[9/?]
G-A-Y.
"Gay".
H-O-M-O-S-E-X-U-A-L.
"Homosexual".
M-A-R-I-C-Ó-N.
"Maricón".
Pablo armaba y desarmaba palabras con sus mostacillas blancas de letras negras para luego leerlas en voz alta. Por cada una de ellas, una docena de preguntas revoloteaban en su mente. ¿Estaba mal amar a otro hombre? ¿Estaba mal una relación de pito con pito, ausencia de pechos y culos peludos? No se había hecho ese tipo de preguntas hasta ese momento, cuando aún le ardían las caricias húmedas de la lengua traviesa de Lionel sobre sus labios casi vírgenes. Al menos vírgenes de hombres hambrientos, de esos que podían abrazar su talle como si se tratara de una muñeca de porcelana que, al menor descuido, podría resbalar de sus manos y hacerse añicos sobre el pavimento agrietado.
Sacudió su cabeza y trató de ignorar el asunto como lo había estado ignorando desde que sus ojos no pudieron apartarse de la sonrisa chamuyera de Lionel. ¿Por qué tuvo que aparecer en su casa con esa remera de Los Ramones y esos pantalones desgastados que le quedaban tan bien? El no estaría ahora cuestionando su sexualidad si no hubiera aparecido un tipo tan lindo y fachero como el hijo del sodero. ¡Pero que ni piense que en algún momento se lo diría! Lo besó, era suficiente, que se dé por entendido. ¿O es pelotudo? ¡¿Y si era pelotudo y ahora no lo llamaba?! ¡¿Y si evitaba verlo?! ¡¿Y si malinterpretó todo y era el único que sentía su corazón saltar cada vez que estaba cerca?!
L-I-O-N-E-L P-E-L-O-T-U-D-O.
"¡Lionel, sos un pelotudo!", gritó de pronto, apretando las mostacillas rojas y blancas con las que se estaba haciendo una pulserita de River. Ahora le dolía la cabeza, y ya no le preocupaba tanto ser puto, gay, maricón, traga sables, mariposón, o cualquier otra cosa que saliera de la mente creativa de los jóvenes de su edad. En ese instante, lo más importante era que sonara el maldito teléfono y que Lionel pusiera hora y día para que se volvieran a ver, más tarde, mañana, o cuando se le ocurriera. ¡Pero que llamara ya! ¿Qué estaba esperando? ¡Que suene de una vez ese maldito teléfono!
"Basta", se dijo a sí mismo, percatándose de su extraño cambio de humor. ¿Esto era el amor? ¿Así se sentían las chicas cuando uno las besaba a la salida de la escuela o en un rincón oscuro de un baile o una fiesta? "¿Ya pienso que es amor?", se cuestionó en voz alta, horrorizado por sus propios pensamientos. Esa mañana estaba odiando la existencia de Lionel, con ese cabello negro siempre húmedo y perfecto, con ese aroma a perfume de viejo —que seguro le robaba a su padre—, y con esos músculos marcados de tanto cargar y descargar cajones de sifones de lunes a viernes e incluso también los fines de semana.
"Quiero abrazarlo", murmuró, derrotado, reconociendo que lo estaba extrañando, deseando, anhelando. El verano, que ardía con intensidad sobre el asfalto agrietado de la ruta, se encendía también en el interior ilusionado de un riocuartense que ocultaba su sonrisa boba en la mullida almohada blanca de su cama. El murmullo del aire acondicionado era aburrido; solía dormir la siesta con el susurro del viento y el rumor del río en su natal Río Cuarto, pero allá no estaba Lionel. Lionel estaba ahí, en esa Córdoba Capital calurosa que ahogaba flores, deshidrataba la tierra y quebraba adoquines.
Sonó el teléfono, el timbre hizo eco a lo largo y ancho del pasillo de su casa. Raro que alguien llamara durante la hora de la siesta, Pablo saltó de su cama y corrió hasta el aparato fijo en la sala, pero al levantar el tubo ya estaba hablando su madre con su abuela Elvira. Derrotado, se dejó caer sobre el piso de laja mientras el silencio volvía a apoderarse de los rincones de su hogar un miércoles por la tarde. Sin quererlo, terminó por dormirse allí mismo donde se tiró, con sus brazos cruzados a la altura de su cabeza, y su mejilla derecha apoyada en su muñeca izquierda.
...
—Pasa, pasa... vení —escuchó la voz de su madre entre sueños. Renegó brevemente sin abrir los ojos y giró la cabeza hacia el otro lado, intentando seguir con su siesta en el suelo—. Despertate, Pablo, dale. Vino tu amigo, Lionel. Dale, que me tengo que ir.
Al escuchar el nombre de Lionel, abrió los ojos como quien oye el nombre del demonio en tierra sagrada. Rápidamente, se puso de pie y trató de acomodar el desastre de sus ropas y su cabello. Su madre, risueña, le señaló la baba seca en la comisura izquierda de sus labios. Avergonzado, se limpió rápidamente con el dorso de la mano. Sus mejillas se encendieron de un rojo intenso, pero, al ser verano y él tener una piel muy blanca, nadie pareció notarlo. O Lionel tal vez sí, pero guardó silencio mientras la señora de la casa se despedía de ambos, no sin antes rogarles que se quedaran en casa. Pronto se haría de noche, y ella y el padre de Pablo no volverían hasta entrada la madrugada. No quería estar preocupada pensando que su hijo andaba por la noche en las calles de un barrio que apenas estaban conociendo mientras ella no estaba en casa.
—Sí, mamá, nos quedamos acá —le respondió para tranquilizarla.
—En la heladera hay pizzas y empanadas para calentar en el microondas.
—Sí, má, gracias.
—Chau, Lio. Después tenemos que hablar con vos para un trabajito en el patio, ¿sí?
Lionel asintió con una pequeña sonrisa y luego se inclinó hacia la señora Aimar para dejarle un beso en la mejilla antes de que cruzara el umbral de la puerta. Pablo la cerró tras ella.
—Voy un segundo al baño y vuelvo, ¿me podés esperar acá? —Lionel otra vez respondió con un leve movimiento de cabeza. No pudo mirarlo a los ojos, y Pablo tampoco buscó su mirada; ambos encontraban muy interesante la pintura al aceite de las paredes del living.
Pablo luego prácticamente corrió a su pieza en busca de ropa limpia: un jogging, una remera de Los Ramones, un calzoncillo rojo. Se metió al baño para una ducha rápida de menos de diez minutos. Al terminar de secarse, se aplicó desodorante y se roció con mucho perfume del que le había regalado su tía, un Internacional. Mientras tanto, Lionel meditaba sus palabras y sus próximas acciones. La noche anterior casi no había podido dormir pensando en lo que había pasado. ¿Había sido real, o solo un sueño cruel de su mente desesperada por el único hijo de la familia Aimar? Se agarró la cabeza y se puteó en voz baja; se sentía patético.
...
A las afueras de ese pequeño mundo de adolescentes casi adultos y confundidos, el cielo se fue tornando gris. Un respiro llegaba para la ciudad de Córdoba, para las flores marchitas que, postradas sobre sus raíces, rogaban por un alivio húmedo que les permitiera recuperar los colores saturados que, con soberbia, habían presumido en primavera. Agradecidos también estaban perros y gatos, que se habían hecho uno con los pisos de cerámica del interior de sus hogares, el único refugio medianamente fresco que habían encontrado en otra calurosa tarde de enero.
La risa de los niños jugando en piletas o con mangueras de agua se oía como un fantasmagórico eco a la distancia. La lluvia no detendría aquellas recreaciones veraniegas, pero las primeras gotas que golpearon contra el ventanal del living de los Aimar distrajeron a Lionel de sus pesimistas soliloquios mentales. La voz de Pablo a sus espaldas devolvieron su atención al interior de la casa, sin darse todavía vuelta, percibió el aroma shampoo de coco y a perfume de hombre.
—¿Querés gaseosa de naranja o de cola? —le preguntó mientras iba camino a la cocina. Lionel se dio la vuelta sin levantarse y optó por la gaseosa de naranja. Al rato, Pablo volvió al living con una Narapol de naranja en su brazo derecho y dos vasos de plástico en la mano izquierda—. Vamos a mi pieza —le indicó antes de dirigirse de nuevo al pasillo de la casa.
Lionel se levantó casi de un salto y lo siguió. Cuando había estado pintando la habitación de los padres de Pablo, no llegó a conocer el cuarto de este, así que ahora, al entrar, se sentó en la cama y observó con detenimiento los pósters de bandas de rock nacional e internacional que decoraban las paredes. También notó los muchos stickers de chicles y chocolates que cubrían las puertas del ropero de madera de algarrobo.
—¿Te gusta coleccionar cosas, no? —inquirió Lionel, notando los vasos navideños de Coca-Cola en una repisa y, en otra, las réplicas a escala de autos clásicos de los años 60 y 70 que venían los domingos del año pasado con La Voz del Interior.
—La verdad que sí... —respondió Pablo con voz débil, jugando con sus dedos. No quería hablar de la decoración de su cuarto ni de su gusto por coleccionar muñequitos fluorescentes o chapitas coloridas. Él quería hablar de lo obvio, de lo importante. ¿Por qué Lionel daba vueltas y evitaba el tema? ¿No le había gustado? ¿Estaba arrepentido? ¿Lo había malinterpretado todo?
Ah, tantas preguntas sin respuesta, y sin embargo, sus ganas de abrazar a Lionel volvían a ser tan extrañas e insoportables como en los primeros días, cuando apenas habían comenzado a hablar, como un osito cariñoso a punto de explotar. Habiendo pasado tanto, había algo en él que le decía que no era momento de aguantarse las ganas. Así que tomó un gran trago de su gaseosa de naranja y, cuando sintió sus labios lo suficientemente húmedos, se levantó de la cama sin decir nada y se sentó sobre el regazo del santafesino. Quedaron frente a frente, con sus brazos alrededor del cuello ajeno, pero no hizo ningún otro movimiento. Era momento de ver cuáles eran las verdaderas intenciones de Lionel Scaloni, el muchacho pícaro que no había tardado en hacerse con su compañía.
...
Su corazón cayó al piso, rodó por la cerámica de color rojizo hasta llegar a una alfombra verde que descansaba en la entrada de la habitación de Pablo. Lo que estaba sucediendo eran tan irreal que parecía más un sueño erótico del que él despertaría con la sangre acumulada en un lugar muy incómodo y que luego tendría que cerrar la puerta de su propio cuarto para restablecer la circulación de su sangre a lugares más convenientes como su cabeza, abdomen y brazos. Sin embargo eso no era un sueño lúcido, era la realidad, una realidad esperando por alguna reacción sensata de su parte.
—¿Vos sabes lo que estás haciendo? —preguntó Lionel, despacio, con cuidado, apenas apoyando sus manos en la cintura de Pablo.
—¿Qué estoy haciendo, Lio? —La lengua del riocuartense era afilada, inclemente, feroz. Sus ojos, con un destello de impaciencia, se clavaban en los de Lionel, atentos como un gato agazapado entre la hierba, listo para saltar sobre su presa al menor movimiento en falso.
—Esto... estar así con otro hombre. ¿Vos sabes lo que esto significa? —Pablo apartó la mirada—. Yo no te quiero hacer mal; desde que te vi, me despertaste un montón de cosas que pensé que no se iban a volver a despertar después de... —Silencio. Casi habla de ese incidente del verano pasado. Pablo entiende: hubo alguien. ¿Quién fue? Algo horrible se le gesta en el estómago, un sentimiento opresivo que sube por su esófago, buscando salida por su boca. Pero lo contiene; Lionel sigue hablando.
—La gente dice cosas feas de los pibes que gustan de otros pibes. No sé por qué me besaste el otro día, pero esto no es joda...
—¿Vos te pensás que yo creo que esto es joda? —Sin premeditarlo, Pablo vomita eso que trepó por las paredes de sus órganos. Esa ira, esa decepción, y un montón de cosas más que, con sus escasos diecisiete años, no sabe nombrar—. Te besé porque es lo que he querido hacer prácticamente desde que empezamos a conocernos. Yo no sé qué me pasa, pero sé que no es joda. Y me importa un choto lo que la gente de afuera piense. Estoy harto de mirarte, de verte y de querer saltarte encima. No puedo ni ver Sailor Moon en paz sin pensar en vos, sin querer que estés cerca. No es joda, nada de lo que te digo es joda, así que no me digas eso, pelotudo. —Los ojos se le llenan de lágrimas. Algo de todo eso se le ha escabullido dentro del cuerpo. ¿Por qué las cosas no son tan fáciles como en las series animadas japonesas o en las novelas colombianas que ve su madre? ¿Por qué Lionel no simplemente lo abraza y le dice que él también siente lo mismo?
—Perdoname, sí, soy un pelotudo. No pensé en lo que vos sentías. —El arrepentimiento es más doloroso que el rechazo, eso descubre Lionel en ese pequeño instante con Pablo—. A mí también me gustás... y un montón. —Se ha confesado. Ya no hay marcha atrás. Esas lágrimas ensuciando el rostro de Pablo lo lastiman, lo destrozan, y al mismo tiempo siente una felicidad llenando cada rincón de su pecho, de su rostro, de sus ojos.
—Sos un pelotudo —repitió el riocuartense, recordando las mostacillas con las que había estado jugando hacía unas horas. Ahora, en su cabeza, iba armando otras palabras: "me encanta", "quiero abrazarlo", "quiero besarlo", "quiero que se olvide de esa gente allá afuera", "quiero que me vea solo a mí". Si le hubieran dicho que pensaría en todas esas cosas un año antes, se habría reído a carcajadas, y luego habría hecho una mueca de disgusto. No le gustaba ni que sus amigos lo abrazaran o se le acercaran demasiado. Su contacto físico se limitaba a sus padres, pero con Lionel, quería que cada centímetro de su piel estuviera en contacto con la de él. Quería memorizar sus rugosidades y suavidades, sus asperezas y pliegues, sus formas y contrastes.
Lionel leyó todas aquellas intenciones en los ojos almendrados de Pablo, que volvían a asomarse debajo de esas pestañas largas y arqueadas con las que había sido bendecido. Lo tomó por la cintura y acortó la distancia entre sus rostros. Sus labios, con la misma delicadeza con la que antes le había cuestionado estupideces, se movieron sobre los del otro. Pablo cerró más sus brazos alrededor del cuello de Lionel y movió casi de manera inconsciente su cadera, rozando con su parte trasera la entrepierna del santafecino que suspiró pesado dentro de su boca al sentir aquel intrépido movimiento.
Se miraron a los ojos una vez más; el deseo estaba impreso en ambas miradas. Sin pensarlo demasiado, Lionel lo levantó apenas y lo dejó caer sobre la cama, sobre esas sábanas impregnadas del perfume que Pablo siempre usaba, el mismo que ahora llevaba puesto. Sus labios, después de devorar los del riocuartense hasta dejarlos rojos e hinchados, fueron bajando por su mentón hasta llegar a su cuello, donde su lengua dejó un pequeño camino de saliva que hizo temblar a Pablo encerrado entre sus brazos.
—¿Lo hiciste con otro pibe antes? —preguntó de pronto antes de que bajase a su pecho y le subiera la remera.
—No... —confesó bastante avergonzado.
—Mejor —sentenció Pablo entreverando sus dedos en los pequeños rizos oscuros del mayor.
—¿Mejor? Ahora no sé qué tengo que hacer... —Levantó la remera de Pablo y observó con hambre aquellos pezones rosados y pequeños que esperaban por sus labios o al menos eso creía él. Pensaba que no podía ser tan distinto a lamer los pechos de una mujer, como había visto en esas furtivas porno que consiguió junto a sus primos un verano en Pujato, donde el pibe del videoclub se apiado de ellos y, por debajo de la mesa, les dió esos DVD sin portada, en una cajita negra muy discreta (o muy obvia).
—Bueno, pero eso lo podemos ir descubriendo juntos, o podemos preguntar.
—¿A quién?
—A la Christina, es un tipo al fin y al cabo, ¿no?
—Es una mujer, che. —Lionel a veces podía ser un poco bruto, pero había pasado el suficiente tiempo con ella para entender su percepción en cuanto a su expresión de género.
—Pero tiene pija, pelotudo.
—Ah, bueno, eso sí.
—Sos medio boludo, ¿no? —comentó entre risas sintiéndose más relajado con la intimidad cómoda que se profesaban entre ambos. Lionel rió brevemente con él, pero luego, poniéndose serio, se inclinó hacia el pecho del menor y, dejándose guíar por sus propios impulsos, pasó la punta de su lengua por el pezón izquierdo de Pablo.
—Se siente raro... —murmuró sintiendo como un calor excitante comenzaba a subir desde su parte baja hasta su cabeza.
—¿Raro bien o raro mal?
—Raro bien supongo... —Sus mejillas estaban rojas, más encendidas que cuando jugaba a la pelota bajo el sol abrasador del verano cordobés, y las preguntas de Lionel no hacían más que ponerlo peor, y él se daba cuenta de eso, por lo que soltó una corta carcajada que le hizo ganarse un golpecito de Pablo. Sin embargo, pronto no pudo hacer más que apretar con una mano su almohada y con la otra agarrarse de los cabellos de Lionel, mientras éste continuaba con esas extrañas atenciones a sus pezones, las cuales cada vez disfrutaba más. Lo raro bien se convirtió en algo muy bueno que llegó a robarle un gemido agudo de entre sus labios que revolucionó la cabeza del mayor.
Continuando con el camino de besos, siguió por su abdomen bajo hasta llegar al elástico del pantalón deportivo que vestía Pablo. "¿Puedo?", susurró sobre la erección que se ocultaba debajo de aquella tela gris de algodón. "Para qué me seguís haciendo preguntas tan obvias, ¿es para joderme?", respondió tirando de sus cabellos oscuros. "Bueno, bueno, perdón, che". Otra vez, el cuarto de Pablo se llenó de aquellas risas relajadas e íntimas que le permitían explorar sus cuerpos y reacciones adolescentes con la calma y la lentitud que sus corazones inexpertos necesitaban para adaptarse a todo lo que vendría después. Porque si había algo que ambos tenían claro al mirarse a los ojos, era que había tiempo, incluso si las voces en la mente de Lionel le hacían pensar lo contrario. Al encontrarse con la sinceridad en las pupilas de Pablo, supo que habría una segunda vez, otra oportunidad para seguir explorando mucho más de aquel placer dulce, risueño y pasional que sólo podían llegar a compartir entre ellos dos.
Yo sé que tardé un montón, pero he tenido unos meses de mierda,
necesito comentarios lindos para seguir adelante.
Digan algo o voy a llorar en Twitter (?).
(Por cierto, tengo comisiones abiertas, cualquier cosa me escriben, ah)
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