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Capítulo 11.

—¿Alguna vez sales de aquí? —pregunto sin mirarla.

—No.

—Pero tienes un patio enorme, y el Puget justo ahí —señalo el reflejo del agua en el horizonte.

—Lo sé.

Mierda.

Dejo que mi frente golpeé el cristal de la puerta de su balcón antes de girarme para mirarla. Ana está recostada en su cama leyendo.

—¿Y por qué carajos no lo haces? —pregunto aún sin entender porqué se encierra a si misma en esta habitación.

—No sé si lo sabías, —despega los ojos del libro para mirarme—. Pero las sillas de ruedas no se mueven igual en el césped qué sobre el piso de madera.

Y sonríe.

Ella sigue haciendo eso de retarme con la mirada desde la semana pasada que estuvo en mi habitación, supongo que ser amarrada en mi cama la volvió más atrevida.

Pongo los ojos en blanco con un gesto exagerado para que lo mire.

—Dile al culo viejo de Taylor que te lleve, o yo podría hacerlo. —hace un gesto incómodo con la boca—. Sabes que puedes darle órdenes, ¿Cierto?

—No es eso... —desvia la mirada un poco—. Estoy más cómoda aquí.

¿Cómoda? ¿Aquí? Una jodida mentira.

Camino hacia la puerta y la abro, pero no salgo. Regreso mis pasos hasta la cama donde se encuentra Ana y la levanto en mis brazos con un solo movimiento.

—¡Christian! —chilla dejando caer el libro—. ¿Qué haces?

—Te libero.

Camino por el pasillo llevándola, luego por las escaleras hasta la cocina. Gail solo nos mira pasar cuando pateo la puerta entreabierta para salir.

—¿Annie? ¿Christian? —viene detrás de nosotros.

Ana se aferra con fuerza a mi cuello cuando bajo por el césped del patio trasero hasta la orilla de la propiedad con vista al Puget.

—¿Qué se supone que hacen? —pregunta mientras dejo a Ana sobre el césped verde—. ¿Y porqué se sientan ahí? Al menos pudiste pedir una silla o una manta para Ana.

La rubia me está mirando a mi con el ceño fruncido, como si todo esto fuera mi culpa. Bueno, técnicamente lo es, pero ella parece carcelera.

—Christian, llévala inmediatamente de vuelta a su habitación —. Me ordena.

—No. —me dejo caer en el pasto junto a ella—. Nos vamos a quedar aquí un rato, gracias.

Gail tuerce la boca en un gesto de desaprobación, pero Ana levanta la mano para alejar su atención de mi.

—Estoy bien, yo le pedí que me trajera —miente.

—¿Segura?

—Si.

A la rubia no le queda más remedio que volver adentro, tan rápido que cruza el patio en cuestión de segundos. Echo un vistazo para asegurarme que de verdad se fue.

—¿Qué carajo pasa con ella? Te trata como una niña.

Ana se sonroja un poco, acariciando el pasto bajo sus palmas.

—Es como una madre. Ella más que nadie sabe el rechazo que he sufrido desde mi accidente, y trata de protegerme. Nadie tiene suficiente acceso a mi para lastimarme.

—Eso es triste. —digo, y ella levanta la cabeza para mirarme con el ceño fruncido—. Porque no estás viviendo en realidad.

Elige mirar al frente, al estrecho de Puget y yo aprovecho para mirar su perfil. Sus rasgos son delicados y femeninos, su piel blanca porque obviamente no sale de la casa.

—Puedo traer tu libro, si quieres leer aquí.

—No, estoy bien. —cierra los ojos cuando la brida fresca nos alcanza.

Ana podrá tener todo lo que el dinero pueda comprar, pero no tiene libertad como yo. ¿Así piensa criar a su bebé, en cautiverio?

—Si alguna vez quieres salir, no sé, a pasear o algo... Podría llevarte. —no le doy tiempo para rechazarme—. Conozco un restaurant genial, un bar con buen ambiente, incluso podría llevarte a algún parque de diversiones.

Algo ahí llama su atención.

—¿Parque de diversiones? No pareces de ese tipo de persona.

—¿De cuál? —finjo sentirme ofendido.

—Del tipo de chico que lleva a su cita a un parque de diversiones —se ríe bajito—. Probablemente al bar, o al cine en la última función, no un parque de diversiones.

¿Me está retando?

—Te llevaré.

Ana parpadea varias veces de incredulidad.

—¿A dónde?

—Al parque de diversiones.

—Christian... —su pequeña nariz se arruga en un gesto que no entiendo.

—¿Qué? ¿Solo puedo cogerte? ¿No podemos pasar tiempo juntos como dos personas normales?

Ella se ríe.

—Tienes razón, somos un caso único.

—Ademas, no es como que vamos a coger en los próximos días —digo, sabiendo que se va a sonrojar de vergüenza. Prácticamente se sonroja por todo—. ¿Qué? ¿Se supone que no sepa que tienes el periodo?

Ana gira la cabeza al lado opuesto para que no la vea y yo lucho con las ganas de poner los ojos en blanco. ¿Qué? ¿Acaso tiene 12 años?

—¿Sabes qué? Empezaré a buscar justo ahora, ¿Tienes algo mejor qué hacer?

Me levanto del césped para ir adentro a buscar el periódico, seguro el jodido tío tiene uno para cuándo toma su desayuno como todos los ricos. Apenas he dado varios pasos cuando Ana me grita.

—¡Christian! —me detengo y giro para mirarla—. ¿Olvidas algo?

Hmm.

Finjo pensar y encojo los hombros.

—¡Llévame de vuelta! —chilla, luego ríe—. No te atrevas a dejarme aquí sola.

Me río también, exagerando mis pasos de vuelta a ella y levantándola en mis brazos sin mucho esfuerzo.

—Me disculparía por esto, pero tú me trajiste aquí —su nariz se frota contra mi cuello—. Tómalo como un ejercicio obligado.

Paso por la puerta de la cocina por la que salimos, haciendo que Gail nos mire de nuevo con las cejas fruncidas. Nos sigue unos pasos y se detiene al pie de la escalera.

—Esto no cuenta como ejercicio, muñequita. —le dedico una sonrisa para que vea que es fácil—. Además, el único ejercicio que me interesa es el sexo. ¿Quieres que te ponga en forma?

Ofrezco y no necesito mirarla para saber que de nuevo estará sonrojada.

Voy de vuelta a su habitación, dejándola en la cama con su libro para seguir con mis planes para más tarde. Si no salgo de aquí pronto, me voy a volver loco.

—Prepárate, muñequita. Será la noche más divertida de tu vida.

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