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Un Falcon pasó acariciando el asfalto, su motor ronroneaba con una admirable potencia. Unas niñas continuaron patinando con sus rollers cuando el automóvil se desdibujó en el horizonte. Otro grupo de chiquillos preferían divertirse saltando la soga y otros tantos correteaban por la cuadra jugando a las escondidas. Las risas y gritos infantiles habían inundado cada rincón del pequeño barrio cordobés.
El atardecer cubrió la ciudad, y el cielo se tiñó de los más nostálgicos tonos anaranjados. Las calurosas temperaturas habían descendido, y la gente copaba las calles para disfrutar del viento refrescante que soplaba con tal delicadeza, que semejaba murmullos de una muchedumbre a la distancia.
Las lámparas de sodio comenzaron a encenderse. Una de ellas (en una iluminación casi teatral) se había encendido justo por encima de las cabezas de Lionel y Pablo. Ambos muchachos apenas alzaron sus ojos hacia arriba al notar las sombras que se proyectaron sobre la calzada a sus pies. Se hallaban patéticamente sentados sobre el cordón de la vereda, con palitos bombón en sus diestras, y la siniestra del cordobés sobre el rostro del santafecino.
—Mira como te dejó —murmuró un angustiado Pablo rozando con la yema de su índice la hinchazón debajo de su ojo derecho.
—Pero él quedó peor —acotó molesto.
—No seas pelotudo, no me interesa como haya quedado él, sos vos quién me preocupa.
Las inocentes palabras de Pablo lo hicieron ahogarse con el bocado que había ingerido de su palito bombón. Los nervios le habían hecho olvidar a su cerebro a dónde debía enviar los sólidos, y a dónde enviar el aire que ingresaba por su boca. El cordobés lo golpeó un par de veces en la espalda, hasta que logró escupir el pedazo chocolate que había quedado atorado en su tráquea.
—Gracias —murmuró ronco.
—¿Vos te queres morir, pelotudo? Es la segunda vez en el día te salvo —espetó Aimar bastante enojado abriendo sus ojos como si intentara expulsarlos de sus cuencas—. Deja de romper por un rato, culiado —agregó antes de seguir con su helado que estaba a punto de derretirse en su mano.
—Sos muy enojón... —comentó con labios abultados sintiéndose algo cohibido por el notable carácter explosivo del menor.
El atardecer siguió su curso, hasta que la oscuridad estrellada se instaló sobre ellos. Un cómodo silencio los encontró respirando pausadamente mientras observaban los coches pasar. Ambos parecían pensar en demasiadas cosas, más de las que quisieran en un verano de sus dulces adolescencias.
Lionel retrocedió una hora en el tiempo y recordó cómo el partido se descontroló poco después de unirse a él. Recordó especialmente cómo Román utilizó otro gol como excusa para tocar inapropiadamente a Pablo. Lo peor de todo es que señalar lo obvio habría sido suficiente para que lo tacharan de raro. Después de todo, lo que hizo Riquelme era una broma típica entre hombres heterosexuales que se tienen confianza. No había nada de qué preocuparse.
Cuando lo golpeó, no tuvo más opción que quejarse de una supuesta falta, de un gol que no debió haber sido valido, de un penal que debería haber sido cobrado. Él mismo sabía que su reclamo era bastante extraño para un partido de potrero. Ahora, con la cabeza fría, quizás había exagerado demasiado. Se dejó dominar por algún tipo de impulso de testosterona. Al parecer, ser un mariposón no lo hacía menos macho busca drama.
Suspiró abatido, pasó ambas manos por su rostro. Su ojo dolía, y por la mañana seguramente estaría más hinchado que en ese mismo instante. Cierta parte de él se arrepentía profundamente de sus acciones irresponsables. Pero por otra lado, vio de reojo al riocuartense junto a él y se sintió orgulloso de haberlo defendido. Aunque, por cómo le gritó y lo regañó enfrente de sus amigos, lo percibió como algo muy distinto a un acto heroico y desinteresado de su parte, sino más bien como un acto de carácter grotesco y vulgar; y totalmente innecesario.
Aimar, por su parte, se había quedado mirando el palito de madera que antes había sostenido un helado de crema. Demasiado estrés en tan poco tiempo. A lo mejor debió quedarse en su casa viendo Los caballeros del Zodiaco. No era su programa favorito, pero era mejor que ver una batalla campal a pocas semanas de haberse mudado a la capital de la provincia. Pero no estaba siendo sincero consigo mismo, lo que realmente le había puesto los nervios de puntas, era la posibilidad de que Lionel fuera seriamente lastimado por ese tal Román, quien supuestamente era muy amigo del santafecino.
Volteó su rostro hacia él y al verlo de perfil, con ese semblante serio y contemplativo, volvió a sentir esas terribles ganas de abalanzarse hacia sus brazos para llenarlo de tantos besos que su moretón se borrara por el poder de su asfixiante amor. Ver eso de las Sailor Moon me está afectando, pensó temiendo de sus propios sentimientos. Era como un monstruo creciendo en su interior, uno dispuesto a devorarle apenas tuviera la mínima oportunidad de salir al exterior. Necesitaba tranquilizarse, respirar y contar hasta diez.
—No sé qué voy hacer ahora, mi viejo se va enojar conmigo y no me va a dejar laburar en la sodería por un tiempo —comentó de pronto compartiendo una de las muchas incertidumbres que oscurecían su mirada.
—Bueno, si es por eso, y no te ofende—Pablo recordó lo que estaba buscando su padre—, necesito ayuda en mi casa. ¿Sabes un poco de albañilería? —preguntó sin mirarlo a los ojos. Estaba ofreciéndole trabajo en su casa al chico que le estaba haciendo cuestionar su propia sexualidad. Cualquiera le diría que aquello no era una buena idea. ¿Pero qué podía hacer? ¿Dejarlo ahogarse en su propia miseria? No, no era una opción para el osito cariñosito que vivía en lo profundo de su pecho.
—¡Si! —exclamó Scaloni casi sin notarlo, incluso llegó a sentirse un poco avergonzado de su eufórica respuesta—. O sea, si sé de esas cosas, también un poco de electricidad y plomería. Mis tíos me enseñaron —agregó recuperando la compostura.
—Bueno, de diez. Entonces mañana anda a mi casa después de las tres para hablar con mi viejo —le sugirió jugando con los dedos de sus manos. Se encontraba ansioso y un poco emocionado de ver más seguido al santafecino. Pero también se hallaba ciertamente preocupado de que estaría enfrente de sus padres, los que ni se imaginan que él podría llegar a ser gay. A decir verdad, él tampoco sabía cómo es que había llegado a sentir cosas por otro hombre. Pero aquí estaba, como una quinceañera enamorada contemplando el cielo estrellado junto al chico que le hacía sonreír como un idiota.
Luego de eso, se tomaron una hora más para charlar sobre cualquier cosa. Especialmente de los programas de televisión actuales. Pablo descubrió que Lionel no era un gran fanático de la caja de colores, sino que prefería hacer deportes o jugar fiches en el local de la ruta. Al cual prometió llevarlo la semana siguiente, casi parecía una cita.
Scaloni, por su parte, notó que Aimar se emocionaba demasiado hablando de las series animadas que pasaban por canal 9 y otros canales de pago con los que contaba la televisión cordobesa de aquel momento. Le encantaba escucharlo así, menos enojado y más relajado.
Más tarde, ambos volvieron a sus hogares. Aimar iba con una sonrisa de oreja a oreja, casi que no podía disimular su buen estado de humor. Abrazó a su madre al llegar, y dejó un beso en la pelada de su viejo. Agarró algo para picar y corrió a su habitación para ver un nuevo capítulo de Candy Candy por la señal de The Big Channel. Su madre, en cambio, se encontraba sintonizando "Mi cuñado", en canal 11. Su padre era el único que no le rendía culto a la televisión, sino que prefería quedarse en el sillón leyendo alguna revista de política o economía argentina.
...
Lionel, a paso lento, llegó al porche de su casa. Pateó una piedrita en el suelo y miró una vez más el cielo que antes compartió con el pibe más lindo del barrio. Se mordió el labio inferior tratando de aguantarse una sonrisa bobalicona. Voy a estar en la casa de Pablo, pensó antes de entrar corriendo en su hogar para pararse enfrente de su padre y contarle todo lo que había sucedido en la canchita de la plaza. Como vaticinó minutos antes, el hombre se enojó y se mostró profundamente decepcionado de que estuviera repitiendo el mismo mal comportamiento que en Santa Fe. Le advirtió que Román no dejaría de trabajar con ellos por su estupidez, por lo que tendría que disculparse a la brevedad, o buscar otro lugar donde trabajar por el momento. Scaloni, fingiendo culpa, se retiró a su cuarto.
Un bichito cascarudo golpeó insistentemente en el vidrio de su ventana. Las aspas del ventilador llenaron su habitación de un agradable ruido blanco. Las estrellas se fueron perdiendo en el avance de oscuras nubes pinceladas, y las calles apenas iban guardando silencio. Era demasiado temprano para irse a dormir, pero demasiado tarde para salir a caminar por el barrio un jueves por la noche. Scaloni jugaba con un cubo de rubik, pero al no poder armar ni una de sus caras, lo tiró detrás de la cama para luego voltearse sobre ella y gritar sobre su almohada.
...
Sábado por la mañana. Aimar limpió su cuarto. Su madre le tomó la temperatura, pensó que estaría afiebrado, rara vez hacía cosa semejante. Su padre volvió a preguntar por el nombre del muchacho que debía conocer, Pablo le repitió lentamente "Lionel Scaloni, el sodero", aclaró lo último señalando el cajón de sifones debajo de la mesada de la cocina. Su progenitor respondió con un largo "aaaaah", pero sólo era para que su hijo dejara de hablarle como a un niño de tres años, porque la verdad, no recordaba ni el rostro del santafecino.
Tocaron el timbre. Las campanadas electrónicas retumbaron por el living. Aimar casi corrió a la puerta, aunque antes de abrir, le recordó a su madre que no fuera tan pesada, que lo dejara respirar. "¿Cómo qué pesada, pendejo de mierda? Callate y abrí", lo regañó ofendida revisando, una vez más, su maquillaje en el espejo del pasillo. Finalmente, ambos salieron al jardín de la casa para destrabar la reja. Scaloni, nuevamente, llegó con una bolsa de duraznos en la mano.
—¿Cómo está la señorita más linda del barrio? —inquirió el santafecino a modo de saludo. Aimar se estaba replanteando quién era exactamente el pesado entre su madre y Lionel.
—Ay, córtala, que chamuyero que sos, eh —dijo la mujer sonrojada.
Lionel hubiera insistido, pero su argumento para hacerlo hubiera sido no menos que "llamativo". Ya que, debía ser la señora más linda del barrio, porque había dado a luz al riocuartense más bonito de Córdoba. En su opinión, había que darle su mérito.
Al entrar, el padre de Pablo se bajó los lentes, y lo escaneó desde la cabeza hasta los pies. No quería dejar entrar a cualquiera a su hogar, especialmente porque el joven tendría que trabajar la mayor parte del tiempo mientras él no se encontraba en el lugar. Se presentaron con bastante formalidad, y lo invitó a pasar a la cocina para charlar más en privado. Lejos de su mujer que parecía atolondrada con la "facha" que desprendía el muchacho; y lejos de su hijo que, particularmente, no se veía muy distinto a su madre. Supuso que era por mera admiración. Tal vez quería ser como él.
—Me tenes que cuidar a estos dos que son medios pelotudos, eh. —le comentaba el hombre mientras anotaba sus datos personales en su agenda—. No son grandes cosas las que hay que hacer por acá. Arreglar unos caños, revocar las paredes del fondo, pintar la habitación de Payito y otras cosas que van surgiendo por ahí. Mi gringa seguramente te va a ir diciendo. Vos lo que necesites, le pedís a ella, yo le dejo la plata.
—Si, no hay problema, Señor. Yo me doy maña con todo —respondía Lionel notablemente nervioso. Aunque no era la primera vez que hacía unas changas de ese tipo, pero tener al padre del pibe en el que no podía dejar de pensar, él que le había devuelto la sonrisa que Sorín había robado con las más crueles palabras cargadas de una verdad que no necesitaba recordar.
—Te voy a pagar semanalmente así tenes plata para salir, ¿ok?
—Si, Señor. Muchas gracias —contestó ilusionado aguantando otra sonrisa que amenazaba con surcar sus labios.
...
Al día siguiente, el calor los encontró a todos a tan sólo despuntar el alba. Por la tarde, el pavimento parecía derretirse en cada pisada. La reja ardía y cualquier ser vivo sin el reparo de una sombra debía estar gritando por auxilio. Cómo Pablo Aimar, quien a pesar de tener una sombra cubriéndolo del infierno cordobés, estaba tirado en el suelo del living maldiciendo a su padre por elegir semejante día para cambiar los portalámparas de la casa. Habían cortado la luz y no podía prender ni un miserable ventilador.
—No me toques, culiado, no ves que ya no soy sólido —le dijo a Scaloni que lo empujaba con un pie para acomodar la escalera bajo el foco desnudo de la sala—. ¡Anda a otro lado, loco! —se quejó con ese mal humor que sólo se aparecía cuando el verano lo agobiaba tanto que llegaba a su límite, y lo único que deseaba era un día de menos tres grados.
—A veces es muy dramático y gruñón como su viejo —comentó la señora entregando a Lionel un vaso de gaseosa de pomelo rosado fresco—. Levántate, pendejo, anda al kiosco de la esquina a buscar más rolitos para la hielera.
—¡Má! —se quejó casi como un niño.
—No, dale, anda. Que el pobre chico está dale trabajar mientras vos estás al pedo haciendo de alfombra de comedor.
Lionel tomó en silencio el refresco de aquel vaso de vidrio marrón de interesante relieve. Pablo y su madre le transmitían mucha paz. No reparaban en su presencia y todo a su alrededor mantenía la intimidad y el secreto propio de un hogar. Era divertido ver al chico que llegó enojado a su nuevo domicilio en el tres ochenta y dos de la Miguel Cané comportarse como un infante; dando vueltas en el piso sin hacerle caso a su progenitora.
—Bueno, ya vuelvo —se rindió finalmente el riocuartense levantándose con ayuda de uno de los sillones individuales. Se secó las gotas de sudor que caían a los costados de sus sienes y, dando una última rabieta, salió de la casa. Lionel lo siguió con la mirada aún guardando un cómodo silencio.
—Querido, el viejo está atrás arreglando el asador, pregunta si también podes cambiar la llave de la luz junto a la puerta. Está falseada y nos cuesta prender la luz de adelante —le comunicó la señora dejándole en la mesa ratonera la llave nueva para la luz de afuera antes de retirarse hacia el patio.
Lionel, habiendo quedado solo, se deshizo de su remera negra de Los Pericos. Secó el sudor de su frente con ella y la dejó extendida en el respaldo de una silla. Prendió la radio que le habían dejado sobre un mueble del comedor, en la cual comenzó a sonar "Luna de miel en la mano", de Virus; y, moviendo ligeramente su cuerpo al ritmo de tal pegadizo tema, se dispuso a quitar la llave vieja junto a la puerta. Pero, a los pocos minutos, ésta se abrió repentinamente.
Aimar, que venía poseído por el calor y el sol ardiente, entró a paso rápido sin prestar demasiada atención a lo que tenía enfrente. Pero, de pronto, se chocó con algo duro a centímetros de la entrada. La bolsa de rolitos cayó al suelo produciendo un importante estruendo.
Pablo aclaró su vista tras unos cuantos parpadeos rápidos de sus ojos, y se encontró tocando un húmedo y desnudo torso masculino. Alzó su mirada desconcertado, y halló el rostro de Lionel observando a la nada y apretando sus labios con fuerza. Se quedó inmóvil, tratando de procesar el porqué continuaba con su manos sobre los pectorales ajenos. O por qué Lionel seguía sin decir nada. Aunque, de un instante a otro, el santafecino reaccionó de cierta manera, pero no como él hubiera deseado."¡¿Qué haces?!", exclamó empujándolo lejos de su cuerpo. Lionel lo había agarrado de la cintura y pegado más a su pecho.
—Era joda, che —se apuró a decir Lionel antes de que Pablo saliera corriendo a su habitación para encerrarse en ella—. La puta madre, la cagué —murmuró rascando los pequeños rulos sobre su nuca.
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