispersos, atónitos, entristecidos. Con la mirada vacía, observo el suelo mientras miles de pensamientos se meten en mi cabeza.
Miriam intenta animarnos:
—Todavía no se ha ido, aún hay esperanza.
—¿Has oído a los médicos? Sería un milagro que sobreviviese —Xavier entorna a los ojos. Lo conozco bien y sé que a él le duele tanto como a nosotros que ella esté en ese estado.
Xavier observa el ramo de flores que tengo en mi mano y me lanza una mirada de compresión.
Me levanto de mi asiento, decidido. Ellos me miran, curiosos. Toco la puerta de la habitación en la que se encuentra Cat.
—Bruno, ¿qué haces? —interviene Mía, mirándome incrédula.
—Picar a la puerta.
—Eso ya lo sé, idiota —pone los ojos en blanco—. Pero no se permiten visitas.
—Me da igual —alzo los hombros—. Necesito hablar con ella, ¿podéis cubrirme?
Se miran entre ellos y, finalmente, asienten.
—Gracias —les agradezco antes de entrar.
Cuidadosamente, abro la puerta. ¿Sabéis el típico chirrido que hace una puerta vieja al abrirse? Pues es justo lo que ha pasado.
Cat abre los ojos ante ese sonido y me mira con una sonrisa resplandeciendo en su pequeño y cansado rostro.
Luce tan frágil, tan delicada... Tiene la cara más delgada, se le notan más los pómulos y la mandíbula. Pero sigue siendo bella.
Abre la boca para decir algo pero, de inmediato, la cierra y hace una mueca de dolor.
Me siento en una silla junto a ella. Nos quedamos un rato mirándonos fijamente en silencio. Sus ojazos azules penetrándome con la mirada. Me contempla ilusionada por verme pero, a la vez, muerta de miedo por lo que le pueda pasar.
Sujeto su mano con cuidado. La acaricio, ella simplemente sonríe.
Entonces, rompo el hielo y empiezo a hablarle:
—Gato —ella esboza una sonrisa al escuchar su anhelado apodo—, te quiero, ¿lo sabes, no?
Asiente con la cabeza.
Creo que no tiene suficientes fuerzas para hablar. Hablo y ella se limita a escucharme.
—Los demás están ahí fuera —señalo el pasillo—. Están muy preocupados por ti.
Ella baja la mirada, entristecida. Sus ojeras se ven realmente marcadas. Su tono de piel es igual de blanco que la leche.
Hace un gesto de dolor.
—¿Te duele?
Asiente con la cabeza y traga saliva.
—Eres muy importante para mí.
Observo como sus cachetes se enrojecen. Sonrío para mis adentros.
—Mírame —alzo su pequeña y delicada barbilla con sumo cuidado—, pase lo que pase, yo te seguiré queriendo como el primer día.
Estira sus brazos para darme un abrazo pero el dolor no le deja moverse. Así que, con precaución de no hacerle ningún daño, me abalanzo sobre ella. Le doy un abrazo.
Le robo un dulce beso en los labios. Ella arruga la nariz. Nos observamos, nuestra mirada grita amor, ternura, cariño.
De pronto, recuerdo el regalo que le tenía que dar.
—Tengo una sorpresa para ti.
Ella abre mucho los ojos. Con una gran sonrisa, le enseño el ramo de rosas. Lo pongo entre sus manos y ella lo contempla, fascinada.
Le explico el significado del color de cada rosa:
—La rosa roja representa nuestro amor. La rosa de color rosa simboliza la amistad. La rosa blanca, un amor eterno, porque aunque tú ya no estés aquí yo te seguiré queriendo para siempre, lo sabes, ¿no?
Cat me mira, admirada, y luego observa el ramo de rosas.
—La rosa amarilla sirve para celebrar un momento alegre, por ejemplo, si tú te recuperases —hago una pausa para agarrar aire—. Por último, la rosa azul se usa para expresar un amor imposible.
Tras decir eso, Cat suelta una lágrima, seguida de otras.
—No llores, ¿vale? —le limpio las lágrimas con un pañuelo.
Agarro su mano con fuerza y la llevo a mi pecho. Por un momento, me olvido de todo y me imagino el verano que nos espera a los dos juntos.
Pero Cat sigue llorando cada vez más intensamente.
—Tranquila —paso mi dedo por cada rasgo de su perfecto rostro—, te echaré de menos.
Ella me observa con los ojos húmedos y con la sonrisa en línea recta.
Poco a poco, va cerrando sus ojos y se queda dormida. Abandono la sala sin hacer ruido para no despertarla.
Antes de irme, la miro una vez más. Te quiero, Cat. Y siempre lo haré.
Miriam sonríe al verme y murmura algo:
—¿Cómo está ella?
—Tiene mal aspecto —reconozco mientras mis ojos se vuelven húmedos. Rápidamente me limpio las lágrimas y, añado—: No tiene fuerzas para hablar ni para moverse.
Miriam y Dafne se lamentan. Xavier murmura algo inaudible. Mía mira fijamente al techo, su mirada transmite dolor.
De pronto, alguien me llama. Miro el número. Es Rosa.
—¿Hola? —respondo.
—Hola, Bruno.
—¿Todo bien, Rosa?
—Sí, todo bien —me tranquiliza—. Voy a ir al hospital, ¿estás allí?
—Sí, te espero aquí.
—Perfecto, después nos vemos.
—Hasta luego —me despido y acabo la llamada.
Mi estómago ruge. Estoy hambriento. Me dirijo hacia una máquina expendedora. ¿Desde cuando una pequeña botella de agua vale tanto dinero? Me voy a arruinar.
Marco número de la botella de agua y pongo el dinero. La máquina empuja la botella y hace que caiga. La recojo y bebo un trago.
A mi lado, se encuentra una enfermera con expresión agotada. Está comiendo un sándwich, sinceramente no tiene muy buena pinta.
Eleva la vista y me observa con curiosidad. Baja la mirada y murmura algo:
—Ser enfermera es muy cansado.
Me acerco un poco y me siento enfrente de ella. Sigue mirándome fijamente.
—Ver como las personas se van apagando, se mueren, es doloroso —le da un bocado a su sándwich y sigue hablando—. En esa habitación —señala la habitación.
—¿Qué pasa en ese habitación?
—Hay una chica joven, de unos ¿dieciséis años? —bufa—. El caso es que se encuentra en mal estado.
—¿Se recuperará?
—No lo sé, está muy débil.
—¿Hay alguna posibilidad?
—Diría que no —bebe un trago de su café—. No se puede mover ni tampoco puede hablar. Tiene problemas de sueño, es normal después de haber vivido un secuestro. Y, finalmente, su corazón irá dejando de latir.
—¡No! —me levanto y doy un fuerte golpe en la mesa, haciendo que alguna gota del café caiga. La enfermera abre los ojos como platos.
Me marcho rápidamente de ese lugar y vuelvo con los demás.
—Bruno, ¿qué te pasa? —dice Xavier al contemplar mi rostro lleno de impotencia.
—Nada —solo digo eso y me siento en la silla.
Mierda, me he olvidado la botella de agua en la mesa. Con lo que me ha costado...
*
Ese mismo día, en algún sitio del mundo.
Siento el calor de la luz solar en mi cuerpo. Me levanto de la toalla y rebusco en la bolsa. Saco la crema solar.
Bruno observa relajado como las olas rompen en la orilla.
—¡Brux! —grito con todas mis fuerzas. Él se da media vuelta y me observa con ese aire vacilón que siempre tiene—. ¿Me pones crema en la espalda?
—Claro —me arrebata el bote de las manos y se llena de crema en las palmas de las manos.
Noto sus frías manos masajear mi espalda. Cierro los ojos y me relajo. Una de sus manos va un poco más abajo de lo que viene siendo la espalda.
—¡Por ahí no está la espalda! —le golpeo la mano.
—Perdona, me he confundido —se echa a reír.
Por el camino de la playa, un par de ciclistas pedalean rápidamente mientras hacen sonar sus timbres.
Un hombre agarra a un niño y, rápidamente, lo tumba en el suelo mientras lo inspecciona. Vaya, qué mala pata, creo que le ha picado una medusa.
He tenido la suerte de que nunca me ha picado una de ellas.
—¿A ti te ha picado una medusa? —le pregunto, curiosa.
—¿Huh? —arquea una ceja—. Bueno, cuando era pequeño me picó una.
—¿Te dolió?
—No.
—¡Eso tiene que doler! No te hagas el duro.
—Está bien, dolía como la reputamadre.
Suelto una carcajada.
Él me agarra de la mano y tira de mí, haciendo que me levante de la toalla.
—¿Adónde vamos? —pregunto, divertida.
—Al agua.
Me detengo en la orilla. El agua llega hasta mis pies, me estremezco por el contacto. Está helada.
Bruno sin pensárselo dos voces, se lanza de cabeza hacia el agua. Me lanza una mirada de «Está caliente, ven». Pero por su expresión sé que se está muriendo de lo fría que está.
Me sumerjo hasta los tobillos. Poco a poco.
Bruno se aproxima a mí y estira las manos para darme un abrazo.
—No, ni se te ocurra, estás...
Sin hacerme caso, me da un gran abrazo. Suelto un pequeño chillido.
—¡Bruno, estás helado! ¡Suéltame, suéltame! —rápidamente me aparto de él. Sigue con esa sonrisa vacilona tan característica de Bruno.
Y, de repente, todo se esfuma. La playa, Bruno, el agua fría, el sol caliente, la crema solar, todo eso desparece. Me encuentro en una habitación de hospital.
Maldita sea, era un sueño. Me hubiese encantado que fuera real.
Intento darme la vuelta para cambiar de postura pero un dolor punzante no me deja. Suelto un pequeño quejido.
¿Cuándo acabará el dolor?
Recuerdo cuando fuimos a pedir un deseo a la fuente «mágica». En teoría no se puede revelar lo que has pedido, ¿pero qué más da?
Este era mi deseo: «Seguir amándonos con la misma intensidad hasta el final de nuestros días».
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