11. Planes para San Valentin
ERIK
Drake estaba recogiendo los vasos de café vacíos de la mesa cuando oyó la pregunta de Sophie. Tardó un momento en comprender qué era lo que ella sostenía entre sus manos, las cartas, y cuando lo hizo, todo color abandonó su rostro.
—Son cartas. Estaban...
—¿Cartas? —Su rostro se descompuso, como si esa hubiera sido la peor respuesta que le pudo haber dado—. ¿De quién son y por qué son tantas? —Miró directamente a la que tenía forma de corazón, aunque las otras no eran mucho más discretas. Una de ellas decía "Emily" en letra de caligrafía con marcador rosa brillante—. ¿Quién es Emily?
Miré de soslayo a mi amigo, pensando en cómo la había cagado por no hacerme caso. Tenía que hacer algo antes de que el tonto dijera "no es lo que parece" y su relación terminara en medio de la biblioteca.
—No sabemos quién es Emily. —Pasé por delante de Drake y le quité las cartas a Sophie antes de que pudiera leerlas. No es como si pudieran decir algo que lo inculpara, pero probablemente eso habría empeorado su humor—. Son cartas de San Valentin. Las chicas las dejan en los casilleros o las meten en mochilas para declararse.
Ella miró a su novio y bajó los brazos. Los dos habían comenzado a salir hace poco y esta era la primera vez que la veía estar celosa o desconfiar de él. Unas cartas de San Valentín me parecían un motivo muy estúpido para generar este tipo de discordia, pero suponía que aún no había superado las heridas de su anterior noviazgo, en el que le habían engañado.
Por un momento sentí empatía por ella y eso me aterró, así que terminé de recoger mis cosas y escapé hacia la salida con las cartas aún en la mano.
—Avisa por el chat grupal si le cortas, Sophie —me despedí.
Cuando pasé junto al escritorio de la bibliotecaria mi mirada captó una mancha verde. Miré por segunda vez y vi a Dorothea sentada en las mesas largas de lectura, con un libro abierto. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, ella dio un respingo y se escondió detrás del libro. Dos segundos después volvió a asomarse y yo le hice un gesto con el dedo para que se acercara.
Bajó los hombros, cerró el libro y se acercó arrastrando los pies. Su cabello estaba recogido en dos trenzas debajo de un gorro de lana verde que me recordó mucho al sombrero de pescador con ojos de rana que usaba cuando éramos niños. Miró por encima de su hombro a Drake y Sophie, quienes seguían en la mesa en una conversación baja pero intensa, y me miró preocupada.
—¿Están peleando?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Qué es eso en tu mano?
Intentó quitarme las cartas, pero me bastó con levantar el brazo para que ya no pudiera alcanzarlas.
—No se lee la correspondencia ajena.
Ella abrió la boca con sorpresa, miró las cartas y luego a mí. Pude ver cómo su cabeza iba formulando teorías y ninguna de ellas me agradaba.
—¿De quién son? —Intentó arrebatármelas de nuevo, retrocedí y ella avanzó estirando los brazos—. ¿Con quién te estás enviando cartas?
¿Por qué me pareció que la última pregunta la hizo enojada?
—¡Niños! —La bibliotecaria se levantó de su escritorio, pero no salió de detrás de él. Nos miró amenazante a través del cristal de sus lentes—. ¡Vayan a jugar afuera! Esto es una biblioteca.
Dorothea y yo nos apresuramos a salir. Aproveché las prisas y guardé las cartas en mi mochila. No quería que nadie más, aparte de Drake, las leyera. Quería proteger aunque fuera un poco la dignidad de quien las escribió.
La escuela a esta hora era diferente. Usualmente se veía imponente durante las mañanas, llena de estudiantes y profesores, pero era cuando no había nadie alrededor que uno se daba cuenta de su verdadero tamaño.
Bajamos las escaleras hacia la planta baja. El ventanal arqueado del entrepiso iluminaba tanto el piso de arriba como el de abajo. Desde allí se podía ver la cancha de fútbol, ahora desierta.
—Dime. —Comencé una vez que nos alejamos lo suficiente—. ¿Qué estabas haciendo en la biblioteca? Sophie nos contó que te negaste a estudiar con nosotros. ¿Acaso no somos tan interesantes?
—No quería molestarlos.
Ella bajaba junto a mó, con el libro escondido detrás de su espalda y el rostro mirando hacia el otro lado, por lo que no podía ver su expresión ni intentar leer en su cara lo que fuera que estuviera pensando. Lo único que podía ver era su gorro verde.
—Y tomaste la razonable decisión de espiarnos a la distancia durante toda la hora porque...
Ella se aclaró la garganta y miró sus pies un momento. Cualquiera que no le prestara atención creería que simplemente estaba concentrándose para bajar las escaleras sin tropezar o caerse, pero sus ojeras enrojecidas podían verse escondidas entre su mata de cabello oscuro.
—Porque te estaba esperando para volver a casa.
No supe qué responder a eso, así que no lo hice. Me rasqué la nuca y fingí leer los carteles pegados en las paredes mientras terminamos de bajar las escaleras. Quise decirle que no tenía que esperar por mí siempre, pero las palabras se mezclaron en mi lengua y en su lugar dije:
—No tienes que seguirme a todos lados.
Ella dejó escapar un pequeño jadeo de sorpresa.
—Simplemente me preocupaba que no supieras cómo volver a casa por tu cuenta. Nunca fuiste muy espabilado, que digamos.
Antes de que pudiera decir nada, ella aceleró el paso con toda la intención de huir. Bajé los últimos escalones rápido y la alcancé.
—Soy más inteligente que tú —fue la única respuesta que se me ocurrió, muy madura y elocuente.
—Si eres tan inteligente. ¿Por qué sigues perdiendo conmigo en ajedrez?
Resoplé y farfullé algunas cosas sobre que era diferente, que estaba oxidado y que ella me distraía. Cuando finalmente salimos del instituto el sol ya no estaba tan fuerte como hacía algunas horas.
Dorothea levantó la capucha de su abrigo rojo y aguardó junto al auto para que le abriera la puerta. Cuando se volteó a verme, me di cuenta de que el borde de su gorro estaba cubierto con piel sintética.
Dentro, la temperatura no era tan diferente. El auto era demasiado viejo para tener calefacción y ella castañeó sus dientes mientras se colocaba el cinturón de seguridad. Sobre su regazo descansaba el libro que había estado leyendo, el cual tenía en la portada a una pareja dibujada bailando, con ropa de época.
Me pregunté si acaso eso era lo que ella buscaba en una pareja, alguien romántico, que bailara con ella. Me pregunté si Félix hacía eso y luego hice una mueca por estar pensando en él.
Ojalá pudiera saber en qué estaba pensando ella.
THEA
ME CAGO DE FRÍO.
Nadie me había dicho que las medias abrigaban tan poco. No entendía cómo las chicas del instituto podían asistir a clases en invierno con una falda y unas simples medias como protección contra el frío. Yo sentía que en cualquier momento perdería las piernas.
Me crucé de brazos, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos mientras intentaba autoconvencerme de que el frío era psicológico cuando el auto se detuvo en un semáforo. Unos segundos después sentí algo caer sobre mis piernas y volví a abrirlos. El abrigo de Erik, forrado y grueso, me cubría desde la cintura hasta los tobillos. Aún estaba caliente, como si recién se la hubiera quitado y su calor corporal aún no se hubiera desvanecido por completo. Cuando levanté la cabeza, él tenía la vista fija en el camino.
—Hazme el favor de ponerte pantalones cuando hagan menos de diez grados.
—Primero muerta que sencilla.
Doblé las piernas para hacerlas entrar bajo el abrigo y apoyé la cabeza en el respaldo. Erik negó, como si yo no tuviera remedio, y me di cuenta de que pese a no disfrutar mi compañía, él se preocupaba por mi bienestar. Al menos, un poco. Sino, no entendía por qué todas las mañanas se aseguraba de cocinar más de lo que iba a comer para que yo pudiera quedarme con lo que no se llevaba a su plato.
Cuando éramos pequeños, él jamás fue así. ¿En qué momento había decidido convertirse en el amigo que cuidaba de los demás?
—Por favor, no mueras bajo mi cuidado. Drake ya está muerto. No quiero perder a otro amigo por su estupidez.
Ignoré su insulto hacia mi persona y me enfoqué en el sustantivo con el que me había denominado: Amigo.
Ahora yo era su amiga.
Me aferré al borde de mi asiento y golpeé el suelo del auto con la suela de mis botas, emocionada. Lo estaba conquistando. Estaba funcionando.
—Un momento. ¿Qué pasó con Drake? Dime que no tiene que ver con Sophie.
Recordé la imagen de ellos dos discutiendo en la biblioteca. Estaban hablando en voz baja, por lo que no se oía nada, pero era evidente cuando dos personas discutían, incluso por sus gestos o el tono de voz que usaban.
—Sophie encontró las cartas que le regalaron otras chicas por San Valentín, porque Drake decidió guardarlas en lugar de tirarlas como yo le advertí.
—¿Eran las cartas que tenías en la mano?
—Sí.
Respiré hondo, aliviada. Cuando lo vi en la biblioteca con todas esas notas en la mano, firmadas con caligrafía delicada y algunas en forma de corazón, no pude evitar sentir celos. Fue como abrir una herida que se suponía que debía de estar cerrada. Pensé en lo injusto que era que él nunca hubiera respondido mis últimas cartas, pero tuviera a alguien más con quien se las enviaba gustosamente.
—Debe de ser lindo que te regalen cartas —murmuré.
Jamás había recibido una de amor. De hecho, las únicas cartas que alguna vez había enviado o recibido fueron las que intercabiaba con Erik cuando éramos amigos. Y esas usualmente contenían conversaciones triviales. La mayoría eran mías, disculpándome por haberlo empujado o presumiendo mis últimos dibujos.
Erik resopló sin dejar de conducir.
—Yo te escribí cartas. Cientos de ellas —me reclamó.
Tardé en encontrar mi voz para responder. Por supuesto que él se refería a las notas que nos envíamos de pequeños, pero el que mencionara directamente algo de nuestra infancia me había desestabilizado. No sabía que él recordara eso. De hecho, no sabía qué cosas recordaba y cuáles no.
—Pero es diferente. Me refiero a cartas de amor.
—Las cartas de amor están sobrevaloradas. Estoy seguro de que en alguna de esas te dibujé un corazón.
Me crucé de brazos y miré por el cristal de mi ventana.
—No es lo mismo.
Yo quería una carta de amor, que dijera algo como: "Querida Thea, estoy enamorado de ti. Te llevo viendo desde que nos conocimos y pienso que eres la chica más linda e interesante que jamás vi. No sé cómo es posible que ningún estúpido se haya enamorado de ti antes. En fin, seamos novios. Besos".
—Muy bien. —Erik bajó la velocidad del auto y giró a la izquierda—. Ya veo que no valoras mis gestos y quieres que me muera.
Solté una carcajada que lo ofendió aún más. Protestó que no era gracioso y parecía tan serio que temí haber lastimado sus sentimientos de verdad, así que esperé a que la risa se me pasara para reparar el daño que hice.
—No te odio. —Rasqué la tela de su abrigo. Era fácil hablarle porque no me estaba mirando a los ojos, sino que estaba enfocado en el camino—. Y adoro tus cartas cartas. Me llevé todas las que pude y aún las conservo.
—Ah, así que tú las tenías.
No dijo nada más, pero el tono con el que había pronunciado esas palabras daba a entender que él se había estado preguntando por ellas.
¿Quién era este Erik que de repente mostraba tanto interés en nuestra amistad, y qué había hecho con el otro Erik?
—¿Acaso las estabas buscando?
Erik vaciló a la hora de responder. Lo vi presionar los labios mientras meditaba al respecto. Estaba dispuesta a esperarlo todo el tiempo que necesitara para responderme, pero algo azul captó mi mirada en el cristal del conductor. Miré a mi alrededor, a las casas de la calle, y las reconocí al instante.
—Aguarda. Para el auto.
Erik no comprendió, pero insistí y él acabó bajando la velocidad. Abrí la puerta antes de que terminara de estacionarse y bajé. Ya no había nieve en la acera por estas fechas, pero el clima aún era helado. Una ráfaga de viento me empujó y me envolví con el enorme abrigo de Erik.
Estábamos cerca de la casa de él, a menos de un kilómetro. Aquí el suelo no era adoquinado, pero las calles eran igual de angostas. Caminé frente a varias viviendas coloridas que reconocía, aceleré el paso y, a mitad de la calle, me detuve.
Frente a mí había una casa de ladrillos color azul, con tejado negro. El patio delantero tenía el césped demasiado crecido, descuidado, y clavado en la tierra había un cartel que decía "SE VENDE", ahora tapado con otro más pequeño con el texto "VENDIDO".
Esa era mi casa.
Era, porque ya no más. Mi casa era de ladrillos rojos y tejado del mismo color, tenía un jardín cuidado con un camino de piedras que llevaba desde la entrada hasta la puerta principal y un gallo metálico sobre la punta del techo. Durante los días ventosos de invierno en la puerta se escuchaban las campanillas que mamá había colgado en la puerta trasera y la delantera. Campanillas que yo había escogido para ella en uno de sus cumpleaños. Ahora, la puerta estaba desnuda y las ventanas tapadas con periódico para que nadie pudiera ver dentro.
Escuché pasos detrás de mí.
—¡Dorothea! —Erik apoyó sus manos en mis hombros y me volteó—. No puedes bajarte del auto si está en movimiento. ¿Quieres matarnos?
No entendía cómo mi muerte podría provocar la suya en consecuencia. A lo mejor se refería a morirse del susto. Quise enojarme con él por haberme gritado, pero no pude. Mi cabeza aún pensaba en la casa detrás de mí, en todos esos años que viví y que ahora ya no tenían hogar.
Siempre lo vi todo como si yo hubiera sido la que se marchó de esa vida, pero jamás me detuve a pensar en que esa vida también podía alejarse de mí. Que, cuando yo volviera, tal vez no habría nada esperándome.
El agarre de Erik se volvió más gentil.
—¿Qué te pasa?
Me mordí la lengua y aparté la vista. La calle estaba silenciosa, no había nadie cerca pese a que aún era de día. El único movimiento era el de las ramas delgadas de los árboles meciéndose, pero aún no habían hojas en ellas, por lo que la vista era triste.
—Nada.
Él no dijo nada de inmediato. No me soltó, pero oí el movimiento de su cabeza, como si se hubiera girado a ver lo que yo había estado viendo antes. Se demoró unos segundos en comprender.
—Esa era tu casa.
—Era. —Me volteé con él, pero la vista me dolió—. Ahora es una casa fea cualquiera.
A lo mejor si la hubieran dejado como estaba, o si la hubieran cuidado. Si el jardín conservara las flores y los gnomos que habíamos dejado, o incluso si al menos fuera el hogar de alguien más... tal vez no me sentiría tan triste. Pero esta era una casa vacía, cambiada, a la que yo no recordaba.
Erik señaló la entrada.
—¿Recuerdas cuando celebramos año nuevo en el jardín y me quemaste con tu estrellita?
Sentí los ojos húmedos. No podía evitar ser una llorona. Era muy blanda para este mundo tan cruel.
—Me acuerdo... —comencé. Mamá no quiso que lanzáramos pirotécnia, así que nos entregó una estrellita que lanzaba chispas a cada uno. Yo la agité como si fuera una varita mágica y una chispa cayó sobre el pie de él—. Me acuerdo que lloraste como un bebé por una chispita.
—Fue una quemadura.
—Fue una chispa.
—No pude caminar por una semana.
Reí fuerte y me cubrí el rostro con las manos. Las lágrimas brotaron descontroladas. No podía ver y no dejaban de salir. Recordé a Erik con una bandita en el pie y su padre cargándolo a todos lados porque, según él, no podía caminar, a nuestro perro viejo durmiendo en las baldosas frías de la galería, papá tocando la guitarra mientras la carne se asaba y mamá me hacía trenzas. ¿Cuándo fue la última vez que mamá tocó mi cabello?
¿Cuándo fue la última vez que me senté con los dos en la misma mesa, o que dejé que me abrazaran con fuerza?
Erik me atrajo hacia él con suavidad. No dijo nada y lo agradecí, porque no tenía el valor para hablar. Me dejó esconderme en su pecho y me sostuvo de la misma manera que lo hizo cuando nos despedimos, como si no quisiera dejarme ir. Sabía que era sólo mi imaginación jugando con mis emociones, pero se sintió bien pretender que él me quería cerca.
Entonces, del silencio, surgió una corta melodía. El sonido armonioso de metales delgados chocando entre sí, de la misma manera que lo hacían las campanas de viento de mi mamá.
Levanté la cabeza de inmediato, pero en la puerta delantera no había nada. Sin embargo, las campanas seguían chocando entre sí.
Debía de estar colgada en la puerta trasera.
Me aparté y me acerqué a la pequeña verja. Intenté pasar un pie por encima, pero él me atrapó del brazo y tiró para hacerme retroceder.
—¿Qué crees que haces? No puedes meterte a una casa ajena.
Me sentí avergonzada por un momento, pero cubrí esa sensación con indignación.
—Tienen mi campana —dije—. La quiero de vuelta.
—No puedes robarla.
—¡No es robo! Yo la compré.
Se apresuró a cubrirme la boca con la mano. Luego, miró a los lados. Una señora acababa de salir de su casa y estaba regando su jardín delantero sin dejar de mirarnos.
—Vamos al auto.
Obedecí, pero de mala gana. Una vez dentro y relativamente fuera del alcance de su visión, volví a insistir.
—No podemos dejar mi campana ahí.
Erik se colocó el cinturón de seguridad.
—Pues no podemos meternos a la casa y robarla delante de todos.
—Entonces vamos de noche. —él no respondió, así que insistí—. Está bien, no tienes que acompañarme. Volveré otro día.
Erik suspiró, se desabrochó el cinturón y se inclinó sobre mí. Me aparté por reflejo, pero él tiró de mi cinturón de seguridad y me lo colocó. Luego, volvió a abrocharse el suyo.
—Si vas a hacerlo de todos modos, entonces te acompañaré.
—¿Cuándo?
Él pensó un momento, luego, me miró de soslayo.
—¿Tienes planes para San Valentín?
-.-.-.-.-.-.-.-
Holaaa ¿Cómo están?
¿Qué tal les fue en la semana?
En esta ocasión, no tengo mucho para decir porque ya tengo hambre y todavía no compré la cena, así que ahí les bailan unas preguntas.
Si tuvieran que asignarle un signo zodiacal a cada personaje, cuál sería? Si dan la respuesta correcta, se los confirmo respondiendo al comentario:
Thea
Erik
Drake
Sophie
Félix
Macy
Galia
Ahora sí, saludos bai bai
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